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Fuera como fuese, el hecho indiscutible era que existía, lo cual mantenía muy inquietos, por una y otra razón, a unos nativos a los que siempre parecían sobrar razones para sentirse inquietos.

Como a su escaso sentido de la hospitalidad, su enrevesado dialecto, y su falta de colaboración, se unía el hecho evidente de que ni siquiera las muchachas parecían tener interés en establecer relaciones íntimas con los recién llegados, «Miti Matái» llegó muy pronto a la conclusión de que lo único que obtendría en caso de permanecer en la isla era quizá una desagradable sorpresa en forma de inesperada agresión, por lo que en cuanto advirtió que comenzaba a oscurecer, dio orden de hacerse de nuevo a la mar.

Siempre sabía lo que se podía esperar de ese mar, pero no siempre lo que se podía esperar de los hombres.

Once días más tarde apareció ante las proas gemelas un nuevo atolón que apenas se alzaba una decena de metros sobre la superficie de las aguas, y en esta ocasión el concepto del mundo tal como siempre lo habían conocido las gentes de Bora Bora sí que cambió de forma harto notable.

La corriente nordecuatorial sobre la que se deslizaban les empujaba directamente hacia la isla, por lo que si la suerte hubiera querido que se la toparan de noche habrían acabado por naufragar en las traicioneras aristas de sus arrecifes de coral, aunque por fortuna el sol brillaba muy alto cuando apareció de improviso como mágicamente emergida del fondo del océano y «Vahíne Áute» alcanzó a distinguirla a tiempo de dar la voz de alarma para que los remeros tomaran los canaletes y empeñaran todas sus energías en conjurar el manifiesto peligro.

Otros no habían corrido, no obstante, la misma suerte, puesto que cuando bordeaban la costa de sotavento descubrieron de improviso que casi una docena de personas les hacían desesperadas señas desde tierra.

Eran sin duda personas, ¿pero qué clase de personas?

Tapú Tetuanúi jamás olvidaría — al igual que el resto de sus compañeros de aventura — la impresión que le produjeron aquellos míseros náufragos que gritaban y agitaban los brazos, puesto que incluso desde tan lejos se advertía que nada tenían que ver con el resto de los seres humanos que hubieran visto hasta el presente.

Al muchacho le sorprendió en primer lugar que fueran cubiertos de los pies a la cabeza con largas túnicas de múltiples tonalidades, y cuando los observó más de cerca se quedó boquiabierto al advertir que los cabellos de lo que probablemente era una mujer, aparecían de color amarillo, como de paja seca, enmarcando un rostro de piel blanquísima en el que destacaban unos redondos ojos azules que recordaban a los de un ciego.

— ¿Qué es eso? — se horrorizó «Vahíne Tipanié» —. Parecen fantasmas.

Le asistía tanta razón, que incluso el valeroso «Miti Matái» permaneció un largo rato como desconcertado y sin atreverse a ordenar a los remeros que se aproximaran a tierra.

Se mantuvieron por tanto a la expectativa, atemorizados por el aspecto de aquellos seres que se movían agitando al viento sus absurdos vestidos y portando algunos de ellos a la cintura una especie de larguísimos cuchillos que lanzaban destellos al sol, y era todo tan confuso, tan fuera de todo conocimiento y toda lógica, que al fin el «Navegante Mayor» optó por volverse al «Jefe de los Guerreros», como solicitando su opinión o dejando en sus manos la decisión de acudir en ayuda de aquellos desgraciados o continuar hacia el oeste ignorando su presencia.

Fue Vetea Pitó el que indicó con un gesto unos arrecifes que se alzaban como a media milla de distancia, y entre los que a medida que derivaban hacia el norte comenzaban a distinguirse los restos de un enorme navío que había quedado allí atrapado, y que con sus gigantescos palos y su único casco ahora destrozado, les hizo comprender que se trataba de la misteriosa embarcación que les adelantara una oscura noche tanto tiempo atrás.

