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Permaneció muy quieto mientras la antorcha se iba consumiendo lentamente, y el segundo lamento y un estremecimiento que le hizo sospechar que su agresor estaba a punto de recobrar el conocimiento, acabó de decidirle, por lo que sin pensárselo dos veces se apoderó de la pesada maza que había quedado a unos cuatro o cinco metros de distancia, y haciendo de tripas corazón la descargó con todas sus fuerzas sobre la pierna izquierda del herido.

Se escuchó un sobrecogedor chasquido cuando los huesos se quebraron y el gigante volvió a emitir uno de sus aterradores gruñidos para hundirse de nuevo en la inconsciencia, y ahora sí que Tapú Tetuanúi tuvo la absoluta seguridad de que ya nunca más estaría en condiciones de perseguirle, por lo que tiró lejos la maza, para emprender a toda prisa, y aún tembloroso, el regreso a su casa.

Se abrió camino a duras penas por el fondo de la barranca, iluminándose con nuevas antorchas que iba agenciándose a medida que la anterior se consumía, y al alcanzar la arena de la playa creyó haber recuperado por completo el control sobre sí mismo, aunque cuando al doblar un recodo apareció ante él la bahía de Povai en toda su magnitud, el espectáculo del pueblo en llamas consiguió que de nuevo el corazón le saltara a la garganta.

El mar y la montaña se iluminaba a causa de un pavoroso incendio que había prendido en más de una docena de viviendas, y de igual modo las grandes piraguas que descansaban en la arena ardían como antorchas sirviendo de fondo a oscuras figuras humanas que corrían de un lado a otro intentando impedir que el fuego continuara propagándose.

Muy a lo lejos, cuatro inmensos catamaranes de alta popa se alejaban rumbo a mar abierto, y el asombrado Tapú Tetuanúi comprendió en el acto que su agresor no era un ser de otro planeta o un monstruo apocalíptico, sino que al parecer formaba parte del grupo de salvajes que habían atacado por sorpresa su pacífica isla.

Corrió por la playa a fin de ayudar a lanzar al agua las piraguas que aún podían salvarse, hundiéndolas en un desesperado intento por conseguir que el fuego se apagase, para unirse más tarde al grupo de cuantos se esforzaban por impedir que las llamas que se habían apoderado de la techumbre del gran «Marae» destrozasen por completo la bellísima estructura del sagrado templo.

Fue aquélla una noche de angustia; una noche de horror que quedaría grabada para siempre en la memoria de los habitantes de Bora Bora, pues fue la noche en que unos bestiales desconocidos asesinaron a nueve hombres, incluidos el valiente rey Pamáu y el viejo «Tahúa», o Sumo Sacerdote, raptaron a once muchachas entre las que se encontraba la jovencísima princesa Anuanúa, y robaron el gran cinturón de plumas amarillas que simbolizaba el poder real, y la mayor perla negra que se había encontrado jamás en el Pacífico.

Si a ello se unían las piraguas incendiadas y las viviendas convertidas en cenizas, venía a significar que los brutales agresores habían acabado en menos de una hora con cuanto de valioso existía en Bora Bora.

Amaneció sobre una isla desolada cuyos habitantes lloraban a sus seres queridos, y cuando el sol permitió que la vista de los vigías alcanzase hasta el último rincón del horizonte, no se distinguía ya, sobre las azules aguas, rastro alguno de las naves enemigas.

Habían llegado como un tifón fuera de temporada para diluirse como fantasmas sin dejar rastro, y aunque Tapú Tetuanúi se sintió feliz al descubrir que ni su casa ni su familia habían sufrido daño alguno, ese hecho no bastó para disminuir en absoluto su sorda ira y su amarga impotencia.

Al atardecer se enterró a los muertos sin ceremonia alguna, puesto que no quedaba ni siquiera una piragua digna en la que lanzarlos al mar para que el dios Taaroa se hiciese cargo de sus almas, y aquélla quizá fue la mayor humillación que experimentara jamás el buen rey Pamáu que siempre soñó con disfrutar de un hermoso y merecido funeral de gran guerrero polinesio.

