Aburrimiento.
El aburrimiento puede minar el espíritu, deteriorándolo mucho más profundamente que los más fuertes embates de la adversidad, puesto que existen mil formas de hacer frente a esa adversidad, pero existen muy pocas de encarar el aburrimiento cuando alcanza los límites que estaba alcanzando en aquel calcinado rincón del Pacífico.
Se supone que los hombres de mar están acostumbrados a la monotonía de una vida en la que cada día es igual o semejante al anterior o al que habrá de venir, pero poco o nada tenía que ver la rutina de a bordo, en la que casi todo estaba previsto y existía un tiempo marcado para realizar cada labor, con la vaciedad de la vida en un lugar en el que no había absolutamente nada que hacer.
La mayoría de los viejos marinos aman ese tipo de monotonía que acaba por convertirse en un ritual, tanto más apreciado cuanto más minucioso, con mil pequeños trabajos que se ejecutan de forma casi automática, pero que sirven para tomar conciencia de que aquél es el oficio elegido y debe llevarse a cabo con la precisión que exige.
Calcular la posición del barco, su velocidad y su deriva, estudiar los cambios del mar y el cielo; revisar cada detalle de la nave; hacer la guardia, comer a unas horas determinadas, pescar, descansar…: cada cosa tiene su tiempo, y el empleo preciso de ese tiempo ahuyenta el aburrimiento, pero aquella desolada península era como una balsa de arena encallada al sol del trópico, y lo único que se podía hacer era buscar la sombra de una palmera bajo la que amodorrarse observando el vuelo de las gaviotas.
Tapú Tetuanúi se convirtió, no obstante, en el miembro de la tripulación del Marara que menos tiempo tenía para aburrirse, visto que «Miti Matái» parecía decidido a depositar en sus manos la responsabilidad de devolver la nave a Bora Bora.
— Presiento que no concluiré este viaje — le confesó un día en que se sentaban a solas frente al tranquilo océano —. Y Moeteráuri, que por lógica debería sustituirme en el mando, no está en condiciones de hacerlo desde que aquel pez volador le dejó tuerto. Sufre terribles dolores de cabeza, a veces pierde la visión del otro ojo, y sospecho que ya ni siquiera distingue bien las estrellas… — Lanzó un hondo suspiro evidenciando que lamentaba sinceramente la desgracia del que había sido durante años su hombre de confianza —. Te puede ser de mucha utilidad a la hora de dirigir la embarcación hacia el punto que pretendas llevarla, pero no creo que lo sea a la hora de elegir tu destino.
— Hablas como si estuvieses muerto — le hizo notar el muchacho —. Y no creo que exista razón para hacerlo.
— Existe — fue la respuesta —. Tané me condujo hasta el confín del universo y me permitió regresar, pero tiene una norma muy estricta: nadie vuelve por segunda vez del «Quinto Círculo».
— Al fin y al cabo eso no es más que una leyenda — protestó Tapú.
— Una leyenda que se ha cumplido durante más de dos mil años acaba por convertirse en realidad — «Miti Matái» le golpeó con afecto la pierna —. Pero no tienes por qué apenarte por mí — añadió —. Mi destino ha sido el más maravilloso que hombre alguno haya tenido, y he visto lo que nadie vio. Éste es un buen momento para ponerle punto final, siempre que me vaya con el convencimiento de que mi nave regresa a puerto. — Le sonrió con dulzura —. Y serás tú quien la conduzca.
— ¿Cómo? — se asombró el atemorizado muchacho —. Aún no sé nada de nada.
— ¡Eso es muy cierto! — admitió el otro, burlón —. Pero precisamente porque sabes que no sabes, lo único que tendrás que hacer se seguir fielmente mis instrucciones…
Tales instrucciones se hallaban recogidas en tres lugares: el cuerpo de Vetea Pitó, sobre cuya piel aparecían infinidad de signos que servían de recordatorio de lo que había sido el viaje de ida; una gran carta marina tejida a base de hojas de palma, en la que pequeñas conchas representaban las islas, mientras que ramas y plumas de colores marcaban los vientos y las corrientes, y, por último, la cubierta del catamarán, en la que «Miti Matái» había ido grabando a fuego infinidad de estrellas y constelaciones, de forma que el muchacho pudiera «leer» de proa a popa todos los «Avei'á» posibles en ruta hacia el este o hacia el este-sudeste, que serían las que lógicamente tendría que seguir para conseguir avistar las costas de Bora Bora.
