— ¿Y cómo son?
— Como nosotros, aunque viven en un constante terror a sufrir invasiones, por lo que han levantado enormes estatuas de piedra a todo lo largo de la costa, lo cual obliga a pensar a los que llegan que quienes han sido capaces de construir semejantes monumentos, deben ser gente muy poderosa. — «Miti Matái» lanzó un resoplido y guiñó un ojo a «Vahíne Áute» que era quien tenía más cerca —. No puedo negar que yo también me asusté cuando descubrí aquellos monstruos, pero como hacía meses que no había puesto pie en tierra más que para pisar la isla blanca y fría, me armé de valor y decidí desembarcar pasara lo que pasara.
— ¿Y qué pasó? — quiso saber de inmediato Tapú Tetuanúi, que seguía, fascinado, el relato de su ídolo.
— En un primer momento creí que iban a matarme — fue la tranquila respuesta —. Aquella gente imagina que todo el que llega es un espía, o el adelantado de una expedición armada. Luego — añadió —, cuando les hice un relato detallado de mi viaje, cambiaron de opinión.
— ¿Fueron amables?
— Amables no es la palabra apropiada. Se limitaron a ser corteses, convencidos de que yo daba por concluido mi viaje, y mi intención era quedarme entre ellos para siempre. — Chasqueó la lengua y movió repetidamente la cabeza como si a él mismo le asombraba semejante actitud —. Supongo que el lamentable estado de mi embarcación, que se caía a pedazos, les impulsó a creer que a nadie se le pasaría por la cabeza la idea de intentar atravesar con ella las más de dos mil millas de océano que me separaban de Bora Bora.
— Una conclusión muy lógica — le hizo notar «Vahíne Tipanié».
— Para ellos, que con el tiempo han perdido su amor al mar. Pero no para el hijo del «Navegante Mayor» de Bora Bora, que lo único que deseaba era regresar a casa. — Sonrió a sus recuerdos —. Dejé que creyeran lo que quisieran, tomé por esposa a la hija de uno de sus caciques,iy pasé varios meses recuperando fuerzas y acostumbrándome a lo que significaba moverme fuera del diminuto espacio de una piragua. No puedo negar que fueron hermosos tiempos — concluyó —. Muy hermosos.
— ¿Y por qué no te quedaste? — insistió la buena mujer —. ¿Acaso no amabas a tu esposa?
— La amaba — admitió él —. Pero mi corazón seguía perteneciendo a Bora Bora. «Rapa-Nui» es una isla inhóspita, barrida por el viento y en la que la gente vive atemorizada, pues ni siquiera están en paz consigo mismos. Cada clan quiere imponer su ley, por lo que todo son odios y rencores, y mi padre me enseñó que cuando el odio se apodera del corazón, es como si las chinches se apoderaran de tu cama. Nunca vuelves a dormir en paz. Por ello una noche le supliqué a mi esposa que le asegurase a su pueblo que jamás le contaría a nadie dónde estaba su isla y me marché.
— ¿Cómo?
— En mi piragua.
— ¡Pero si estaba destrozada…!
— Lo estaba, pero yo había ido recogiendo resina y fabricando cabos a base de una planta que ellos llaman «hauhau», por lo que los primeros días me mantuve al pairo, taponando las principales vías de agua. Luego, cuando llegué al convencimiento de que no me buscaban, regresé para esconderme en uno de los islotes que se alzan al sudeste de «Rapa-Nui», y allí permanecí un mes, concluyendo las reparaciones y aprovisionándome de huevos. Cuando todo estuvo listo, me hice de nuevo a la mar, y cuatro meses más tarde desembarqué en Bora Bora.
— Recuerdo muy bien el día de tu regreso — musitó el «Hombre-Memoria» —, y recuerdo muy bien la canción que cantábamos en tu honor.
— ¡Oh, vamos! — protestó «Miti Matái» que pareció sospechar sus intenciones —. ¡Era una soberana estupidez! No irás a ponerte a cantarla ahora.
— ¿Por qué no? — fue la respuesta —. Tú la aborreces, pero a mí siempre me gustó.
El gordinflón se aclaró la voz, dejó escapar una risita de conejo y comenzó a cantar desafinadamente:
— Me sigue pareciendo absolutamente estúpida, y el día que la compusiste deberían haberte cortado la lengua — sentenció convencido el capitán del Marara, al tiempo que se ponía en pie dando dos imperiosas palmadas para ordenar —: ¡Y ahora ha llegado el momento de ponerse a remar!
Remaron toda la noche.
Y la siguiente.
Y la tercera noche.
Y la novena.
Y remaron hasta perder la noción del tiempo, adentrándose palada a palada en el más remoto, vacío y desconocido de los océanos — también el más profundo — y el que más temor infundía a unos hombres que habían nacido amando a los océanos.
De tanto en tanto, y cuando más impenetrables resultaban las tinieblas por culpa de las nubes o una ligera lluvia que no alcanzaba a alterar la superficie del agua, «Miti Matái» pedía a su gente que permaneciera muy quieta, y trepado al mástil de proa, dejaba transcurrir largas horas contemplando con fijeza las aguas, como si pretendiera leer en ellas un mensaje secreto.
— ¿Por qué haces eso? — quiso saber Tapú Tetuanúi, que continuaba, ansiando aprender cuanto pudiera enseñarle su maestro.
— En estas noches oscuras — fue la respuesta —, sobre todo si llueve, a veces se distingue bajo el agua un rayo luminoso que se mueve muy lentamente. Son olas profundas, que han chocado contra un arrecife, y que al regresar provocan esa luminosidad fosforescente. Si encontramos esa luz, nos bastará con seguirla en dirección opuesta para llegar a tierra.
— ¿Tan perdidos estamos?
— Más de lo que imaginas — admitió el «Navegante Mayor» —. Como la cosa siga así tendré que tirar al agua un cochino, aunque ese sistema no sea de mi agrado.
Hacía referencia al último y más desesperado recurso de los antiguos polinesios, que cuando se sentían totalmente desorientados lanzaban un cerdo al agua, pues sin que se sepa exactamente la razón, un puerco nunca opta por regresar a la nave de la que ha sido expulsado, sino que tras unos momentos de duda comienza a nadar directamente hacia tierra, aunque dicha tierra se encuentre a cientos de millas de distancia.
Ese inexplicable y portentoso sentido de orientación de los cerdos permitía a los capitanes elegir el rumbo correcto, pero presentaba el notorio inconveniente de que la mayoría de las veces los tiburones que rondaban por las proximidades o incluso las temibles barracudas, no le daban tiempo al pobre bicho a decidir hacia adónde se dirigía, pasando a formar parte de un suculento almuerzo antes de haber sido de utilidad a sus dueños.