— ¡Es que son cosas muy raras! — le hizo notar «Vahíne Tiaré».
— ¡Y tan raras! — admitió el otro, convencido —. Llegamos a creer que tan sólo estaban dormidos, por lo que los colocamos bajo el cobertizo de proa y seguimos viaje… — Suspiró de nuevo y esta vez mucho más profundamente —. Mi padre fue de los últimos en caer — musitó con voz quebrada —. Se quedó muy quieto, aferrado con tanta fuerza al timón, que cuando intenté abrirle la mano uno de sus dedos se partió como si se hubiese tratado de una rama seca.
Se le habían saltado las lágrimas y sus tripulantes permanecieron muy quietos, respetando el dolor de un hombre al que todos amaban y admiraban.
Cuando habló de nuevo, un nudo le atenazaba la garganta.
— Le recé a Taaroa y a Tané para que estuviese efectivamente dormido, pero dos días más tarde mejoró el tiempo y comenzamos a alejarnos de aquel infierno abominable. — Su voz se quebró —. Y en cuanto calentó el sol los cuerpos dejaron de ser como de piedra y al poco tiempo comenzaron a descomponerse.
— ¿Cuántos continuabais aún con vida? — quiso saber Tapú Tetuanúi.
— Tres, pero en tan mal estado, que éramos como cadáveres ambulantes, pues a Tamasese Tefaatáu se le habían agarrotado las manos y los pies, y a su hermano, que era muy fuerte, ya no le regía el cerebro. Me ayudó a devolver los cuerpos al mar, pero cuando advirtió que a Tamasese se le iban poniendo cada vez más negros los brazos y las piernas, y que al final también moría entre horribles dolores, se quedó como alelado, incapaz de responder cuando le hablaba o entender las más sencillas órdenes.
— ¿Como «El loco de Aponapu»? — quiso saber «Vahíne Tiaré».
— Más pacífico. Era sólo una cosa sentada en proa con las piernas colgando sobre el agua y la vista fija en el horizonte. Una mañana ya no estaba allí.
Era algo como para reflexionar, y todos los presentes guardaron una vez más silencio, hasta que la misma «Vahíne Tiaré» se decidió a preguntar:
— ¿Qué se siente al quedarse completamente solo en una nave más allá del «Quinto Círculo»?
— Nada — murmuró casi entre dientes el capitán del Marara —. No sientes más que un profundo vacío y un desesperante deseo de morir. Durante todo un día me asaltó la tentación de lanzarme al agua y acabar de una vez, pero el sol brillaba con fuerza, el mar estaba en calma, comprendí que lo peor había pasado ya que los vientos y las corrientes me empujaban de nuevo hacia el norte, y decidí que regresaría a Bora Bora costase lo que costase.
Fue Tapú Tetuanúi quien de nuevo inquirió señalando cuanto le rodeaba.
— ¿Pero cómo? — insistió —. ¿Cómo puede un hombre solo manejar una nave casi tan grande como ésta?
— Era bastante más pequeña — puntualizó el «Navegante Mayor» —. Pero aun así comprendí que no conseguiría gobernarla y la desmonté. La convertí en una embarcación de un solo casco con un corto patín que me ayudaba a equilibrarla aprovechando la mitad del palo y lo que quedaba de las velas. El resto lo abandoné.
Lo observaron con admiración.
— ¿Fuiste capaz de transformar un catamarán en una piragua, tú solo y en alta mar?
— Mi vida dependía de ello — fue la respuesta —. Y nadie sabe de lo que es capaz hasta que se enfrenta a la muerte. — Sonrió como si se hubiera tratado de una travesura infantil —. Al fin y al cabo siempre ha sido más fácil destruir algo que construirlo. — Cambió el tono de voz —. Con la nueva embarcación las cosas resultaron mucho más fáciles. Navegaba de noche y dormía de día. La lluvia me proporcionaba agua dulce y pronto comenzaron a hacer de nuevo su aparición los «Mahi-Mahi», con lo que nunca me faltó alimento. — Agitó la cabeza como burlándose de sí mismo —. Fue entonces cuando alcancé «La Tierra Infinita».[6]
— ¿Pero existe realmente? — se sorprendió Roonuí-Roonuí, como si le costara dar crédito a semejante fantasía —. Los viejos relatos hablan de ella, pero jamás creí que fueran ciertos.
