— Tú tienes el mando — le recordó «Miti Matái» —. Y debes ser tú quien decida.
— Es que no se trata de una simple cuestión militar — le hizo notar el otro —. Es mucho más delicado, porque tan sólo podemos hacer dos cosas: o ejecutar públicamente tres prisioneros por cada uno de los nuestros que caiga asesinado, o internarnos en la espesura a intentar cazar a esos fugitivos.
— Me repugna la idea de ejecutar mujeres y niños — replicó agriamente el «Navegante Mayor» volviéndose al resto de los asistentes cuya expresión demostraba que estaban de acuerdo con él —. La historia de Bora Bora no debe contar con la mancha de una acción semejante.
— ¿Y crees que es preferible que nos asesinen un par de hombres cada noche?
— Desde luego que no, y por lo tanto no nos queda más remedio que ir a buscarlos.
— ¿Adónde? — quiso saber Roonuí-Roonuí —. Ya no contamos con el factor sorpresa, y nos esperarán en cada recodo del camino para irnos aniquilando uno por uno impunemente.
No le faltaba razón, puesto que aunque la isla no fuera demasiado grande: unos veinte kilómetros de largo por doce de ancho, ofrecía no obstante infinidad de quebradas, cuevas, ensenadas y espesos bosques de vegetación selvática que constituían un seguro refugio para un número muy considerable de emboscados.
Se daba por tanto la paradójica situación de que los hombres de Bora Bora se habían convertido al propio tiempo en guardianes de todo un pueblo, y virtuales cautivos de algunos de sus miembros.
— ¿Qué hacemos? — insistió Roonuí-Roonuí —. Por lo que a mí respecta no estoy dispuesto a enviar a mis hombres tierra adentro para que los vayan cazando tontamente uno tras otro.
— Pues por lo que a mí respecta, no estoy dispuesto a que se tomen represalias — replicó seguro de sí mismo «Miti Matái» —. No pretendo discutir tu autoridad, pero deberías pensártelo antes de hacer algo de lo que te avergonzarías toda la vida.
— Ofréceme alguna otra opción… — pidió el «Jefe de los Guerreros».
— Lo haré en cuanto la encuentre. Déjame pensarlo.
Estuvieron de acuerdo en aplazar un par de días la decisión, aunque procurando que a partir de aquel momento nadie corriese riesgos innecesarios, al tiempo que dedicaban el resto del día a la delicada tarea de rescatar el Marara del fondo de la laguna.
Para conseguirlo se desenterró en primer lugar la canoa, que no había sufrido daños apreciables al paso del tifón, y en ella se dirigieron al punto exacto en que había sido hundido el catamarán con el fin de que Vetea Pitó y los mejores buceadores fueran extrayendo una tras otra las piedras con que se habían rellenado sus cascos.
Una vez libre de la pesada carga, la embarcación emergió por sí misma lo suficiente como para que se pudiera achicar el agua que contenían los cascos, con lo que a media tarde, el «Pez Volador» se encontraba de nuevo en disposición de iniciar una larga y difícil singladura, y Tapú Tetuanúi no pudo por menos que admirarse una vez más por la increíble sabiduría del «Navegante Mayor».
Se hacía necesario tener un extraordinario conocimiento de cuanto se refiere al mar para llegar a la conclusión de que donde más segura se encontraba una embarcación durante un tifón, era en el fondo de ese mismo mar, siempre que se tratase de una cerrada laguna.
Cuando a la caída de la tarde el Marara se aproximó a un «Marae» repleto de prisioneros, éstos parecieron no dar crédito a sus ojos al descubrir un altivo catamarán que surgía como caído de los cielos, sin alcanzar a sospechar siquiera que había surgido, por el contrario, del fondo del océano.
Comprendían ahora cómo habían llegado a la isla sus brutales enemigos, pero seguían sin explicarse dónde diablos había estado oculta su enorme nave el día de la tormenta.
