Trepados a las más altas palmeras, los vigías se mantenían atentos al horizonte, ansiando distinguir las naves enemigas, pero se diría que el océano — o tal vez el tifón — se las habían tragado definitivamente.
— ¿Qué haremos si no vuelven? — quiso saber Chimé de Farepíti expresando lo que empezaba a ser ya una preocupación que asaltaba a la mayoría de los componentes de la expedición, una tarde en que se encontraba sentado junto a sus dos amigos en la popa del catamarán —. No me apetece la idea de quedarme aquí el resto de mi vida.
— Supongo que llegará un momento en que «Miti Matái» nos ordenara zarpar — señaló Vetea Pitó —. Él es el único que puede forzar a Roonuí-Roonuí a emprender el regreso.
— Si Roonuí-Roonuí no quiere irse, no nos iremos — argumentó Tapú Tetuanúi seguro de lo que decía —. Más de la mitad de los tripulantes son «Arioi».
— A bordo todos obedecen a «Miti Matái» — le recordó Chimé.
— Cuando están navegando — puntualizó Tapú —. Pero hasta que Roonuí-Roonuí no se decida a embarcar, él es quien manda. — Lanzó un sonoro resoplido —. No me gustaría asistir a un enfrentamiento entre ambos.
— Se respetan demasiado para enfrentarse — le hizo notar Chimé de Farepíti.
— Lo sé, pero temo que Roonuí-Roonuí se niegue a regresar con las manos vacías. Vino a por la princesa Anuanúa y no volverá sin ella porque imagina que si consigue salvarla, le nombrará regente hasta su mayoría de edad.
— Probablemente no sería un mal regente — le hizo notar Vetea Pitó —. No peor que cualquier otro.
— Lo sería si no fuese también uno de los principales líderes de la Secta — replicó Tapú Tetuanúi —. Cinco o seis años bajo la regencia de un fanático «Arioi» podrían llevar a Bora Bora a una guerra civil. El rey Pamáu, y su padre, el rey Matua gobernaron con mucha inteligencia, sin prohibir la Secta, pero sin permitirle acceder a los más altos cargos porque estaban conscientes del peligro que representa. Los «Arioi» se consideran los elegidos de los dioses, pero son muchos los que opinan que los dioses están demasiado ocupados como para perder su tiempo eligiendo a nadie.
— Pues yo cada día pienso más seriamente en unirme a ellos — masculló Vetea Pitó casi entre dientes.
— ¿Tú…? — inquirió Chimé de Farepíti dejando escapar una escandalosa carcajada —. ¿Tú «Arioi»…? ¡No me hagas reír! Tú eres el último tipo de este mundo que podría ser «Arioi».
— ¿Por qué? — se ofendió visiblemente amoscado el buceador.
— Porque como bien ha dicho Tapú, los que se afilian a la Secta son gente ambiciosa o que se considera superior. — Abrió las manos como si la explicación fuera evidente —. Y tú, que eras el único dueño de una portentosa campana, — no dudaste en arrojarla al mar porque te molestaba sentirte diferente… — Dejó escapar una nueva carcajada —. ¡Ese día el indignado Roonuí-Roonuí estuvo a punto de estrangularte, mientras que por el contrario «Miti Matái» aplaudió tu gesto — le apuntó con el dedo —. Eso es lo que marca al diferencia entre ser o no ser un «Arioi», y tú no lo eres.
Podría creerse que el descubrimiento de las peculiaridades de su propio carácter por parte de uno de sus mejores amigos desconcertaba a Vetea Pitó, quien se sumió de improviso en un hosco silencio del que tuvo que sacarle Tapú Tetuanúi.
— ¡Vamos! — dijo golpeándole con fuerza el antebrazo —. ¡Anima esa cara! El mundo no se acaba con los «Arioi». Hasta ahora te ha ido bastante bien.
— Me hacía ilusión.
— ¡Tú eres tonto! — le recriminó —. ¿Cómo puede hacerte ilusión que alguien como Roonuí-Roonuí te ordene lo que tienes que hacer? Tu vida es tuya.
