Además, por grande que fuera una perla, nunca sería más que algo vulgar e insignificante frente a la hermosa campana que fascinaba a cuantos navegaban en el catamarán y que casi la veneraban, aunque también en cierto modo la odiaran.
Nadie se sentía capaz de rechazar la tentación de hacerla repicar, pero tampoco nadie conseguía evitar sentirse molesto por el hecho de que otro la tocara, y podría asegurarse que su agudo tintineo les enervaba siempre que no fueran ellos los que lo produjeran, como si tal sonido pudiera compararse a los ansiosos jadeos de una mujer en el momento de hacer el amor, que irritan a cuantos lo escuchan con excepción de aquel que los provoca.
La obsesión general con el escandaloso instrumento había llegado a tales extremos, que «Miti Matái» se veía obligado a cortar de raíz continuas disputas, y no hacía falta conocerle demasiado como para comprender que hubiese preferido no tener que viajar con tan molesta compañía.
Pero pese a detentar un poder dictatorial a bordo de la nave, era demasiado justo como para tomar decisiones sobre un objeto que moralmente pertenecía a Vetea Pitó, quien desde el día que encontrara «El Sol que Canta», se había convertido a los ojos de todos en el hombre más rico del planeta.
Nadie dudaba ya de que se trataba, en efecto, de un pedazo de sol, puesto que cuando sus rayos lo golpeaban, refulgía hasta cegar los ojos, y se calentaba a tal punto que resultaba imposible tocarlo sin abrasarse.
Los habitantes de Bora Bora jamás habían poseído nada que tuviese tan portentosa capacidad de «capturar» la luz y el calor, por lo que resultaba imposible convencerles de que todos aquellos maravillosos objetos que los españoles les habían regalado no estaban efectivamente fabricados con un material caído de los cielos.
Debido a ello, la mayoría de los tripulantes quedaron estupefactos la tórrida mañana de calma chicha y asfixiante bochorno en que Vetea Pitó surgió de pronto del tingladillo de proa, para cortar de un solo tajo el grueso cabo que mantenía la campana sujeta al palo, para arrojarla a un océano en el que desapareció de inmediato.
— ¿Por qué has hecho eso? — quiso saber «Miti Matái», en cuyo tono de voz no se advertía reconvención, sino tan sólo simple curiosidad.
— Estaba harto de ella — fue la sencilla respuesta —. Y a ti tampoco te gustaba.
El «Navegante Mayor» le observó de medio lado para acabar por responder con socarronería:
— Si tuvieras que tirar por la borda todo lo que no me gusta, acabarías rendido. — Le hizo un gesto para que tomara asiento a su lado —. Y ahora dame una explicación que en verdad me convenza — pidió.
El buceador se acomodó junto al «Navegante Mayor» de Bora Bora, y tras meditar unos instantes, como si intentara llegar a lo más hondo de sus sentimientos, acabó por encogerse de hombros con aire de fastidio.
— Ya nadie me quería — musitó al fin.
— ¿Qué pretendes decir con eso?
— Que todos me miraban como si me odiaran. — Hizo un gesto hacia Tapú Tetuanúi que se encontraba en proa estudiando con atención el horizonte —. Creo que hasta él, que siempre ha sido mi mejor amigo, tenía la sensación de que le había traicionado. — Alzó la vista como si mirándole a los ojos su interlocutor pudiera comprenderle mejor —. Yo sueño con Maiana — añadió —. Pero no quiero que se case conmigo tan sólo porque por casualidad encontré un «Sol que Canta». No sería justo. — Hizo una nueva pausa para continuar serenamente —. Dentro de unos días habrá lucha y no me gustaría que Tapú y Chimé se enfrentaran a la muerte teniendo la impresión de que les hice trampas… ¿Lo entiendes?
— Lo entiendo… — admitió convencido «Miti Matái».
