— ¡Ahí vienen…!
La noticia les cogió por sorpresa pese a llevar más de un mes esperándola y de inmediato Tapú Tetuanúi y sus amigos treparon a sendas palmeras para observar cómo, en efecto, tres enormes catamaranes acababan de hacer su aparición en el horizonte.
Tres de los cinco que partieran de aquel mismo lugar dos años antes, y de los cuatro que asaltaran Bora Bora hacía ya catorce meses.
Hasta el último tripulante del Marara sabía de antemano lo que tenía que hacer, por lo que media hora más tarde, los víveres, el agua y los rehenes se encontraban a bordo, lo que permitió largar amarras para que los remeros comenzaran a bogar con fuerza saliendo a mar abierto por el paso de poniente, fuera del campo de visión de quienes llegaban por levante.
A unas cuatro millas de la costa «Miti Matái» ordenó a sus hombres que cesasen de remar para ponerse al pairo.
Tapú Tetuanúi hubiera dado cualquier cosa por ver la cara de los «Te-Onó» al descubrir que por su isla había pasado un huracán en forma de tifón, y otro aún peor en forma de guerreros sedientos de venganza, así como por ser testigo de cómo se les agriaba la expresión de alegría por el triunfante regreso, al advertir que durante su ausencia lo habían perdido prácticamente todo.
Era el dulce momento de la venganza.
El momento de regodearse con la ira de quienes llegaban cargados con un botín que no les compensaría después de tanto esfuerzo.
El momento de sentarse a esperar.
A media tarde, y siguiendo unas instrucciones que Roonuí-Roonuí había dejado muy claras al más anciano de los «Te-Onó», una de las grandes embarcaciones hizo su aparición en el paso de poniente y se aproximó muy despacio impulsada únicamente por seis remeros.
«Miti Matái» ordenó avanzar hacia ella conservando una prudente distancia hasta cerciorarse de que no había guerreros a bordo, y que aparte de los remeros tan sólo se encontraba ocupada por un puñado de mujeres, la mayoría de las cuales les saludaban felices.
La princesa Anuanúa parecía erguida en proa, luciendo el «Maro'urá» — el amarillo cinturón real — e incluso desde tan lejos Tapú Tetuanúi abrigó la sensación de que había cambiado, pasando de ser una escuálida adolescente sin apenas formas, a una hermosa mujer hierática y altiva.
A medida que se iban aproximando descubrieron que de las nueve muchachas de Bora Bora sólo quedaban siete, aunque distinguieron tres más que les resultaban absolutamente desconocidas.
Arbolearse a la nave enemiga resultó sumamente delicado, y los primeros que la abordaron fueron Roonuí-Roonuí y sus hombres que se apresuraron a colocarse junto a los remeros, amenazándoles con largas espadas y afiladas dagas españolas que les producían un visible desconcierto pese a que se trataba sin duda de auténticos guerreros, fuertes, curtidos por el sol y cubiertos de horrendos tatuajes.
Tapú Tetuanúi no pudo evitar sentirse fascinado por la proximidad de los «Te-Onó», los piratas más temidos del Pacífico desde las costas de Nueva Guinea a las de América, asesinos sin entrañas cuyos desfigurados rostros mostraban ahora una profunda impotencia mientras sus ojos refulgían de odio y en ocasiones enseñaban los amarillos dientes como dando a entender a sus enemigos que pronto o tarde acabarían por devorarles.
El intercambio de rehenes se hizo de forma rápida y eficaz; Roonuí-Roonuí ordenó luego a los remeros que lanzaran al agua sus «pagayas» para que tardasen en recuperarlas y comenzar a bogar de nuevo, y en cuanto saltó a la cubierta del «Pez Volador», «Miti Matái» viró en redondo para alejarse cuanto antes de la isla.
Tan sólo entonces los tripulantes del Marara lanzaron lo que parecía ser un alarido de victoria, motivado por el hecho de que la princesa Anuanúa, siete de las muchachas, el cinturón real, e incluso la «Gran Perla Sagrada» estaban a salvo.
Había sido un viaje largo y duro, pero había valido la pena.