— Pues lo son — insistió «Miti Matái» en un tono que obligaba a pensar que estaba diciendo la verdad —. Yo la vi, aunque no llegué a desembarcar en ella.
— ¿Por qué?
— Era una costa muy agreste, con olas enormes y una fuerte corriente que me arrastraba hacia el norte, siempre paralela a tierra, y sin permitirme maniobrar. A lo lejos se divisaban montañas enormes, todas blancas.
Chimé de Farepíti alzó la mano casi con timidez e inquirió desconcertado:
— ¿Cómo es posible que ante nosotros se extienda «El Infinito Mar de las Infinitas Islas», y sin embargo, en dirección contraria se levante una «Tierra Infinita»?
— En realidad «La Tierra Infinita» se alza en todas direcciones — le hizo notar el «Navegante Mayor» —. Deben ser esas tierras altas las que configuran el confín del mundo impidiendo que el agua del mar se derrame. — Tomó una calabaza de las que las mujeres utilizaban para preparar la comida y la colocó ante él —. El mundo es como este recipiente, que está provisto de bordes para mantener dentro el agua. — Marcó un punto —. Hace miles de años nuestros antepasados salieron de aquí, del borde que está más al oeste, y en aquella ocasión yo llegué al otro lado; es decir, al borde que está más al este.
— ¿Quiere eso decir que estuviste en el confín del universo?
— Imagino que sí — admitió con absoluta naturalidad.
— ¿Y que si atravesáramos «El Infinito Mar de las Infinitas Islas» también llegaríamos al otro confín?
— Quiero pensar que es posible. — Se encogió de hombros como aceptando que todo eran suposiciones —. Está claro que el mundo tiene que acabar en alguna parte, y ése puede que sea el lugar.
— ¿Y por qué tiene que acabar? — quiso saber Vetea Pitó —. ¿Por qué no puede ser «Realmente Infinito»?
— Porque cada día el sol sale por levante, cruza sobre nosotros, se oculta por poniente, pasa por debajo, y vuelve a salir otra vez por levante. Si el mundo fuera «Realmente Infinito», está claro que no podría hacerlo. — Hizo una nueva pausa —. Lo mismo ocurriría con la luna y las estrellas.
— Si tú llegaste al confín por el este, ¿cómo crees que es de grande el mundo? — se interesó en esta ocasión Roonuí-Roonuí.
— No lo sé — fue la sincera respuesta —. Las más antiguas tradiciones cuentan que nuestros antepasados tardaron años en llegar, desde el este, a Bora Bora, pero yo tardé únicamente ocho meses en volver de «La Tierra Infinita». A mi modo de ver eso quiere decir que Bora Bora está más cerca del confín situado al este, que del situado al oeste.
— Pero Bora Bora es el ombligo del mundo — protestó Chimé de Farepíti.
— Todas las islas se consideran el ombligo del mundo — le hizo notar el capitán del Marara —. Y en realidad todas lo son para sus habitantes, pero eso no quiere decir que estén exactamente en el centro. He viajado mucho — añadió sin petulancia alguna —. Y he llegado a la conclusión de que el verdadero centro del universo debe encontrarse en algún lugar del océano que en nada se diferencia de cuanto le rodea. Cuando al fin conseguí abandonar la fuerte corriente que me empujaba al norte, y emproar de nuevo hacia adonde yo calculaba que debía quedar Bora Bora, los vientos me condujeron a una perdida y solitaria isla; el lugar más desolado que Taaroa creó jamás en un momento de desidia, pero sus habitantes también opinaban que la suya era una tierra hermosa, y también la consideraban «EН Ombligo del Mundo».
— ¿Era la famosa isla de los gigantes de piedra?
— Exactamente. Sus antiguos habitantes la llamaban «Te Henúa», que en su dialecto significa literalmente «El Ombligo del Mundo», o «Mate Ki te Rangi», que también significa «Los Ojos que Miran al Cielo», porque los cráteres de sus volcanes parecen estar siempre observando las estrellas, pero su auténtico nombre es «Rapa-Nui»,[7] o «Gran Rapa», porque se parece mucho a una pequeña isla, también llamada Rapa, del archipiélago de las Tabuai, de la que al parecer provienen sus primeros pobladores.