— Ahora que ya los tres somos de nuevo iguales podremos volver a hablar de Maiana, de lo mucho que la queremos, y de lo que ocurrirá el día que regresemos a Bora Bora… — Vetea Pitó sonrió con timidez —. Siempre es mejor que sea su corazón el que decida.
La isla estaba justo en el lugar indicado, aunque dada la extraordinaria velocidad que conseguía alcanzar el Marara con las nuevas velas, llegaron a ella cuatro días antes de lo previsto.
Como resulta lógico imaginar, «Miti Matái» supo que se encontraban frente a ella mucho antes de que hiciera su aparición en el horizonte, por lo que nadie se extrañó cuando en un momento dado ordenó abatir los mástiles y continuar el resto del camino a remo.
Una hora más tarde la oscura línea de una costa alta y cubierta de espesa vegetación fue surgiendo lentamente ante la proa, para desaparecer poco tiempo después con la caída de la noche.
Sólo entonces el «Navegante Mayor» ordenó alzar de nuevo palos y desplegar velas, para continuar aproximándose al amparo de la oscuridad hasta que pudieron distinguir la blanca línea de espuma que formaban las olas al romper contra los arrecifes de coral que rodeaban la isla en la casi totalidad de su perímetro.
— ¡Bien! — señaló el capitán del Marara —. Al parecer esa laguna tan sólo tiene dos entradas que podrían estar vigiladas, por lo que los exploradores deberán cruzarla a nado tras atravesar a pie el arrecife. — Se volvió a Roonuí-Roonuí —. ¿Has elegido a tus hombres? — quiso saber.
— Iremos tres — replicó de inmediato el «Jefe de los Guerreros» —. La isla es grande y necesitaremos por lo menos un par de días para explorarla, así que volved a recogernos pasado mañana por la noche.
Tapú Tetuanúi hubiera dado años de vida por haber sido elegido para tan arriesgada misión, pero sabía con toda certeza que aquélla era una empresa reservada a los mejores guerreros; hombres entrenados para deslizarse por la espesura sin agitar ni una hoja, o para degollar a un enemigo sin que les temblara el pulso.
No sintió envidia, sin embargo, de Chimé de Farepíti, que fue uno de los escogidos para remar en la pequeña canoa hasta los arrecifes, aunque durante las horas que ésta tardó en ir y volver permaneció tan en tensión, que en el momento en que Vetea Pitó tomó asiento a su lado dio un salto como si acabaran de quemarle con una brasa al rojo vivo.
— ¡Tranquilo…! — le susurró su amigo —. Todo saldrá bien.
— ¿No tienes miedo? — se sorprendió.
— Ya habrá tiempo de tenerlo — fue la socarrona respuesta —. De momento estamos seguros a bordo del barco más rápido que existe… ¿Te has fijado en cómo vuela con esas velas? ¿De qué estarán hechas?
— No tengo ni idea, pero son mil veces más ligeras y flexibles que las nuestras.
— Las he estudiado de cerca y son como millones de sedales entrelazados entre sí. — El buceador agitó la cabeza con incredulidad al añadir —: No sé cómo diablos se las arreglan para apretarlos de ese modo, pero si aprendiéramos a hacerlo, nuestros barcos serían siempre los más veloces del océano.
Tapú hizo un gesto para que guardara silencio porque le había parecido escuchar el falso canto de una gaviota, «Miti Matái» respondió en el acto a lo que debía ser una contraseña preestablecida, y a los pocos instantes la proa de la piragua surgió de las tinieblas para arbolearse por la banda de sotavento.
El «Gigante de Farepíti» y otros cuatro remeros saltaron ágilmente a la nave mayor al tiempo que exclamaban.
— ¡Ya podemos irnos!
Los dos días siguientes los pasaron al pairo haciendo conjeturas sobre lo que ocurriría en el futuro, o escuchando los picantes relatos de las «Pahí-Vahínes», que una vez más echaban mano de todos sus recursos en sus deseos de aliviar la tensión de unos hombres que estaban a punto de entrar en combate a miles de millas de sus hogares.