Lo único que se obtuvo por este último procedimiento fue que durante unos minutos los hostiles nativos permaneciesen como atontados, para lanzar de inmediato sobre la nave una auténtica lluvia de piedras y alguna que otra lanza que no alcanzaron, por fortuna, su objetivo.
— ¿Qué hacemos ahora? — inquirió «Vahíne Áute» —. Por lo visto no quieren saber nada de nosotros.
— Eso está claro — admitió «Miti Matái» —. Pero lo que también está claro es que no tienen nada que ver con los salvajes que nos atacaron. Son más oscuros y sus tatuajes parecen muy simples.
Efectivamente, por lo que se distinguía a aquella distancia, los furibundos guerreros apenas mostraban más que suaves tatuajes azulados en brazos y piernas, que poco o nada tenían en común con los recargados y casi geométricos dibujos de «la bestia».
Tras una paciente espera en la que resultó evidente que bajo ningún concepto se les permitiría desembarcar en la isla, el «Navegante Mayor» tomó una decisión, y ordenando que trajeran la piel humana que guardaba en un cesto, la hizo extender sobre dos palos cruzados.
— Necesito un voluntario que la lleve hasta el promontorio y la clave entre las rocas — pidió.
— ¡Iré yo! — se ofreció de inmediato Roonuí-Roonuí —. Es mi obligación.
— No — le atajó secamente «Miti Matái» —. Tú eres el jefe de los guerreros y tu obligación es dirigirles en la batalla. — Hizo un gesto a un mozarrón que había alzado también la mano —. Ve con cuidado — pidió —. Y si se aproximan demasiado, vuelve.
El aludido se introdujo en el agua tomando la piel como si se tratara de un estandarte, nadó manteniéndola en alto para que los de tierra pudieran observarla, llegó al punto indicado sin que los guerreros le acosasen, clavó la estaca entre dos rocas, y regresó de inmediato.
Los nativos tardaron en aproximarse a la piel, pero cuando al fin lo hicieron su primera reacción fue de incontenible alegría, pasando de inmediato a gritarle mil incomprensibles insultos para acabar escupiéndole con rabia.
Al poco se reunieron en conciliábulo y llegaron sin duda a la conclusión que el capitán del Marara había supuesto que llegarían: alguien que llevaba a bordo la piel de un enemigo, tenía que ser considerado amigo.
Uno tras otro los guerreros se fueron retirando en silencio para tomar asiento bajo los cocoteros de la playa, hasta que junto a la piel tan sólo quedó el que parecía ser su jefe y que se encontraba visiblemente desarmado.
Sólo entonces hizo gestos a los del catamarán para que se aproximaran.
En esta ocasión Roonuí-Roonuí no permitió que nadie ocupara su puesto, y lanzándose al agua nadó con vigorosas brazadas hasta el punto en el que el otro aguardaba.
La conversación fue larga y sobre todo laboriosa, puesto que el dialecto de aquellas primitivas gentes se diferenciaba notablemente del de los habitantes del Pacífico Sur, aunque conservaran las suficientes palabras comunes como para hacer posible un sencillo intercambio de ideas.
Roonuí-Roonuí explicó la razón del viaje del Marara y el deseo de venganza que anidaba en el corazón de cuantos iban a bordo, y su interlocutor consiguió de igual modo hacerle entender que los hombres que lucían tan horrendos tatuajes habían sido desde siempre sus más encarnizados enemigos, crueles asesinos que cada seis o siete años les asaltaban por sorpresa, llevándose a sus mujeres y a sus hijos y degollando sin compasión a quien trataba de oponérseles.
Los conocían por el apelativo de «Te-Onó» («Barracudas»), porque al igual que dicho pez, atacaban siempre en manada, a traición, y sin ningún tipo de compasión ni aun para con los más débiles. Añadió también que en determinadas ceremonias practicaban el canibalismo aunque más como rito religioso que por auténtica necesidad de alimentarse.