Su alegría duró, sin embargo, tan sólo unos minutos; justo el tiempo que la princesa Anuanúa tardó en plantarse ante el sonriente «Miti Matái», para espetarle directamente y sin preámbulos:
— Muerto mi padre, te ordeno, como Reina de Bora Bora, que me devuelvas a tierra, junto a mi esposo, el rey Octar.
Si el mundo se hubiese detenido; si el océano se hubiese solidificado, o si el sol hubiese comenzado a correr de oeste a este, ni el capitán del Marara ni ninguno de sus hombres hubiesen quedado más petrificados por el asombro de lo que se quedaron en aquel inolvidable momento.
— ¿Cómo has dicho? — alcanzó a balbucear al fin el «Navegante Mayor» de Bora Bora.
— Te he «ordenado» que me devuelvas junto al padre de mi hijo. Un niño debe nacer en la isla de la que va a ser Rey.
Se hizo un largo y tenso silencio; quizá el más largo, o al menos el más tenso, de que Tapú Tetuanúi hubiera sido nunca testigo, pues al igual que el resto de sus compañeros, el muchacho contemplaba a la princesa Anuanúa como si se tratara de un ser caído de otro planeta.
Era la misma, no cabía duda; con los mismos ojos y el mismo rostro que habían visto un millón de veces jugando frente al «palacio» del rey Pamáu, pero salvo por esos rasgos nada más hubiera hecho pensar que aquella odiosa mujer que se encaraba retadora al gran «Miti Matái» tenía algo en común con la encantadora criatura que todos amaban y respetaban como futura reina de Bora Bora.
Al fin, el capitán del Marara se volvió a Ihona, la mayor de las muchachas recién liberadas, e inquirió con acritud:
— ¿De qué demonios está hablando?
— De Octar; el rey de los «Te-Onó». Un gigante con un pene inmenso que desgarró a mi hermana Purúa causándole la muerte y casi nos destroza a todas. — Hizo una corta pausa para añadir con gesto de asco —: Es una especie de monstruo grasiento y maloliente, pero a ella le gusta.
— Octar te arrancará la lengua — masculló Anuanúa mordiendo con ira las palabras —. Y te sacará el corazón para comérselo.
— No sería el primero… — fue la seca respuesta —. Y me consta que tomaste parte en la fiesta en que se comieron a Purúa. ¡Maldita hija de perra!
— ¡Calla! — le reprendió autoritario Roonuí-Roonuí —. ¿Cómo te atreves a hablarle así a la Reina de Bora Bora.
— ¿«Reina de Bora Bora»? — repitió Ihona — ¡«Reina de los caníbales», más bien! Aun me resuenan en los oídos sus aullidos de placer mientras se revolcaba con ese cerdo en el mismo momento en que mi pobre hermana agonizaba. Si este bicho es la «Reina de Bora Bora», prefiero no volver a poner los pies en la isla. Ni yo, ni ninguna de nosotras.
Bastó una mirada para comprender, sin necesidad de que pronunciaran una sola palabra, que el resto de las mujeres estaban de acuerdo con lo que había dicho, puesto que instintivamente se habían apartado de Anuanúa como quien se aleja de un peligroso «nohú» cargado de veneno.
Se diría que por primera y única vez en su vida «Miti Matái» se encontraba tan desconcertado que no sabía qué actitud adoptar, ni a quién solicitar ayuda, y por último inquirió roncamente:
— ¿Es eso cierto? ¿Hacías el amor con el asesino de tu padre mientras Purúa agonizaba?
— No tengo por qué dar cuenta de mis actos — fue la helada respuesta —. La ley especifica que soy la Reina. — Sonrió cínicamente —. De otro modo jamás hubiera permitido que me cambiaran por esos rehenes. ¡Devuélveme a la isla!
— Pero la ley de igual modo especifica que a bordo de una nave la autoridad del capitán está por encima de la del Rey — intervino de improviso un exaltado Tapú Tetuanúi que ante la feroz mirada con que Anuanúa le fulminaba añadió visiblemente atemorizado —: Lo dice la ley…