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Le desconcertaba, sobre todo, el miedo que emanaba de cada poro de su cuerpo, y que no parecía responder al hecho de que no hubiesen conseguido reponerse aún de los horrores del naufragio, sino más bien una especie de íntimo convencimiento de que jamás conseguirían regresar a sus lejanísimos hogares del otro extremo del planeta.

Europeos en su mayoría — aunque había también una mujer y un niño nacidos ya en las colonias — los pasajeros del San Juan Nepomuceno sabían que se encontraban casi en las antípodas de su lugar de origen, a miles de millas de Manila, que seguía siendo el único lugar mínimamente «civilizado» de aquella parte del mundo, y donde ni siquiera tenían noticias de su posible arribada.

Desde el momento en que zarparon del Perú tenían plena conciencia de que no dependían más que de sí mismos, y que si el mar se los tragaba pasarían años antes de que sus parientes comenzasen a preocuparse por su ausencia.

Estaba previsto que desde Manila el galeón continuase viaje a Sevilla bordeando África y el Cabo de Buena Esperanza, aunque lo más probable sería que tampoco en Sevilla tuviesen puntual información de si habían partido o no del puerto de El Callao.

¿Cómo no estar asustados, si sus vidas dependían de un puñado de «salvajes» que se mantenían a distancia y ni siquiera les permitían poner los pies en su nave?

Por lo que los nativos les habían dado a entender, su intención era repararles la chalupa para que pudiesen continuar viaje en ella, y no cabía por menos que preguntarse qué remotas posibilidades tenían de llegar a Filipinas en tan frágil embarcación si incluso las burdas cartas marinas de que disponían en un principio habían ido a parar al fondo del océano.

Su miedo se hallaba por tanto plenamente justificado, aunque muy alejado de la capacidad de comprensión de aquellos que, como Tapú Tetuanúi, consideraban el islote y su entorno un «hábitat» casi idóneo para la supervivencia.

El muchacho comprendía, no obstante, que tuviesen un lógico deseo de volver a sus casas — tal como lo tenía él mismo en muchos malos momentos — y hubiese dado cualquier cosa por entender su complicado lenguaje con el fin de darles ánimos inculcándoles el convencimiento de que en cuanto el carpintero hubiese concluido la reparación de la chalupa dotándola de un balancín lateral y una hermosa vela, estarían en condiciones de navegar hasta el mismísimo confín del universo.

Pero aparte de «ratas», «oro», «espada» y «cacerola», muy pocas palabras más le resultaban comprensibles, aunque hubo una que, muy pronto, vino a amargarle de modo harto notable la existencia.

La aprendió el día en que Vetea Pitó surgió del agua asegurando que había descubierto un enorme pedazo de sol brillando en el fondo del arrecife, justo en el punto en el que el galeón se partiera en dos, y cuando trasladaron allí el Marara y con sumo esfuerzo consiguieron extraer del agua el pesado objeto de extraño aspecto, todos los presentes quedaron estupefactos en el momento en que el grueso badajo que colgaba en su interior golpeó contra las relucientes paredes.

El primer tañido casi dejó sordos a unos seres que jamás habían escuchado el sonido de un instrumento metálico cuyas notas eran cien veces más potentes que las de la más gigantesca caracola.

¡«Campana»!

¡Qué palabra tan nefasta!

La campana del San Juan Nepomuceno se convirtió de inmediato en el objeto más prodigioso que los tripulantes del catamarán hubiesen admirado nunca, puesto que aparte de ser sin ninguna clase de dudas el mayor pedazo de metal que habían visto, tenía la virtud de producir las más hermosas notas que cupiera imaginar.

Esa noche nadie consiguió pegar ojo en la isla.

Siempre había alguien, incluido el circunspecto Roonuí-Roonuí o las tres deslumbradas «Vahínes», que no pudiese resistir la tentación de agitar repetidamente el badajo, hasta el punto de que llegó un momento en que el «Navegante Mayor» tuvo que echar mano de toda su autoridad para evitar que más de uno acabara volviéndose loco.

