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— ¿Tienes algún plan?

— Pasarles a cuchillo esta misma noche… — Se volvió a «Miti Matái» —. Eso era lo que habías propuesto, ¿no es cierto?

— Lo es… — admitió el aludido —. Aunque no sé si contamos con suficientes fuerzas como para lograrlo. ¿Cuántos son entre todos? — quiso saber —. ¿Contando ancianos y niños?

— Unos cuatrocientos.

— Muchos me parecen.

— Pero no hemos llegado hasta aquí para echarnos atrás — protestó Roonuí-Roonuí —. Al menos yo.

— Ni tú, ni nadie — convino «Miti Matái» —. Pero lo que en verdad importa es asegurar la victoria, y si, como sospecho, se confirma la formación de un tifón, las cosas resultarían mucho más cómodas. Propongo esperar a ver si en verdad llega o no ese tifón.

Esperaron de nuevo en mar abierto, y con la aparición del sol resultó evidente que la jornada iba a ser tan agobiante o más que la anterior, por lo que en cuanto advirtieron que el mar se calentaba hasta un punto en que incluso los fieles «Mahi-Mahi» desaparecían en las profundidades y ni un alcatraz ni aun la más humilde gaviota abandonaba la distante isla, el «Navegante Mayor» se reafirmó en su convencimiento de que al anochecer «La Caja de los Vientos» se abriría de par en par.

La treintena de hombres y mujeres del «Pez Volador» pasó el resto del día a la sombra de unas velas colocadas ahora en forma de toldo, repasando punto por punto su estrategia, y determinando con notable precisión cuál sería el cometido de cada cual en cuanto pusieran el pie en tierra.

Cuando las primeras rachas de viento y unas deshilachadas nubes rojas confirmaron que el violento ciclón tomaba cuerpo, se pusieron una vez más en marcha, y era ya noche cerrada en el momento de aproximarse al paso que se abría al norte, mientras ese mismo viento lloraba entre las jarcias como si se estuviera lamentando por los desastres que iba a provocar.

El mar, fuera del arrecife, comenzaba a encresparse, pero en cuanto penetraron en la inmensa laguna tan sólo tuvieron que preocuparse de que los traidores bajíos y de que el temporal no les arrojase violentamente contra la costa.

A fuerza de remos alcanzaron en la oscuridad el punto elegido: una aislada bahía resguardada a los vientos de levante, pues «Miti Matái» sabía por experiencia que en aquella parte del océano los tifones se dirigían siempre del sudeste al noroeste.

En proa, dos hombres sondeaban continuamente la profundidad, y cuando se supo sobre un fondo de arena de unos cinco metros, el «Navegante Mayor» ordenó fondear.

Diez guerreros saltaron al agua con las armas a punto, para distribuirse rápidamente por la playa dispuestos a repeler cualquier improbable ataque en las tinieblas de una noche inclemente, y minutos después, la canoa auxiliar comenzó a desembarcar cuanto se encontraba a bordo: desde los ya escasos animales domésticos, a velas y mástiles, pasando por los víveres y los objetos de uso personal.

En cada viaje regresaban con pesadas rocas que iban depositando en el fondo de los cascos.

El viento arreciaba por momentos y las primeras hojas de palmera volaban libremente por los aires.

Cuando del Marara no quedó más que el puro esqueleto tal como había salido de las manos de Tevé Salmón, «Miti Matái» dio orden de que se llenaran de agua los cascos, con lo que a los pocos minutos el catamarán desapareció de la superficie de la laguna, para ir a reposar sobre un fondo de arena.

Aunque en un principio pareciese una maniobra absurda, su capitán sabía muy bien que aquél era el lugar en que se encontraría más seguro durante las próximas horas.

Ningún viento, por violento que fuera, conseguiría estrellarlo contra la costa, y en el interior de una laguna protegida por anchos arrecifes de coral las olas jamás tendrían ocasión de dañarle a cinco metros de profundidad.

