Выбрать главу

Resultaba bastante infrecuente, no obstante, que un buen navegante tuviese que recurrir a tales argucias, puesto que, por lo general, un océano tan extenso como el Pacífico Sur, que para la mayoría de los marinos de otras latitudes no era más que aguas vacías, para los polinesios constituía, en circunstancias normales, un lugar en el que podían orientarse con relativa facilidad.

Esto se explica por el hecho de que mientras para cualquier marino una isla no es más que un pedazo de tierra y su tamaño únicamente depende de su superficie emergida, para los polinesios cualquier isla ofrecía una serie de elementos reconocibles a más de cuarenta millas de sus costas.

El vuelo de las aves, el choque de las olas, el reflejo en las nubes, el tipo de peces, o la vegetación que flotaba en una u otra dirección — sin contar con el misterioso rayo nocturno de las profundidades o el instinto de los cerdos — indicaban a un «Gran Navegante» que a esas cuarenta millas encontraría tierra, lo cual significa que si se traza un círculo con un radio de cuarenta millas en torno a cada isla del Pacífico Sur, la extensión de aguas auténticamente vacías se reduce de forma considerable.

Pero resultaba evidente que el Marara, ya no se encontraba en el Pacífico Sur, sino en «El Infinito Mar de las Infinitas Islas», a más de cinco grados al norte de la raya del ecuador, a punto de recibir por popa la contracorriente ecuatorial, y a punto también de recibir los alisios del hemisferio norte; el temido «Ha'apiti Fa'arúa», un viento racheado y caprichoso con el que los habitantes de Bora Bora no estaban acostumbrados a navegar.

Y las islas eran tan escasas, tan diminutas, y se encontraban tan desparramadas, que se diría que no había forma humana de localizarlas.

Por fortuna, chubascos intermitentes les abastecían de agua dulce, y a su alrededor pululaban los peces voladores, los atunes, los bonitos y sobre todo los «Mahi-Mahi» en tal portentosa cantidad, que ni aun por lo más remoto les cruzaba por la mente la idea de que pudieran llegar a pasar dificultades en cuanto a la subsistencia se refería.

Los sabrosos «Mahi-Mahi» constituían desde siempre un «maná» que les permitía pasar meses en alta mar, ya que son muy ricos en proteínas, dado que pertenecen a la familia de lo que los europeos llaman «dorados», pese a que su cabeza sea mucho más redondeada, con una gruesa frente muy dura y prominente.

Pueden alcanzar los dos metros de longitud y cincuenta kilos de peso, y aunque suelen dedicar sus esfuerzos a la tarea de capturar «peces voladores», se diría que su mayor placer estriba en vagabundear en torno a cualquier objeto flotante para dejarse atrapar con suma facilidad en cuanto se les ofrece un trozo de carnada en la punta de un anzuelo.

Curiosamente, en el momento de ser izados a bordo cambian su hermoso color plateado por otro de un dorado sucio salpicado — de manchas azules, aunque en cuanto finaliza la agonía recuperan su primitivo aspecto.

Los hombres del Marara los capturaban con arpones, o por medio de anzuelos de nácar, hueso y madera que fabricaban pacientemente con ayuda de rudimentarias limas de coral, para empatarlos más tarde al extremo de una fina pero resistente liña que las mujeres trenzaban a partir de fibra de «roa», un arbusto de los altos valles húmedos.

Esas liñas y esos anzuelos era cuanto los eternos viajeros del Pacífico necesitaban para sobrevivir, y como para ellos una gran piragua meciéndose en medio del océano constituía un «hábitat» en el que se sentían tan a gusto como un campesino en su casa de piedra cuando llega el invierno, nada tiene de sorprendente que los tripulantes del catamarán no experimentasen la más mínima preocupación por su supervivencia, y si alguna necesidad tenían de pisar tierra, estaba relacionada únicamente con su deseo de encontrar una pista que les condujera a la lejana isla de sus brutales agresores.

