La decisión del «Navegante Mayor» — que negaba una y otra vez con la cabeza — acabó por obligarle a aceptar la solución propuesta, por lo que al mediodía, españoles y polinesios unieron sus esfuerzos con el fin de arrastrar lo que quedaba del bote hasta la playa.
Era una fuerte chalupa de unos siete metros de eslora por dos de manga, provista de un corto mástil al que podría adaptar uno de los foques del galeón, y aunque se encontraba en bastante mal estado a causa de las afiladas puntas de los corales, resultaba evidente que no constituiría empresa imposible ponerla de nuevo a flote.
Cuando uno de los niños apareció con un martillo y un serrucho mostrándole al asombrado carpintero cómo se manejaban, éste quedó tan maravillado, que durante más de tres horas no hizo otra cosa que serrar tablones y repartir martillazos.
Sin embargo, el choque de las mujeres de Bora Bora con los objetos metálicos y de cristal fue mucho más impactante, puesto que el hecho de descubrir que existían cuchillos que cortaban casi sin presionar, cacerolas que podían colocarse directamente sobre el fuego y espejos en los que reflejarse, las fascinó a tal punto que cabía imaginar que ya su vida giraría eternamente en torno a tales cuchillos, espejos y cacerolas, que por fortuna para ellas abundaban en los restos del galeón y entre los arrecifes de las proximidades.
Para el joven Tapú Tetuanúi la auténtica revelación fue una ballesta.
El día que observó cómo uno de aquellos hombres malolientes, montaba una pesada ballesta, le ajustaba una flecha y atravesaba con ella un grueso madero colocado a más de treinta pasos de distancia, llegó a la conclusión de que acababa de ser testigo del más extraordinario milagro que pudiera tener lugar sobre la tierra.
Que un pesado dardo con punta de metal fuese capaz de cruzar el aire más rápido que la vista para impactar con tal violencia que hubiera sido capaz de matar a dos hombres a la vez, era cosa que tan sólo podía atribuirse a la inconcebible magia de unos seres que, pese a sus miserias, deberían provenir a buen seguro de algún lugar situado más allá de las más lejanas estrellas.
No obstante, cuando por gestos se les preguntaba de dónde venían, nunca miraban al cielo, sino que tomando un coco se limitaban a marcar un punto, indicando al parecer que era allí donde estaban ahora, para hacerlo girar y señalar el lado opuesto, en un absurdo y ridículo intento de invitarles a creer que la Tierra era redonda y ellos habían nacido al otro lado.
— ¿Por qué dicen eso? — quiso saber Vetea Pitó, que no concebía las razones de tal engaño —. Nadie admitirá que viven en un coco por grande que sea.
— Quizá lo hagan por la misma razón por la que nosotros no queremos confesar que provenimos de Bora Bora — le hizo notar «Miti Matái» —. Su isla, o su estrella, si es que provienen de una estrella, debe haber quedado desguarnecida y no desean que nadie pueda averiguar dónde se encuentra.
— ¿Quién podría subir a una estrella si es que viven en una de ellas? — argumentó el «oripo» —. ¿O quién soñaría con llegar a una isla tan lejana?
— Lo ignoro — admitió con humildad el «Navegante Mayor» —. Pero no debemos descartar que exista más gente de su especie que también disponga de barcos enormes con los que llegar a todas partes. — Se encogió de hombros admitiendo su ignorancia —. Tal vez sea de ellos de quienes tratan de ocultarse.
— ¿Crees que son dioses?
— No entiendo mucho de dioses — fue la respuesta —. Únicamente el «tahúa» estaría capacitado para decidir si lo son o no, pero por desgracia a los Sumos Sacerdotes no suele gustarles pronunciarse sobre casi nada. Nunca conocí a ninguno que dijera lo que realmente piensa.
— ¿Y tú qué piensas?
El capitán del Marara meditó largo rato, como si él mismo tratara de convencerse de algo que no tenía muy claro, y por último, puntualizó:
— Creo que en muchas cosas son superiores a nosotros, pero en otras muchas, también, notablemente inferiores. — Hizo un amplio gesto a su alrededor señalando la isla —. Si no hubiéramos llegado tan a tiempo, ya estarían muertos, y eso demuestra que son humanos.