Ya en tierra, alzaron la canoa, hasta adentrarla en la maleza, enterrándola en una fosa poco profunda, con lo que tampoco el huracán conseguiría afectarla, y concluida la tarea fueron a buscar refugio a la minúscula cueva en que Roonuí-Roonuí y sus exploradores habían permanecido ocultos los dos días anteriores.

— ¡Bien! — señaló entonces el «Jefe de los Guerreros» que tomaba a partir de aquel instante el mando del grupo —. Ahora lo que importa es descansar porque mañana nos espera un día muy duro.

Resultaba, no obstante, muy difícil soportar la tensión de cuanto sabían que se les avecinaba teniendo que escuchar cómo un viento de más de ciento cincuenta kilómetros por hora parecía pretender llevarse la isla por delante, por lo que cuando los árboles comenzaron a quebrarse con violentos chasquidos, y el rugir del océano rompiendo contra el arrecife se convirtió en un estruendo que rebotaba contra el fondo de la caverna, ni tan siquiera el cachazudo «Hombre-Memoria» consiguió conciliar el sueño.

Tapú Tetuanúi llevaba semanas preparándose anímicamente para luchar contra salvajes, pero no lo estaba en absoluto para enfrentarse a las desatadas fuerzas de una naturaleza que parecía dispuesta a destruir de un solo golpe todo cuanto había ido construyendo a lo largo de siglos, por lo que la medianoche le sorprendió suplicando al dios Tané que aquél fuera su primer y último tifón, puesto que no se sentía con fuerzas como para enfrentarse por segunda vez a una experiencia tan traumática.

Desde donde se encontraba, acurrucado a escasos metros de la entrada de la caverna, distinguía con toda claridad los terroríficos rayos que surcaban el cielo como lanzas de destrucción y muerte para ir a estrellarse contra las copas de las palmeras que saltaban hechas añicos, o se precipitaban sobre gigantescas olas cuyas crestas refulgían con una luz verdosa que les confería un aspecto casi sobrenatural.

La isla — y sus gentes — estaba siendo rigurosa y sistemáticamente machacada por el viento, el mar, los rayos y una lluvia torrencial que muy pronto convirtió las laderas de las colinas en un lodoso tobogán por el que se deslizaban rocas y árboles en dirección a la laguna, mientras las chozas se derrumbaban, el techo del gran «Marae» se hundía, y las piraguas varadas en la playa eran arrastradas mar afuera al igual que la media docena de hombres que intentaron salvarlas.

De los graneros ya no quedaba nada, y la mayoría de los animales huían alocadamente de una muerte que la mayor parte de las veces les estaba aguardando al final del camino.

Por más que lo hubieran buscado, los hombres de Bora Bora jamás hubieran conseguido encontrar un aliado más eficaz y destructivo.

Poco antes del amanecer el viento decayó hasta alcanzar, con la primera claridad del día, una calma casi total, pero cuando Roonuí-Roonuí hizo ademán de alertar a sus hombres para que se aprestaran a la lucha, «Miti Matái» se apresuró a tranquilizarle haciéndole ver que tan sólo se trataba del paréntesis del ojo de un huracán que volvería muy pronto, con igual o más fuerza, aunque esta vez sin previo aviso.

Así fue en efecto, y cuando lo hizo el «Navegante Mayor» estaba ya en condiciones de calcular su duración, al extremo de que, pasado el mediodía, ordenó que se encendiese una pequeña hoguera en la que pusieron a quemar delgadas ramas de afiladas puntas.

Con ellas, los guerreros se dedicaron a pintarse unos a otros negros dibujos que imitaban toscamente los tatuajes de la piel de «la bestia», al tiempo que las «Vahínes» les rapaban la cabeza dejándoles tan sólo dos cortos mechones en los parietales, consiguiendo de esa forma que al concluir su tarea la mayoría de los hombres de Bora Bora pudieran pasar muy bien por auténticos «Te-Onó», siempre que no se les observara de cerca.