Cuando Roonuí-Roonuí quiso saber dónde se encontraba su isla, el otro respondió que poco más de veinte días de navegación hacia el sudoeste, en un punto que personalmente no se sentía capaz de determinar con exactitud, aunque de inmediato puntualizó que quien sí sabría hacerlo sería su «Navegante Mayor» que sin lugar a dudas estaría encantado de mostrarle al capitán del Marara el «Avei'á» que debía seguir para encontrar a tan odiados enemigos.
Se llegó por tanto al acuerdo de que Roonuí-Roonuí permaneciese en tierra en calidad de rehén, mientras el «Navegante Mayor» de la isla embarcaba en el catamarán, para pasar la noche en alta mar indicándole a «Miti Matái» el rumbo que debía seguir para conseguir arribar sin pérdida posible a las costas de los sanguinarios «Te-Onó».
Tapú Tetuanúi fue testigo de primera fila durante la larga conversación que mantuvieron los dos pilotos, y pese a que desde un primer momento resultó evidente que los limitados recursos del indígena, poco o nada tenían que ver con los vastísimos conocimientos astronómicos de «Miti Matái», el buen hombre sabía lo suficiente como para que su colaboración resultase a la postre inestimable.
El principal problema se circunscribía al hecho de que, por lógica, los nombres de las estrellas y constelaciones no coincidían en ambos dialectos, por lo que los dos hombres tuvieron que pasarse desde el oscurecer al alba marcando puntos en el cielo e intercambiándose información sobre los distintos «Avei'á» que se podían elegir para llegar sin pérdida posible a su destino.
Sin embargo, cuando ya a plena luz del día retornaron a la negra playa, el capitán del Marara, parecía tener muy claro hacia adónde tenía que dirigirse, y cómo era en líneas generales la isla que encontrarían al llegar.
Roonuí-Roonuí le sorprendió no obstante con la noticia de que cuatro guerreros locales a los que los «Te-Onó» habían diezmado a sus familiares tiempo atrás, solicitaban unirse a la expedición, para lo cual, amén de sus armas y su capacidad de lucha, aportarían una pequeña canoa que el catamarán podría llevar a remolque, así como abundante provisión de carne y frutas frescas.
«Miti Matái» aceptó la propuesta, no sólo por el hecho de que tenía conciencia de que la fruta resultaba imprescindible si no quería que la tripulación comenzara a debilitarse por culpa de una dieta limitada desde hacía demasiado tiempo en exclusiva al pescado, sino en especial porque consideró que aquella embarcación auxiliar sería muy útil a la hora de aproximarse sigilosamente a una isla enemiga.
Como los cuatro guerreros se comprometían a regresar por su cuenta en el momento mismo en que la acción hubiera finalizado, el resto del día se dedicó a la tarea de cargar víveres, por lo que — en cuanto las primeras estrellas hicieron su aparición — el «Navegante Mayor» se encontraba en disposición de elegir aquellas que habrían de conducirle hasta las playas de los aborrecidos «Te-Onó».
A pesar de que el mapa celeste fuese distinto, y lo fueran también el nombre de las constelaciones, su infalible instinto y su ilimitada capacidad de observación le habían permitido hacerse ya una clara idea de cómo era el mundo en el temido «Quinto Círculo» y cómo tenía que comandar su embarcación para no errar el camino.
Por su parte, los miembros de su tripulación se sentían cada vez más excitados, puesto que habían pasado once meses desde la terrible noche en que Bora Bora fuera saqueada, y por primera vez todo parecía indicar que el día de la ansiada venganza estaba cerca.
Los hombres afilaban una y otra vez sus armas, las «Pahí-Vahínes» ofrecían sacrificios a Oró, dios de la guerra, y la mayor parte de las conversaciones giraban en torno a la princesa Anuanúa y las nueve muchachas.
La suerte que pudieran haber corrido — y el ansia de venganza — era lo único que en realidad les preocupaba, ya que habían llegado a la conclusión de que el cinturón real de plumas amarillas podía volver a tejerse, y la «Gran Perla Negra» no era más que un símbolo que habría perdido gran parte de su valor al pasar por las manos de unos impíos salvajes.