En especial Vetea Pitó no cabía en sí de gozo, ya que, en buena lógica, la campana era suya, y tanto Tapú Tetuanúi como el bueno de Chimé de Farepíti advirtieron que el corazón se les encogía cuando el buceador señaló en voz alta que en cuanto regresara a Bora Bora la colgaría a la puerta de su casa para que la hermosa Maiana la pudiera tocar a todas horas.

La suerte estaba echada.

¿Quién podría competir por el amor de una mujer, cuando lo que ofrecía su rival era un gigantesco pedazo de sol que además cantaba?

Por unas horas Tapú Tetuanúi odió con todas sus fuerzas a los apestosos seres capaces de adueñarse del sol y de la luna.

La siempre solícita «Vahíne Tiaré» pareció comprender su angustia y acudió a consolarle, aunque escaso era el consuelo que podía proporcionarle, y pobres los argumentos con los que levantarle el ánimo.

— Tal vez a Maiana no le guste — fue cuanto se le ocurrió decir.

El desconsolado muchacho la observó de medio lado y sin necesidad de abrir los labios le hizo comprender la magnitud de semejante estupidez.

— ¡Está bien! — admitió la otra —. Seguro que le gusta, pero tú puedes ofrecerle otras muchas cosas: «cacerolas», «espadas», «espejos»…

— Vetea Pitó le ofrecerá «cacerolas», «espadas», «espejos», y además… una «campana». ¡La única que existe!

De momento, y visto que los malolientes extranjeros no parecían experimentar el más mínimo interés por recuperar tan prodigioso tesoro, la campana quedó colgando del palo de popa del «Pez Volador», aunque su capitán se vio obligado a puntualizar que nadie tenía derecho a tocarla más de tres veces al día, y siempre a horas en las que no alteraran el descanso de los restantes miembros del pasaje.

Mientras tanto, en tierra, la reparación de la falúa continuaba a buen ritmo, y el carpintero — que había sido elegido entre los discípulos predilectos de Tevé Salmón — consideró de magnífico augurio el hecho de que el día en que al fin se disponía a botarla comenzara a llover a cántaros.

Fue una hermosa jornada de bailes, cantos y rezos, en el que hasta el más pequeño de los niños se afanó recogiendo agua en cuanto recipiente resultaba apto para contenerla.

Ese agua, y el hecho de que desde el momento en que se puso a flote la chalupa provista ahora de un largo balancín demostrara ser una embarcación segura y fiable, pareció serenar los ánimos de los españoles, contribuyendo a espantar a la mayoría de sus más terroríficos fantasmas.

La sed y la incapacidad de abandonar aquel árido pedazo de tierra les había mantenido hasta el presente como agarrotados, por lo que descubrir que tenían agua dulce más que suficiente y disponían de una razonable embarcación, les tranquilizó al punto de comenzar a pensar seriamente en la partida.

Era muy poco lo que estaban en condiciones de llevarse, visto que era muy escaso el espacio del que disponían, por lo que no dudaron a la hora de regalar a sus nuevos amigos cientos de objetos que les resultaban inservibles, incluidos tres juegos de soberbias velas de fuerte lona, que era sin sombra de duda lo que más llamaba la atención de «Miti Matái».

Aquel flexible aparejo de tan escaso peso y fácil maniobrabilidad le permitiría aumentar sensiblemente la altura de los palos apresando una cantidad de viento como jamás soñara anteriormente ningún «Navegante Mayor» de Bora Bora.

El Marara se convertiría a partir de aquel instante en la nave más veloz que hubiera surcado jamás la Micronesia, y tras cerciorarse de que no llevaban a bordo ratas, pulgas, chinches o piojos, los satisfechos polinesios dijeron adiós a los malolientes náufragos españoles para poner proa, una vez más, a mar abierto.