— ¿Qué absurda ley es ésa? — inquirió agresivamente la princesa —. ¡Que venga el «Hombre-Memoria» y me la aclare!
— El viejo «Oripo» murió. Lo degollaron los «Te-Onó» — replicó con desconcertante calma Vetea Pitó al tiempo que apuntaba con el dedo hacia su amigo —. Ahora es Tapú quien más sabe de leyes, y lo que él diga, es lo que cuenta. — Abrió las manos con un ademán que parecía querer explicarlo todo —. Era el discípulo predilecto de Hiro Tavaeárii…
— Pues yo no acepto esta ley — sentenció impasible Anuanúa.
En esta ocasión Tapú Tetuanúi necesitó pensárselo dos veces, consultar con la mirada a sus compañeros, y armarse de todo el valor de que disponía, para balbucear como si se estuviera disculpando:
— Pues esa ley forma parte del conjunto de decretos que se refieren a la gobernabilidad de la isla, el sexto de los cuales especifica que la monarquía debe ser hereditaria. — Hizo una corta pausa —. Pero si no aceptas la primera ley, significa que tampoco aceptas la sexta, y en ese caso dejas de ser la legítima heredera del rey Pamáu.
Podría creerse que estaban a punto de enzarzarse en una absurda discusión de tipo legal en mitad del océano, y tal vez hubiera sido realmente así de no darse el caso de que en ese momento uno de los vigías dio la voz de alarma indicando la punta de la isla en la que acababan de hacer su aparición dos enormes catamaranes que avanzaban rápidamente hacia ellos.
La nave que había servido para hacer el intercambio de prisioneros regresaba lentamente hacia tierra, pero las dos restantes presentaban ahora un aspecto impresionante debido al hecho de que más de cuarenta guerreros remaban con increíble brío en cada una de ellas, por lo que «Miti Matái» apartó sin contemplaciones a la princesa para concentrarse en estudiar la nueva situación y calibrar la verdadera magnitud del peligro que se cernía sobre el Marara.
Faltaba poco más de una hora para el oscurecer, pero resultaba evidente que al increíble ritmo que progresaban sus enemigos caerían sobre ellos mucho antes de que la noche acudiera a protegerles, ya que apenas soplaba una ligera brisa en dirección a tierra, y el mar aparecía en calma, como si los elementos hubieran optado por aliarse a los sanguinarios «Te-Onó».
Cundió el pánico.
Las muchachas rompieron a llorar ante el temor de que su recién recuperada libertad fuera tan sólo un espejismo, los hombres advirtieron que el corazón se les encogía, y un nerviosísimo Roonuí-Roonuí comenzó a dar apresuradas órdenes aprestando a los guerreros para la desigual contienda.
Tapú Tetuanúi desenvainó al instante la larga espada regalo de sus amigos españoles, pero ni siquiera su acerado filo fue capaz de cortar el nudo de terror que se le había instalado en la garganta al advertir cómo las altas y agresivas proas se iban aproximando.
A bordo del «Pez Volador» reinó por unos instantes un indescriptible caos en el que únicamente dos personas parecían conservar la calma: el meditabundo «Navegante Mayor», cuyos ojos no perdían detalle de cuanto ocurría a su alrededor, y la ahora sonriente Anuanúa, mientras que a Tapú Tetuanúi le acudían de inmediato a la mente,las palabras que el «Navegante Mayor» pronunciara tiempo atrás: «El Marara es un barco muy rápido, pero jamás resistiría el abordaje de una nave de guerra.»
Durante el intercambio de rehenes el muchacho había tenido ocasión de estudiar el barco de los «Te-Onó», por lo que se veía obligado a admitir que, efectivamente, los cascos del catamarán se quebrarían como un huevo ante el embate de unas altas, afiladas y poderosas proas que parecían diseñadas expresamente para causar destrozos.
¿Qué posibilidades de sobrevivir tendrían en mitad del océano, habiendo quedado a merced de semejantes asesinos?
Se volvió a sus amigos.
