Cruces de oro, espadas de acero y cacerolas de cobre, constituían objetos ajenos a la mentalidad de los nativos de Bora Bora, y el simple hecho de rozarlos con la punta de los dedos les produjo la misma sensación que hubieran experimentado de haber conseguido tocar de improviso las estrellas.
Al advertir su asombro y desconcierto, uno de los hombres — tan barbudo que apenas se le distinguían en el rostro más que los ojos — les colocó sobre la palma de la mano pequeñas piedras amarillas, planas y redondas, y sobre las que podía distinguirse con toda nitidez un rostro humano y extraños signos, y al contemplarlas Tapú Tetuanúi abrigó la casi absoluta seguridad de que le habían hecho donación de un mágico talismán que abría todas las puertas.
¿Pero cómo era posible que unos seres que poseían objetos tan fascinantes, cuchillos tan mortíferos y vestidos tan prodigiosos, pudiesen estarse muriendo de sed en un perdido islote en mitad del océano?
¿Y cómo era posible que tales semidioses apestaran de forma tan hedionda?
Tapú Tetuanúi se sentía totalmente aturdido, y otro tanto le ocurría a Chimé de Farepíti, y era el suyo un desconcierto comprensible si se tiene en cuenta el hecho de que jamás, en miles de años de historia, ningún miembro de su raza se había enfrentado con anterioridad a seres humanos llegados del otro extremo del planeta.
No podían ni tan siquiera imaginarlo, pero la suerte había querido que el Marara fuese a encontrar en su largo camino a los supervivientes del San Juan Nepomuceno, un pesado galeón que habiendo zarpado del Perú en la primavera de 1663 rumbo a Manila, jamás llegará — como tantos otros que siguieron idéntica ruta — a su destino en las Filipinas.
La compasión venció al temor, visto sobre todo que aquella pobre gente más parecían cadáveres ambulantes que agresivos piratas, por lo que al fin el catamarán se aproximó a la playa, y las «Pahí-Vahínes» pudieron dar rienda suelta a sus sentimientos atendiendo a unos pobres desgraciados que ofrecían todo el aspecto de tener ya un pie en la tumba.
De hecho, un extremo de la playa aparecía sembrado de sencillas tumbas sobre las que habían clavado dos palos en forma de cruz, y en una especie de choza que habían alzado con algunos restos del naufragio, una mujer y dos hombres agonizaban.
Debía hacer más de un mes que el San Juan Nepomuceno había topado en plena noche con aquel islote perdido en mitad del océano, y en verdad que había navegado con mala estrella, pues podría creerse que no existía a todo lo largo y lo ancho del Pacífico un lugar más desolado y sin recursos para la supervivencia.
Arenas, rocas y matojos era cuanto ofrecía, amén de arrecifes de coral capaces de rajar un grueso casco de madera como si se tratara de una simple hoja de platanera, pero muy pronto los hombres y mujeres del «Pez Volador» descubrieron, espantados, que en aquel perdido atolón de la Micronesia proliferaban por millones unos odiados enemigos…
¡Piojos!
Aquellos semidioses, dueños de infinidad de objetos maravillosos que aparecían regados por todas partes, dueños también de pedazos de sol con rostro humano que regalaban como quien regala una concha marina, y dueños de gigantescas velas fabricadas con la más resistente, flexible y sorprendente «tapa»[8] que nadie hubiese imaginado, se encontraban no obstante invadidos por pulgas, chinches, piojos y una feroz sarna que les dibujaba túneles bajo la piel, y que les obligaba a rascarse desaforadamente a todas horas del día y de la noche.
Estaban tan sucios pese a tener el mar tan cerca, que resultaba de todo punto inconcebible que prefirieran mantenerse dentro de aquellas pesadas y calurosas vestimentas a introducirse en el agua y refrescarse librándose al propio tiempo de tanta mugre y tanto parásito, por lo que en cuanto advirtió el estado en que se encontraban, «Miti Matái» dio orden de que no se les permitiera aproximarse bajo ningún concepto al Marara, que hizo fondear a un centenar de metros de la costa manteniendo siempre una guardia de seis hombres a bordo.