Roonuí-Roonuí y la mayoría de sus hombres habían despejado una amplia extensión de terreno en torno al «Marae», acumulando leña con la que encender hogueras en cada esquina, de tal forma que en cuanto oscureció, las «Vahínes» y la tripulación se trasladaron a bordo para pasar allí la noche, mientras que los mejores guerreros montaban guardia en tierra corriendo escaso riesgo de ser sorprendidos desde las tinieblas.
Tapú Tetuanúi hubiera deseado formar parte de este último grupo, pero «Miti Matái» se lo impidió:
— Eres demasiado importante como para permitir que te maten — dijo —. Al faltar el «Hombre
— Memoria», entre los tatuajes de Vetea Pitó, la habilidad del timonel y tus rudimentarios conocimientos sobre las estrellas podríais conducir la nave de regreso a Bora Bora si me ocurriese algo. — Sonrió con intención —. No es que te considere ya un auténtico navegante, pero empiezas a ser un aceptable marino.
A Tapú Tetuanúi le llenó de orgullo el hecho de que el «Navegante Mayor» le diera tal muestra de confianza pese a que él mismo no se considerase aún más que un simple aprendiz, y por primera vez desde que saliera de Bora Bora dio por buenas las interminables horas que había pasado al relente estudiando las estrellas hasta que se le nublaban los ojos.
No pudo evitar preguntarse, no obstante, si se consideraba en verdad capacitado como para encontrar el camino de regreso a través de aquel infinito océano, y mentalmente le rezó al dios Taaroa para que no le ocurriese nada a quien sí sabría conducir la nave a buen puerto.
Tapú Tetuanúi había conseguido hacerse una idea bastante aproximada de qué estrellas cruzaban sobre Bora Bora en cada época del año, pero dudaba mucho de su habilidad para conseguir que las proas gemelas del «Pez Volador» le obedecieran a la hora de intentar seguir un rumbo exacto, puesto que determinar dónde estaba su isla, era una cosa, pero saber llegar a ella, otra muy diferente.
Durante las tres noches que siguieron no ocurrió nada digno de mención, pero pese a las precauciones que se habían tomado, al amanecer del cuarto día les horrorizó descubrir que la pobre «Vahíne Áute» había sido degollada mientras dormía plácidamente junto a la banda de estribor del Marara.
Alguien se había deslizado aprovechando la oscuridad, nadando en silencio hasta alcanzar la nave, para limitarse a alzar el brazo y cortarle el cuello a quien encontró a mano, sin detenerse a comprobar que su víctima era una mujer indefensa.
La primera reacción de Roonuí-Roonuí fue degollar de igual forma a tres rehenes arrojando sus cadáveres a la espesura, por lo que «Miti Matái» se vio obligado a emplear toda su habilidad para explicarle al más anciano de los cautivos que si volvía a ocurrir un hecho semejante se tomarían sangrientas represalias. A continuación le dejó en libertad para que fuera a reunirse con los suyos pese a que no se le advertía demasiado convencido de que tal decisión solucionara los problemas.
Por si acaso, esa noche ordenó encender antorchas y montar guardia a bordo del Marara.
La situación se iba haciendo no obstante cada vez más tensa y en cierto modo insostenible, puesto que no existía forma humana de alimentar a todo un pueblo durante días y semanas, teniendo en cuenta, además, que el tifón había destruido la práctica totalidad de sus provisiones, así como las piraguas con las que solían pescar fuera del arrecife.
El agua potable tampoco abundaba junto al «Marae», por lo que se veían obligados a permitir que las mujeres fueran a buscarla a un lejano manantial pese a que de tanto en tanto alguna decidiera no regresar.
Se diría que a las «Te-Onó» no les importaba abandonar a sus hijos que se pasaban luego las horas llorando, lo cual contribuía a poner cada vez más nerviosos a sus guardianes.
¿Cuánto tiempo podrían resistir en semejantes condiciones?
Habían partido de Bora Bora con la intención de participar en una rápida y aseada operación de rescate, para descubrirse cada vez más empantanados en una absurda labor de carceleros de unos repelentes seres que parecían vivir pendientes del más mínimo descuido para lanzarse a su garganta.