— Pero recuerda que estos «Avei'á» tan sólo te serán de utilidad cuando hayas abandonado el «Quinto Círculo» y estés de nuevo en el hemisferio sur, donde las estrellas son ya «Las Nuestras» — le hizo notar el «Navegante Mayor» —. A partir de ese momento, lo que tienes que hacer es elegir la primera estrella que aparezca en el horizonte, procurar que coincida con la marca que he grabado en cubierta y seguirla. — Le llevó a otro punto del barco —. Aquí, a estribor, te he marcado cuál será la situación exacta de Bora Bora según el «Compás de Estrellas» durante los próximos ocho meses… ¿Serás capaz de interpretarlo?
— Supongo que sí — señaló el muchacho con cierta timidez.
— Con que lo supongas no basta — fue la severa respuesta —. Tienes que saberlo tal como te sabes el nombre de Maiana, porque de ello dependerá la vida de todos. — Golpeó repetidamente la cubierta con el dedo —. Te pasarás las horas estudiando hasta que estés en condiciones de decirme, sin la menor vacilación, qué significa cada una de estas marcas, y en qué posición se encontrará Bora Bora en cada momento de tu viaje… ¿Está claro?
¡Dioses Misericordiosos!
Se le secaría el cerebro…
Se le fundirían las ideas…
Se quedaría ciego antes de conseguir desentrañar aquel complejo galimatías de marcas y pequeñas quemaduras que pretendían representar estrellas y constelaciones en su progresión por los cielos siempre en relación con la posición de Bora Bora.
Por suerte, Vetea Pitó y Chimé de Farepíti — tal vez porque no tenían otra cosa mejor que hacer — acudieron en su ayuda, y juntos dedicaban la mayor parte de la jornada a la paciente labor de ir desentrañando el complejo mapa celeste en que se había convertido gran parte de la cubierta del catamarán.
«Miti Matái» le aclaraba todas las dudas, aunque algunas veces se advertía que estaba a punto de perder la paciencia ante la magnitud de la ignorancia del muchacho y Moeteráuri, el tuerto timonel que también solía tomar parte en las reuniones, se veía obligado a hacerle notar que en realidad no se trataba tanto del hecho de que Tapú fuera demasiado torpe, sino que más bien era excesivo el volumen de información que pretendía hacerle asimilar de un solo golpe.
— Llevas casi cuarenta años siguiendo noche tras noche los «Avei'á» — le recordó —, Y te resulta demasiado familiar todo cuanto tratas de explicar. Para ti es como andar por los senderos de Bora Bora. Pero a alguien que nunca hubiera puesto los pies en la isla no le podrías indicar que detrás del astillero de Tevé Salmón encontrará una quebrada que le llevará a la plantación de «pandanus» de los Tefaatáu, y que a cinco minutos de marcha estará en casa de Hiro Tavaeárii — negó convencido —. No es tan sencillo. Estás hablando de miles de estrellas que se mueven cada noche de este a oeste y que además varían de posición continuamente.
— Lo sé — era siempre su respuesta —. Entiendo que es muy difícil, pero no le queda más remedio que aprenderlo.
— ¡Si al menos viviera el «Hombre-Memoria»…! — se lamentaba Tapú Tetuanúi.
— En este caso me alegro de que no esté — sentenció el capitán del Marara.
— ¡No digas eso! Sé que le apreciabas.
— Mucho, pero en la situación a que había llegado hubiera acabado por empujarte contra la «Tierra. Infinita». En lo que a estrellas se refiere, es preferible no saber nada, a saberlo mal, porque si no tienes idea de hacia adónde se dirige una estrella, no se te ocurre seguirla, pero si la sigues erróneamente puedes ir a parar al fin del mundo.