— ¿Y todo lo que tienen?
— Sólo son cosas.
— Se han adueñado del sol y de la luna. — Chimé de Farepíti mostró la brillante moneda de oro que le habían regalado —. ¿Acaso no es esto un pedazo de sol, y no está hecho de luna ese cuchillo?
— Puede que se trate de trozos de luna y sol que cayeron sobre su isla — aventuró «Miti Matái» —. Los recogieron y los convirtieron en cuchillos y cacerolas.
Tenía todos los visos de ser una hipótesis bastante razonable, teniendo en cuenta, además, que el «oripo» registraba en su memoria el curioso acontecimiento — ocurrido generaciones atrás — de la caída de un enorme pedazo de sol que alzó enormes nubes de vapor en el momento de impactar contra el océano muy cerca de Bora Bora.
— Tal vez si hubiese chocado directamente contra la isla, a estas alturas también nosotros tendríamos cuchillos y cacerolas — argumentó el cada día más seboso gordinflón.
— O tal vez la hubiera destruido — puntualizó irónicamente Roonuí-Roonuí —. Estoy de acuerdo con «Miti Matái», y creo que no tienen nada de dioses. Son simple gente, y gente muy sucia. Lo único que debemos hacer es ayudarles y seguir nuestro camino.
Decidieron por tanto de común acuerdo que así lo harían, pero resultaba evidente que por muy mugrientos y apestosos que se les antojasen, los pasajeros del San Juan Nepomuceno ejercían una irresistible fascinación sobre los tripulantes del Marara.
Y viceversa.
Se trataba de dos culturas que muy poco tenían en común, pero que habían coincidido en el limitadísimo espacio de un desolado islote de Micronesia, y al igual que los nativos se asombraban ante los adelantos de los españoles, éstos no podían dejar de admirar la sorprendente capacidad de adaptarse a un medio tan hostil, de sus «salvajes» amigos.
Lo que para ellos no había sido más que un desierto de arena y roca en el que ir pereciendo uno tras otro, aquellos primitivos seres semidesnudos lo convertían con absoluta naturalidad en un lugar casi paradisíaco merced a su desconcertante habilidad a la hora de aprovechar recursos.
Durante días y semanas los españoles habían padecido el insoportable tormento de la sed, que se había llevado a la tumba a muchos de sus compañeros y sin embargo, las gentes del «Pez Volador» les demostraron, en el simple transcurso de una noche, que habían tenido al alcance de la mano agua suficiente para mantener con vida a una población cuatro veces superior.
La sencilla solución consistía en levantarse una hora antes del amanecer, e ir sacudiendo en el interior de una gran calabaza los millones de gotas de rocío que el relente de la noche había ido depositando sobre las hojas de los arbustos, sin dar tiempo a los primeros rayos del sol a evaporarlas.
Si aun así ese agua no bastaba, la segunda opción era pescar cualquiera de los millones de peces que pululaban entre los arrecifes, prensarlos entre dos piedras y recoger el líquido que soltaban, que aunque amargo y poco apetecible, bastaba no obstante para calmar la sed en momentos de apuro.
Luego, el resto de ese pez se empapaba bien de agua de mar y se asaba a fuego muy lento, con lo que no había perdido apenas, ni su primitiva textura, ni su característico sabor.
Dada la riqueza del océano que les rodeaba y la abundancia de «miki-mikis», unos achaparrados arbustos de hojas lanceoladas que crecían casi sobre el mar, no sólo el pasaje del San Juan Nepomuceno, sino incluso el de toda una escuadra, habría conseguido sobrevivir allí durante meses, por lo que al habilidoso Tapú Tetuanúi le resultaba de todo punto incomprensible que unos seres a los que instintivamente continuaba considerando superiores, pudieran resultar, no obstante, tan ineptos y vulnerables frente a lo que no se le antojaban más que sencillos avatares de la subsistencia cotidiana.