Caía la noche cuando al fin los nombres se reunieron en las humeantes ruinas del «Marae», y resultó evidente que nadie tenía la más mínima idea de qué actitud adoptar ante tan inesperado desastre. Muerto Pamáu, su única hija Anuanúa — «Arco Iris» — era sin duda la legítima heredera del trono, y aunque no había cumplido aún los doce años, a ella le hubiera tocado decidir quién debía regir los destinos de la isla hasta que se sintiera capacitada para tomar las riendas del poder.

Su madre, Tara, siempre había sido una pobre mujer tímida y débil, que en aquellos difíciles momentos a duras penas conseguía asimilar que lo había perdido todo en el transcurso de una noche, y hasta el presente lo único que había hecho era dar alaridos clamando por su marido y por su hija.

— Tenemos que nombrar un regente temporal — dijo al fin el anciano Hiro Tavaeárii poniendo de manifiesto el sentir general —. Y yo propongo para el cargo al «Navegante Mayor» Miti Matái.

— Te lo agradezco mucho — replicó éste con naturalidad —. Pero no puedo aceptar, puesto que tan sólo soy un hombre de mar que no conoce los problemas de tierra adentro. Mi misión será buscar y castigar a esos asesinos, trayendo de regreso a la princesa, pero hasta que ella esté de vuelta, debes ser tú, el más sabio entre los sabios, quien se haga cargo del poder.

— Soy demasiado viejo.

— El saber necesita tiempo, y tú eres quien más tiempo ha tenido para ser sabio.

Todos los presentes estuvieron de acuerdo en que Hiro Tavaeárii era el hombre idóneo para decidir qué acciones debían adoptarse a partir de aquel instante, y Tapú Tetuanúi, que escuchaba desde el exterior del «Marae» las discusiones de los adultos, se sintió profundamente orgulloso de que su amado maestro fuese unánimemente considerado el hombre más inteligente de la isla.

— Lo primero que hay que hacer es recuperar las piraguas que aún puedan aprovecharse y construir otras nuevas — puntualizó Hiro Tavaeárii sin darle al parecer mayor importancia al hecho de haberse convertido de improviso en la máxima autoridad de Bora Bora —. Un pueblo sin piraguas está siempre en manos de sus enemigos. Luego, tendremos que intentar averiguar de qué parte del mundo han venido esos salvajes.

— ¿Cómo? — quiso saber Roonuí-Roonuí, que estaba justamente considerado el más valiente guerrero de la isla —. Ese mar es muy grande.

— No tengo ni idea — fue la honrada respuesta —. ¿Alguien se enfrentó cara a cara a los asesinos?

— ¡Yo!

Todos se volvieron a observar al joven Tapú Tetuanúi; resultó evidente que la mayoría de los adultos se sentían ofendidos por el hecho de que un chiquillo osase tomar parte en sus deliberaciones, y por lo tanto Hiro Tavaeárii le dirigió una de aquellas severas miradas que tanto le intimidaban.

— ¡Guarda silencio y ten más respeto! — ordenó con inusitada acritud.

— Pero es que es cierto… Yo…

— ¡Calla…!

El vozarrón y la fama de Roonuí-Roonuí eran capaces de imponer respeto a hombres muy bragados, por lo que Vetea Pitó propinó un fuerte codazo a Tapú para obligarle a cerrar la boca.

— ¡Muérdete la lengua o ese animal te acogota! — le aconsejó —. Tiene un genio de todos los demonios.

Una sorda impotencia estuvo a punto de que las lágrimas asomaran a los ojos del muchacho, pero haciendo un sobrehumano esfuerzo consiguió sobreponerse y al poco dio media vuelta para alejarse del lugar arrastrando a duras penas a su amigo.

— ¡Ven conmigo! — le rogó —. Tengo que contarte lo que pasó.

Lo hizo junto a los chamuscados restos de las piraguas, y cuando hubo concluido su relato Vetea Pitó le miró fijamente a los ojos para inquirir con desconfianza:

— ¿Seguro que no son invenciones?

— ¿Invenciones? — se lamentó —. ¡Estuvo a punto de aplastarme la cabeza! Era una bestia inmensa cubierta de tatuajes.