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— ¡Al fin una isla alta! — exclamó «Miti Matái» catorce días más tarde.

— ¿Dónde? — se sorprendió el desconcertado Tapú Tetuanúi, cuya magnífica vista no distinguía más que la monotonía de un mar y un cielo uniformemente azules salpicados en el horizonte por pequeñas nubes blancas.

Su maestro le indicó con gesto desganado una de aquellas lejanas nubes que se encontraba situada a la altura de la amura de babor.

— Allí.

— ¡Pues yo no veo más que una nube! — protestó el muchacho.

El «Navegante Mayor» le dedicó una larga mirada de reconvención.

— ¿Te has fijado bien en ella? — inquirió.

El otro aguzó la vista, se esforzó estrujándose el cerebro para tratar de diferenciarla de cualquier otra nube de este mundo, y por último negó convencido.

— No noto ninguna diferencia — confesó.

— No la notas, porque no te has fijado en ella — fue la respuesta —. Pero si hubieras estado atento, te habrías dado cuenta de que a pesar de que sopla una ligera brisa del nordeste, esa nube lleva en el mismo lugar mucho rato, lo cual indica que algo le impide avanzar… — Le dio un cariñoso coscorrón que le obligó a rascarse, más dolido por su estupidez que por el golpe —. ¿Y qué es lo que puede impedir el avance de una nube en pleno mar?

— Una isla — admitió Tapú Tetuanúi con el tono de quien reconoce su profunda ignorancia.

— Y una isla de por lo menos ochocientos metros de altura — le observó de nuevo —. ¿Qué conclusión sacas de todo ello?

— ¿Conclusión? — repitió —. ¿A qué tipo de conclusión te refieres?

— Al tipo de isla. ¿Qué clase de isla debe ser?

— Una isla de más de ochocientos metros de altura.

— ¡Eso ya lo he dicho yo! — le propinó un nuevo coscorrón —. ¿Qué más?

Resultaba desesperante, y si no se considerara tan hombre y hubiese pasado ya por tantas vicisitudes, a Tapú Tetuanúi se le hubieran saltado de nuevo las lágrimas ante la impotencia que experimentaba al no conseguir hallar respuesta alguna a las preguntas de aquel a quien tanto admiraba.

— No se me ocurre nada — admitió al fin.

— Lo suponía — fue el socarrón comentario —. Se trata de un volcán.

— ¿Cómo lo sabes?

— Piensa.

El pobre chico podría haberse pasado cuatro días pensando, pero a no ser que hubiese distinguido un penacho de humo sobresaliendo de la nube, no hubiera conseguido establecer por qué demonios la isla que se escondía bajo aquella pequeña nube — si es que en verdad se escondía alguna — tenía que ser volcánica.

Cuando al cabo de un rato el capitán del Marara, llegó a la conclusión de que su torpe alumno se mantenía en la inopia, se armó una vez más de paciencia y señaló:

— Una isla «normal», que alcanzase los ochocientos metros de altura sobre el nivel del mar necesitaría una base muy amplia ya que tendría que ir ascendiendo paulatinamente desde el fondo del océano, que aquí tiene miles de brazas de profundidad. — Hizo una corta pausa para que captara bien lo que quería decirle —. Y de ser así, ya tendríamos que estar navegando sobre la parte sumergida de esa base, con lo que habríamos advertido un cambio en el color y el movimiento del agua. — Abrió las manos queriendo demostrar que el razonamiento era en realidad muy simple —. Como aún no hemos notado nada, debemos entender que la base de la isla es relativamente pequeña, lo que constituye un síntoma inequívoco de que surgió del fondo a causa de una violenta erupción. Se trata, por tanto, de un volcán que se hunde abruptamente.

¡La madre que te parió!

