Выбрать главу

Nadie a bordo del Marara había tomado parte anteriormente en una aventura semejante.

Nadie había matado nunca a nadie.

Durante los treinta últimos años Bora Bora había vivido en paz con sus vecinos, y pese a haber recibido un duro entrenamiento teórico, ni siquiera Roonuí-Roonuí y sus exploradores contaban con una experiencia real de lo que significaba acabar con una vida humana.

Tan sólo la noche del trágico asalto se habían visto obligados a empuñar las armas para algo más que «jugar a la guerra», y todos tenían plena conciencia de que la nefasta experiencia no podía haber sido más negativa. Salvo «la bestia» que Tapú Tetuanúi hiriera casi por accidente, el resto de sus agresores habían conseguido regresar a sus naves sin sufrir ni el más leve rasguño.

Y ahora pretendían no obstante derrotarles en su propio feudo, siendo como eran, además, muy superiores en número.

Tumbado sobre cubierta, cara al cielo, Tapú Tetuanúi no pudo por menos que preguntarse si en el fondo todo aquello no constituía más que una gigantesca insensatez producto de la ira de todo un pueblo herido en su orgullo, y si en verdad había valido la pena que lo más escogido de la juventud de Bora Bora corriese el riesgo de desaparecer por culpa de un absurdo deseo de venganza.

Por otra parte, nadie podía asegurar que a aquellas alturas la princesa Anuanúa y la mayoría de las muchachas siguieran con vida, con lo que, aun en el caso de triunfar en el enfrentamiento armado, lo único que habrían conseguido los hombres del Marara sería emprender un largo viaje de regreso con las manos vacías.

Aun así, allí estaban, achicharrándose al sol, pero dispuestos a seguir adelante costase lo que costase.

Al segundo día calmó el escaso viento y el bochorno aumentó hasta límites insoportables mientras el océano se tornaba de un gris que imitaba las hojas de las espadas, contribuyendo a dar la sensación de que en lugar de sobre agua, el Marara flotaba sobre un mar de mercurio.

Hasta el último pasajero del catamarán permaneció durante horas como en estado cataléptico, hasta que de improviso «Miti Matái» introdujo la mano en el mar, calculó su temperatura, observó el cielo, aspiró profundo y acabó por susurrar como para sí aunque la mayoría pudieron oírle:

— Tifón.

— ¿Tifón? — repitió alarmada «Vahíne Áute» irguiéndose de un salto —. ¿Dónde? ¿Cuándo?

El «Navegante Mayor» agitó la cabeza y sonrió apenas con la manifiesta intención de tranquilizarla.

— En ninguna parte… ¡Aún!

— ¿Qué pretendes? ¿Asustarnos? — intervino de inmediato el «Oripo» al que habían comenzado a temblarle las flácidas carnes.

— En absoluto — fue la respuesta —. Pero como el mar continúe calentándose, entra dentro de lo posible que se forme un tifón. — Sonrió de nuevo al tiempo que hacía un gesto hacia el horizonte —. Pero tampoco es seguro.

— Por desgracia, tus sospechas casi siempre suelen cumplirse — le hizo notar Tapú Tetuanúi —. ¿Has soportado muchos tifones?

— Más de los que hubiera deseado — admitió el otro —. Y lo único que puedo decir de ellos es que siempre les precedió este bochorno y este mar que parece convertirse en una sopa.

— Tenía entendido que los tifones se presentaban de improviso; como surgidos de la nada.

El «Navegante Mayor» le dirigió una severa mirada con la que parecía sorprenderse por su ignorancia.

— Nada que se relacione con la naturaleza sucede de improviso — puntualizó —. Siempre avisa de sus intenciones con suficiente antelación… — Abrió las manos en un cómico ademán de impotencia —. Lo que ocurre es que la mayoría de las veces no sabemos escuchar lo que dice o interpretar sus señales.

— ¿Y ahora están claras? — quiso saber «Vahíne Áute».

— No del todo — admitió el capitán del Marara —. Tan sólo he dicho que si el mar continúa calentándose, se puede formar un tifón. — Hizo una seña con la cabeza hacia adelante para añadir con humor —: Por fortuna, tenemos una isla cerca.

— ¿Una isla? — protestó el «Oripo» —. ¡Vaya una isla! La isla de nuestros peores enemigos.