Dos días más tarde ocurrió algo que vino a encrespar aún más los ánimos de los «Te-Onó», puesto que aprovechando que se encontraban de guardia, los tres guerreros de la isla volcánica desaparecieron llevándose con ellos a seis muchachitas de entre diez y doce años.
Debían tenerlo todo muy bien planeado, ya que habían escondido agua y víveres en algún islote del arrecife, eligiendo con sumo cuidado a sus víctimas de forma que una hora antes del amanecer las obligaron a subir a bordo de su canoa para poner proa al mar y perderse de vista antes de que las gentes de Bora Bora tuvieran ocasión de caer en la cuenta de lo que había ocurrido.
Tal deserción aumentaba de forma considerable los problemas de Roonuí-Roonuí, visto que le quedaban ahora menos de una docena de hombres útiles, para mantener el orden entre unos rehenes que se encontraban visiblemente soliviantados a causa del secuestro de las muchachas.
— Si deciden lanzarse contra nosotros aunque tan sólo sea con palos y piedras nos costará mucho trabajo dominarlos — le hizo notar «Miti Matái» —. Y no me veo asesinando mujeres y niños.
— ¿Y qué pretendes que hagamos? — quiso saber Roonuí-Roonuí con acritud —. ¿Huir? ¿Qué diríamos en Bora Bora? ¿Que tuvimos miedo de un puñado de viejos, mujeres y niños?
— Jamás me avergonzaría aceptar que tuve miedo a provocar una masacre.
— Puede que tú no, pero yo sí. Al salir juré que si la princesa Anuanúa seguía con vida, regresaría con ella, y aún nadie me ha demostrado que haya muerto. — Le miró con fijeza a los ojos al añadir —: Si quieres puedes marcharte, pero mis hombres y yo nos quedaremos, ocurra lo que ocurra.
— Sabes bien que no me iré — fue la respuesta —. Pero sabes también que nuestra posición resulta insostenible.
— ¿Se te ocurre algo mejor?
— Podríamos llevarnos a los rehenes más importantes a la pequeña península del norte, donde nos haríamos fuertes a la espera de la llegada de las naves… ¡Si es que llegan!
El «Jefe de los Guerreros» no necesitó más que un par de minutos de reflexión para aceptar la idea, por lo que los días que siguieron fueron de una febril actividad, ya que había que almacenar agua y víveres en la diminuta península, a la que se accedía por un estrecho istmo de blanquísima arena que se alzaba en el extremo menos poblado de la isla.
Cuando todo estuvo listo, Roonuí-Roonuí eligió una veintena de mujeres y niños a los que trasladó a la península dejando al resto de los prisioneros en libertad, no sin haberse cerciorado de que estaban conscientes de que cualquier intento de agresión significaría la ejecución de los rehenes, amén de una terrible represalia sobre el resto de la isla.
A Tapú Tetuanúi los tiempos que siguieron se le antojaron en verdad nauseabundos, pues fueron días y semanas de otear el horizonte, consciente de que se perdía la vida tontamente bajo la continua mirada hostil de veinte pares de ojos que parecían seguirles a todas partes, y de otros muchos ojos más que, desde el otro lado del istmo, también parecían estar atentos al más mínimo error que cometiesen.
Eran de nuevo prisioneros de sus propios prisioneros, pero ahora lo eran en un espacio tan minúsculo que a menudo se descubrían los unos a los otros dando vueltas y más vueltas como bestias enjauladas.
Los días se hacían interminables.
Las noches, infinitas.
Ya ni siquiera los bailes y los chistes de las «Vahínes» les divertían, pues de tan repetidos acababan por volverse insoportables, sobre todo ahora que — al faltar una de ellas — las otras dos parecían haber perdido las ganas de reír y cantar.
Se echaban de menos los hermosos relatos del obeso «Hombre-Memoria», y la forzada inactividad consiguió que la nostalgia se fuera apoderando, sutil y silenciosamente, de todos los corazones.