Tapú se libró muy mucho de dejar escapar la expresión en voz alta, pero no pudo evitar exclamarlo para sus adentros al tiempo que apretaba con rabia los dientes, puesto que resultaba del todo punto descorazonador caer en la cuenta una vez más de que no era más que un pobre imbécil cuya ignorancia tan sólo resultaba comparable a su petulancia al imaginar que alguien se atrevería a concederle algún día el título de «Gran Navegante».

Y lo peor de todo, lo más desesperante y que acababa por sacarle de quicio obligándole a dar vueltas más tarde en la cama llamándose imbécil una y otra vez, se centraba en el hecho indiscutible de que todo cuanto «Miti Matái» solía explicarle respondía a una sencilla lógica, aunque se tratase de una lógica que exigía, eso sí, una gran experiencia y una casi inhumana capacidad de observación.

¿Cómo podía un ser «normal» caer en la cuenta de que entre las incontables nubes que se deslizaban por el horizonte había una en concreto que llevaba largo rato detenida en el mismo punto?

¿Y cómo podía un ser «normal» darse cuenta de que la profundidad y el movimiento del mar bajo la nave no habían sufrido alteraciones?

¡Era cosa de brujos!

O era más bien cosa de «magia»; la magia que permitió a los antiguos navegantes polinesios convertirse en los dueños absolutos de una tercera parte del planeta.

La circunferencia de ese planeta en torno al ecuador es de trescientos sesenta grados, y de esos trescientos sesenta grados, exactamente ciento veinte corresponden a la distancia que separa las costas de Nueva Guinea del Perú.

Los polinesios reinaron por tanto sobre un tercio del mundo, y lo hicieron por medio de aquella «magia» que tanto obsesionaba a un Tapú Tetuanúi, que soñaba con convertirse también él en un «brujo», que al igual que el fabuloso «Miti Matái» supiese descubrir islas ocultas tras las nubes, adivinar de qué clase de isla se trataba, o captar en el rumor de una ola que le susurraba al oído que existía tierra a setenta millas de distancia.

Pero pese a que aquella supuesta isla se encontrase a menos de esas setenta millas, el capitán del Marara no ordenó poner proa hacia ella, sino que prefirió seguir el mismo rumbo, hasta sobrepasarla por el norte.

Sólo entonces, y a punto ya de oscurecer, giró noventa grados y permitió que el viento los tomara por popa.

Sobre la medianoche hizo arriar unas velas que sólo se izaron nuevamente cuando faltaban menos de dos horas para el amanecer, por lo que la primera claridad les sorprendió a menos de media milla de lo que era en verdad un cono volcánico que parecía emerger abruptamente de las profundidades del océano, con laderas cortadas a cuchillo sobre el mar, excepto en la costa de sotavento, en la que se abría una abrigada playa de arena muy negra protegida por un pequeño promontorio que se adentraba como un sucio dedo de grandes rocas en el azul océano.

El sol rozaba todavía el horizonte cuando ya habían circunnavegado la isla en todo su perímetro, cerciorándose de que no se distinguían grandes catamaranes que indicasen que desde allí habían partido sus salvajes atacantes, y pronto pudieron darse cuanta de que ni siquiera se encontraba habitada por gente marinera, puesto que curiosamente las viviendas no se alzaban junto al agua, sino que se ocultaban en el interior de la espesura, fuera del alcance de la mirada de los extraños.

«Miti Matái» maniobró con habilidad hasta aproximarse a unos cien metros de la negra playa, aunque manteniendo siempre la proa cara al océano y todos los hombres en los remos por si se hacía necesario emprender de improviso una rápida huida.

A la media hora escasa se demostró una vez más que su instinto no solía fallarle, visto que poco a poco fueron surgiendo de la espesura hasta medio centenar de guerreros fuertemente armados que comenzaron a aullar blandiendo amenazadoramente sus lanzas con la aparente intención de obligarles a alejarse de aquellas aguas, y resultó inútil que desde la embarcación indicaran por gestos que venían en son de paz, se hiciera resonar infinidad de veces la caracola, e incluso — como postrer recurso — se repicara con violencia la campana.