Nada parecía aprovechable en ella, más que la madera, y la atención de los tripulantes del Marara se volvió de nuevo hacia quienes aullaban en tierra haciendo angustiosos aspavientos, gritando frases incomprensibles, y mostrando, con inequívocos gestos, que tenían la imperiosa necesidad de beber.

— ¡Mala cosa la sed! — masculló al fin «Miti Matái» —. Creo que deberíamos ayudarles.

— Puede ser peligroso — señaló Roonuí-Roonuí no demasiado convencido de sus propias palabras —. Recuerda que lo único que importa es nuestra misión.

— ¡Pero hay niños! — protestó «Vahíne Tiaré» —. No podemos dejar que esas pobres — criaturas mueran de sed.

Había, en efecto, dos niños semidesnudos, y los cabellos de uno de ellos aparecían también muy claros mientras sus ojos recordaban de igual modo los de un ciego.

Aquel detalle pareció decidir al «Navegante Mayor», que hizo un gesto a Tapú Tetuanúi y Chimé de Farepíti.

— Llevadles agua y tratad de averiguar si son hostiles — les apuntó severamente con el dedo —. ¡Y no corráis riesgos inútiles!

Los muchachos se apresuraron a lanzarse al mar para empujar ante ellos una rudimentaria balsa en la que las mujeres habían colocado varias calabazas y una docena de cocos, y a medida que se aproximaba a la playa el corazón de Tapú Tetuanúi comenzó a latir con más y más violencia, como si en lugar de estar a punto de poner el pie en una isla fuese a ponerlo en las mismísimas puertas del infierno.

Dos de los extranjeros se habían introducido en el mar para acudir a recoger la balsa, y en cuanto la dejaron en sus manos regresaron rápidamente a tierra, donde el resto de sus acompañantes se abalanzaron sobre las calabazas y los cocos, bebiendo con tal ansia que resultaba evidente que a punto estaban de perecer, y que sin la milagrosa llegada del catamarán probablemente no hubieran resistido mucho tiempo.

Tapú Tetuanúi y Chimé de Farepíti observaban la escena, incapaces de decidirse a continuar su avance, pero incapaces también de dar media vuelta y regresar a bordo, como si se tratase de simples peces deslumbrados por una luz demasiado brillante.

Al fin, cuando resultó evidente que habían satisfecho sus más perentorias necesidades, los monstruosos seres se volvieron a ellos parloteando lo que en apariencia eran frases de agradecimiento, al tiempo que hacían amistosos gestos para que se aproximaran, dando a entender que no tenían la más mínima intención de hacerles daño.

Los dos muchachos se volvieron al Marara, como pidiendo instrucciones, pues aunque el pánico les impulsaba a escapar, la curiosidad vencía cualquier otro sentimiento, y al fin permitieron que uno de los niños llegara hasta ellos, y tomando al «Gigante de Farepíti» de la mano, le condujera mansamente hacia la playa.

Tapú les siguió, y apenas pusieron los pies sobre la arena las mujeres se arrodillaron besándoles las manos, mientras los hombres les daban afectuosas palmaditas en la espalda intentando hacerse entender en un lenguaje seco, gutural y absolutamente incomprensible.

No obstante, lo primero que llamó la atención a los polinesios fue el descubrir que aquella gente — en especial las mujeres — apestaban a tripas de tiburón, con un hedor profundo y ácido que provenía al parecer de las pesadas vestimentas con las que se cubrían, aunque hubo, eso sí, otras muchas cosas en ellos que les fascinaron al instante, en especial una serie de objetos que se colgaban al pecho y que eran como dos palitos cruzados, de un material tan brillante que lanzaba violentos destellos que casi herían los ojos al reflejar los rayos del sol.

Ni Tapú Tetuanúi, ni Chimé de Farepíti habían visto nunca nada semejante, al igual que ni siquiera habían oído hablar del material con que estaban fabricados los largos y afiladísimos cuchillos que algunos hombres portaban a la cintura.

Para alguien que, como ellos, no había tenido el más mínimo contacto con ninguna clase de metal, se trataba de una experiencia fascinante, ya que una espada toledana se convertía a sus ojos en lo más duro, reluciente y mortífero que existiera sobre la faz de la tierra.