Por fin, una de aquellas oscuras noches en las que el «Navegante Mayor» pasaba horas en el mástil, se dejó deslizar ágilmente hasta cubierta para ordenar de inmediato al timonel que pusiera rumbo al norte.

Al mediodía siguiente fue el gordo «oripo» el que se apresuró a anunciar a pleno pulmón que había visto tierra.

A decir verdad no era más que un atolón de poco menos de un kilómetro de diámetro, dominado por una enorme laguna central, pero era al fin y al cabo un lugar en el que hacer reparaciones, atiborrarse de toda clase de frutas, y mejorar por unos días la dieta a base de cangrejos, ostras, pulpos, langostas y pequeños peces de aguas poco profundas.

Pero lo más importante de su estancia en el deshabitado atolón no fue el reposo ni las reparaciones, sino el hecho de que de inmediato advirtieron síntomas de que era aquél un lugar visitado con una cierta frecuencia, lo que indicaba que debía vivir gente a poca distancia.

Tres días más tarde «Miti Matái» decidió reemprender viaje hacia el norte, y en poco más de una jornada avistaron una «auténtica» isla provista de una «auténtica» montaña con «auténticos» habitantes que no se mostraron sin embargo en absoluto felices al ver aparecer una nave que tenía todo el aspecto de venir de muy lejos.

El «Pez Volador» fondeó a tiro de piedra de la costa, abatió palos y velas, hizo sonar la caracola en señal de paz, y envió por último dos parlamentarios que mantuvieron un largo y difícil diálogo con unas gentes de enrevesado lenguaje que presentaban todo el aspecto de desconfiar profundamente de cuantos se aproximaran a sus dominios.

Tenían razones sobradas para ello, puesto que en total apenas superaban el centenar de personas, incluidos ancianos y niños.

Su capacidad de defensa ante un ataque foráneo resultaba por tanto casi nula, y por lo que los tripulantes del catamarán pudieron averiguar más tarde, tales ataques solían tener lugar con harta y desagradable frecuencia.

Los míseros pobladores de «Jailali» — que así aseguraron que se llamaba la isla — no tenían en tales circunstancias más opción que ocultarse en las cuevas de la montaña, donde se veían obligados a aguardar pacientemente a que sus agresores arrasaran con cuanto quisieran.

Cuando se les mostró la piel del salvaje admitieron que en alguna ocasión habían sufrido — muchos años atrás — el asalto de individuos que lucían tatuajes bastante parecidos, pero reconocieron que no podían asegurar si se trataba de la misma gente, y no tenían tampoco la más mínima idea de quiénes eran, ni de dónde provenían.

— Probablemente del oeste — fue cuanto se comprometieron a asegurar —. Todo lo malo llega siempre del oeste.

Puntualizaron, no obstante, que en los últimos tiempos sus pescadores habían avistado — siempre mar adentro — enormes naves que provenían del este, altas como montañas y que exhibían blancas velas que semejaban monstruosas alas de gaviota.

— También nosotros vimos una — puntualizó «Miti Matái» —. Y pese a que era de noche y no se distinguía bien, debo reconocer que jamás imaginé que pudieran construirse piraguas de ese tamaño. ¿Cómo pueden navegar sin balancín y con tanta carga en los palos?

Aquélla era una pregunta que al parecer los hombres de «Jailali» se habían hecho a menudo, por lo que de inmediato se entabló una acalorada discusión de tipo más bien filosófico.

Para los pescadores que las habían visto más de cerca, se trataba de simples naves tripuladas por hombres, mientras que para el Sumo Sacerdote y algunos de los más escépticos navegantes, debía tratarse del «Carro del Dios Tané», que, según las más antiguas tradiciones, un día se haría a la mar para anunciar a los humanos que un nuevo «Gran Diluvio» estaba a punto de producirse.

En ese inmenso carro recogería a los justos, a los que pondría a salvo sobre la cumbre de una montaña el día en que volviera a lucir el arco iris.