— ¡Alejaos de ellos! — fue su perentoria orden —. Si permitimos que nos transmitan sus piojos, el resto del viaje se convertirá en un infierno.
¿Pero cómo evitar que alguno de aquellos millones de parásitos les asaltase, y cómo librarse de ellos si en aquel perdido islote no existía la planta de la que las mujeres extraían la savia que los aniquilaba?
Causaba espanto advertir cómo aquellas hediondas gentes convivían con la más inconcebible miseria corporal sin hacer el más mínimo esfuerzo por librarse de ella, como si se tratara de simples animales que no tuviesen la suficiente capacidad de raciocinio como para comprender que la existencia diaria resultaba mucho más agradable sin verse obligados a rascarse a todas horas, y sin tener que soportar una pestilencia que casi obligaba a vomitar.
Un viejo cerco de sudor agrio se les concentraba en las telas a la altura de las axilas, y se podría asegurar sin miedo a equivocarse que cada costura de esas telas se había convertido en nido de liendres, al igual que lo eran unos largos cabellos que parecían no haber sido lavados en meses y aun en años.
Pero todo ello, con ser malo, pasó a un segundo lugar cuando a las pocas horas de haber puesto el pie en la isla, los asombrados polinesios descubrieron estupefactos, que amén de lo anterior, los extranjeros habían traído consigo una ingente cantidad de repelentes roedores de casi medio metro de largo y aire agresivo, que solían aprovechar la oscuridad de la noche para lanzarse en manada sobre los alimentos que acababan de desembarcar.
— «Ratas» — fue la primera palabra que aprendieron de los desconocidos semidioses — y fue en verdad una palabra odiosa que les obligaba a estremecerse.
Habían surgido del casco varado en el arrecife, nadando hasta la costa para adueñarse al instante de la isla, y cuando en la oscuridad sus ojos brillaban reflejando el fuego de las hogueras, obligaban a pensar en seres demoníacos, capaces, si el hambre les acuciaba, de lanzarse al unísono sobre cualquier ser viviente y destrozarle.
Tanto «Miti Matái» como Roonuí-Roonuí coincidieron en señalar que no se podía consentir que unos seres humanos en semejantes condiciones les acompañasen en su larga travesía, por lo que se planteó de inmediato el dilema de abandonarlos a su suerte, conscientes de que no conseguirían sobrevivir en la isla, o proporcionarles su propio medio de transporte confiando en que supieran encontrar el camino de vuelta a sus hogares.
Por fortuna, habían descubierto entre los arrecifes una especie de pequeña embarcación desfondada que debía servir de lancha auxiliar del buque naufragado, y el carpintero del Marara fue de la opinión de que con un poco de suerte estaría en condiciones de repararla utilizando para ello la gran cantidad de excelente madera del casco del galeón.
Le había sorprendido, no obstante, que las junturas de ambas naves no estuvieran «cosidas» al estilo polinesio, sino que se mantuvieran unidas entre sí por medio de «largas agujas» de un durísimo material semejante al parecer al de los cuchillos, las cruces o las monedas que con tanta generosidad les habían regalado.
— No cabe duda de que con ese sistema se facilita mucho la tarea, y las uniones resultan más firmes — admitió el carpintero —. Pero no tengo ni la menor idea de cómo se las ingenian para introducirlas tan profundamente en la madera.
Al día siguiente, el propio «Miti Matái» se esforzó por explicar por gestos al más anciano de los náufragos que su única esperanza de salvación se centraba en la recuperación de la lancha, pese a que el otro insistía una y otra vez en trasladarse — junto a su gente — a bordo del Marara.
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Tejido típico polinesio fabricado preferentemente a base de corteza de «бrbol del pan», alisada, mojada y batida hasta convertirla en finas lбminas con las que se confeccionan largos ponchos. (N. del A.)