— Nuestro peor enemigo sigue siendo «Teatea-Maó» — le hizo notar «Miti Matái» —. Y luego, un tifón. — Chasqueó la lengua en son de burla —. Pero son, al propio tiempo, los peores enemigos de los «Te-Onó» y lo mejor que podemos hacer es aliarnos con los unos, contra los otros.

— ¿Aliarnos con los «Te-Onó»? — se asombró un incrédulo «Hombre-Memoria» —. ¡Pero si son unos salvajes!

— ¡Tané me libre! — rió el otro —. ¡Jamás se me ocurriría aliarme con los «Te-Onó» contra un tifón. Prefiero aliarme con un tifón contra los «Te-Onó».

— ¡No te entiendo! — protestó su seboso interlocutor —. ¿De qué demonios estás hablando?

— Tampoco es necesario que me entiendas — fue la respuesta —. Lo más probable es que todo sean imaginaciones mías y ni siquiera se forme ese tifón.

— ¿Y cuándo podremos saberlo?

— Mañana… — sonrió de nuevo el otro —. O al amanecer se alza la brisa, o al oscurecer se abrirá la caja de los vientos.

Esa noche, y bajo un calor tan agobiante que casi impedía bogar a los remeros, se aproximaron de nuevo a las costas de la isla, donde recogieron a Roonuí-Roonuí y sus exploradores que aparecían tan excitados que casi les costaba trabajo hacerse entender dada la velocidad con que pretendían explicar cuanto habían visto.

— ¡Son ellos, no cabe duda! — exclamaron atropelladamente —. Los mismos tatuajes, la misma cabeza rapada con dos muñones a los lados, y el mismo tipo de mazas… ¡Qué gente tan horrenda!

— ¿Y Anuanúa? — quiso saber de inmediato «Miti Matái».

— No la hemos visto — se apresuró a responder el «Jefe de los Guerreros» —. Ni a las restantes muchachas… — Hizo una pausa —. Tampoco hay grandes embarcaciones. — Señaló con el dedo a «Miti Matái» —. Tenías razón y hemos sido más rápidos.

— ¿Estás seguro?

— Por lo menos en la isla no están — confirmó Roonuí-Roonuí —. Sólo hemos visto piraguas de pesca.

— ¿Y si nos hubiéramos equivocado de isla? — hizo notar el «Navegante Mayor» —. Puede que existan muchas otras con gente de la misma raza.

Roonuí-Roonuí negó con un brusco movimiento de cabeza.

— ¡Es ésta! — insistió.

— ¿Cómo lo sabes?

— Porque lo presiento — replicó con naturalidad —. Y porque no hemos visto ni una sola nave de guerra en una isla de guerreros… — Hizo una corta pausa para añadir como si con ello dejara zanjado el tema —: Y porque tampoco hemos visto guerreros.

— ¿Que no habéis visto guerreros? — repitió el «Oripo», tan feliz como si le acabaran de hacer un espléndido regalo —. ¿Cómo es eso?

— No en la cantidad que debería haber teniendo en cuenta el tamaño de la isla — fue la respuesta —. Y los que hay, o son demasiado jóvenes, o demasiado viejos. La mayoría de los hombres en edad de luchar deben estar ausentes. — Hizo una significativa pausa para concluir con intención —: Con los barcos…

— En ese caso, ¿cuántos guerreros quedarán? — quiso saber «Miti Matái».

— Unos cincuenta.

— ¡Cincuenta! — no pudo evitar exclamar Vetea Pitó —.

Eso quiere decir que casi nos duplican en número… — Lanzó un sonoro silbido —. Sin contar lo que puedan ayudarles los muchachos, las mujeres e incluso los viejos…

— Tenemos a nuestro favor el factor sorpresa — replicó Roonuí-Roonuí —. Por lo que nos han contado sobre ellos, se consideran desde siempre el pueblo más fuerte de «El Infinito Mar de las Infinitas Islas», e imponen su ley asaltando, matando y robando porque están convencidos de que sus vecinos de los dos primeros «Círculos» no se atreverán a tomar represalias… — Sonrió mostrando amenazadoramente los dientes —. Pero en esta ocasión han ido demasiado lejos; han atacado Bora Bora, y Bora Bora no perdona.