Vetea Pitó aparecía muy pálido, pero empuñando también con firmeza su arma, mientras que por su parte el forzudo Chimé de Farepíti apretaba los dientes mientras aferraba con las dos manos una enorme maza con la que parecía dispuesto a aplastar el cráneo de quien intentara aproximársele.
«Vahíne Tiaré» y «Vahíne Tipanié» se esforzaban por calmar a las aterrorizadas muchachas.
Los catamaranes continuaban su implacable avance cada vez más veloces.
«Miti Matái» decidió al fin impartir órdenes, y eran órdenes escuetas y muy precisas que en un principio desconcertaron a su gente, pese a lo cual se apresuraron a ejecutar sin aventurar inútiles preguntas.
El sol declinaba a punto ya de ocultarse tras una rojiza nube…
Los «Te-Onó» se encontraban tan cerca que casi se podían distinguir sus horrendos tatuajes.
El Marara viró en redondo para ofrecerles las proas, como si estuviera dispuesto a atacar en el momento de ser atacado.
Tapú Tetuanúi clavó la vista, fascinado, en el «Navegante Mayor», que tenía el rostro alzado, pendiente de los plumones que colgaban de los obenques.
Era el rostro más sereno y seguro de sí mismo que hubiera visto nunca, por lo que instintivamente aflojó la presión que ejercía sobre la empuñadura de la espada.
Pasaron, interminables, los minutos.
Se escucharon con absoluta nitidez las voces provenientes de las naves enemigas.
El sol decidió ocultarse por completo tras la roja nube, y casi al instante una leve ráfaga de viento agitó los plumones.
— ¡Largar velas!
Los hombres obedecieron, y Tapú Tetuanúi fue testigo de algo que jamás hubiera imaginado: dos blancas, fuertes y flexibles velas españolas se desplegaron de lado a lado de la embarcación, desde la punta de los mástiles al extremo de los balancines, formando enormes triángulos atravesados sobre la cubierta de tal forma que capturaban hasta el menor soplo de brisa que le llegara por popa.
La nave dio un salto.
— ¡Todos a popa! — ordenó de nuevo «Miti Matái».
Corrieron a obedecer, y en cuanto lo hicieron las dos proas gemelas se elevaron casi un metro sobre el agua, de tal modo que ahora eran las afiladas quillas en forma de «uve» las que cortaban el agua como cuchillas.
El Marara crujió amenazadoramente, pero comenzó a ganar velocidad.
Con la puesta del sol el viento arreciaba.
— ¡Reforzar los obenques! ' — aulló el «Navegante Mayor» —. ¡Que no cedan los mástiles!
Eran marinos; los mejores que existían sobre la faz de los océanos, y dos de ellos treparon ágilmente a los mástiles que temblaban bajo la tremenda tensión de las velas para tensar sendos cabos que se sujetaron a las popas.
Los cascos también se estremecían, lamentándose por el esfuerzo que se les exigía, pero resistían.
El «Pez Volador» comenzó, realmente, a «volar».
Metro a metro ganó velocidad, aproximándose, como una gigantesca gaviota que rozase apenas la superficie del agua, a unos barcos cuyos asombrados remeros habían dejado de bogar.
«Miti Matái» hizo un gesto a Tapú para que fuese a echarle una mano al timonel, que se las veía y deseaba para mantener la caña en posición.
Fue un espectáculo irrepetible, sobrecogedor y fascinante.
A menos de cien metros del enemigo, el «Navegante Mayor» gritó de nuevo:
— ¡Todo a estribor! ¡Tensad por la banda de babor…!
El catamarán comenzó a virar en un ángulo de cuarenta y cinco grados.
Perdía velocidad a ojos vista, pero conservaba el suficiente impulso como para cruzar como una exhalación ante los enfurecidos «Te-Onó» que se negaban a dar crédito a lo que veían.
Cuando se encontraba a unos setenta metros de su banda de babor, y a unos cuarenta por delante de sus proas, el capitán del Marara ordenó de nuevo:
— ¡Todo a babor! ¡Velas a la primera posición!