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La nave trazó un prodigioso zigzag y pareció frenarse en seco, pero cuando de nuevo el viento la alcanzó por la popa tensando el trapo, reanudó su andadura y comenzó a dejar atrás a las embarcaciones enemigas, cuyos burlados tripulantes hacían inútiles esfuerzos por virar en redondo intentando seguirla.

Tapú Tetuanúi pudo distinguir con toda claridad la horrenda figura de un gigante cubierto de tatuajes que gritaba amenazas blandiendo una larga lanza, y no necesitó que nadie se lo aclarase para saber que aquel espantoso individuo no era otro que el sádico Rey de los temibles «Barracudas».

Fue en ese momento cuando la princesa Anuanúa hizo ademán de lanzarse al agua, pero «Miti Matái» — que permanecía atento a sus más mínimos movimientos — la aferró por un brazo para arrojarla sobre cubierta y pisarle el estómago manteniéndola inmóvil pese a que trataba de zafarse aullando insultos.

Cuando el sol concluyó de ocultarse tras la línea del horizonte, los «Te-Onó» no eran más que pequeños puntos que se perdían en la distancia.

El «Pez Volador» seguía volando.

Con el amanecer cesó el viento.

Pero no se advertía ya rastro alguno de los «Te-Onó», ni de su isla, que había quedado muy atrás, al noroeste.

Lo único que había preocupado hasta el momento al capitán del Marara era poner la mayor cantidad de agua posible entre su barco y los de sus perseguidores, aprovechando al máximo ese viento, aunque viéndose obligado, eso sí, a disminuir de forma notable la superficie del velamen, ya que ni los mástiles ni las «costuras» del navío hubieran soportado durante mucho tiempo la enorme presión a que se habían visto sometidos en un primer momento.

De hecho, el casco de estribor se había resentido, dos hombres tenían que achicar agua continuamente, y al hábil carpintero le resultaba prácticamente imposible cerrar las anchas grietas mientras se encontraran navegando.

Cuando al cabo de un largo rato los vigías confirmaron que no se distinguía rastro alguno de embarcaciones en cuanto abarcaba la vista, el «Navegante Mayor» ordenó poner el «Pez Volador» al pairo para que en la quietud de un océano que parecía ahora una balsa de aceite se le pudiesen reparar los desperfectos.

Para lograrlo, sus tripulantes se fueron desplazando paulatinamente hacia la banda de babor, permitiendo así que el patín derecho se elevara lo suficiente como para dejar al aire la zona afectada, aunque procurando siempre mantener un delicado equilibrio que no pusiera en peligro la embarcación.

El carpintero comenzó a moverse entonces con la agilidad de un mono, colgándose por el costado con ayuda de un grueso cabo, y «remendando» las junturas por medio de una larga aguja de hueso que uno de sus ayudantes le devolvía de inmediato desde el interior del casco.

Un observador ajeno a la cultura de aquel pueblo nacido para la vida en alta mar, no hubiera conseguido dar crédito a una maniobra que se estaba desarrollando a más de sesenta millas de la costa y con cuatro mil metros de agua bajo la quilla, y que constituía, sin género de dudas, la máxima demostración de hasta qué punto el ser humano está capacitado para adaptarse a cualquier medio.

Reparar con la única ayuda de cabos hechos con fibra de coco una nave de treinta metros de longitud manteniéndola en equilibrio sobre uno de sus cascos constituía, evidentemente, una hazaña que ningún marino occidental se hubiera sentido capaz de realizar, pero los hombres y mujeres del Marara, lo llevaban a cabo con la naturalidad de un hecho cotidiano, y mientras el carpintero y sus ayudantes trabajaban, el resto se concentraba en escuchar en respetuoso silencio el amargo relato que de su cautiverio estaban haciendo las muchachas, ya que constituía una horrenda historia que les obligaba a arrepentirse por no haber pasado a cuchillo a toda una raza de seres abominables, acostumbrados a cometer las más inhumanas aberraciones.

— El primer día — comenzó Ihona —, el rey Octar, que ejerce un dominio tiránico sobre sus hombres, nos violó a cuatro, y a mi hermana Purúa la desgarró de tal forma que acabó muriendo desangrada. Octar no es un hombre normal, sino una especie de loco enorme que se vanagloria de poseer el pene más gigantesco que nadie haya tenido jamás y de estar dispuesto a utilizarlo a cualquier hora del día y de la noche.

Se hizo un incómodo silencio, en el que los hombres del Marara, parecieron estar intentando hacerse una ligera idea de la magnitud y la potencia de un miembro capaz de destrozar a alguien que, como Purúa, había hecho en su día el amor con la mayoría de los presentes, y tras darles tiempo para reflexionar, otra de las muchachas añadió roncamente:

— Fue como una pesadilla porque además nos obligaba a ser testigos de lo que hacía con nuestras compañeras, sabiendo como sabíamos que a continuación nos tocaría a nosotras. Por mi parte, puedo jurar que si no hubiera estado atada me habría arrojado al mar, prefiriendo ser pasto de las auténticas barracudas a tener que pasar por semejante prueba y tan terrible humillación.

— ¡Hijo de perra! — masculló un indignado Vetea Pitó.

— El resto de los hombres, e incluso la veintena de mujeres que iban con ellos, también miraban y se reían por que ver a su jefe actuar de aquella forma les excitaba hasta el punto de que al poco comenzó una asquerosa orgía que nada tenía de humana, y en la que nosotras llevábamos siempre la peor parte. — La muchacha dejó escapar un corto sollozo para añadir con un esfuerzo —: ¡Me duele tan sólo recordarlo…!

«Vahíne Tiaré» le acarició dulcemente el cabello, intentando consolarla, al tiempo que señalaba:

— Si no quieres, no sigas.

— Quiero seguir — replicó con serenidad —. Quiero que todos sepan lo que nos hicieron sufrir, para que si alguno de esos monstruos se cruza en su camino, no tenga el menor remordimiento a la hora de aplastarle la cabeza.

La voz se le quebró, y fue de nuevo Ihona la que recuperó el hilo del relato.

— Cuando nos hubo violado a todas, Octar nos entregó a sus hombres, y aunque después de haber pasado por sus manos cualquier cosa parecía soportable, fueron tantos y de igual modo tan brutales, que prefiero no extenderme en detalles.

— ¿Cómo se comportaba Anuanúa? — quiso saber «Miti Matái»

— No lo sé — fue la sincera respuesta —. No teníamos tiempo de pensar o darnos cuenta de cuanto ocurría a nuestro alrededor, pero lo que resulta evidente es el hecho de que Octar había decidido no tocarla de momento, tal vez por considerarla demasiado niña, o tal vez porque, vista su fragilidad, temía matarla al igual que había matado a Purúa, y la reservaba para más adelante. Además, una noche asaltaron una isla y raptaron a estas tres, y a otra más que también ha muerto, y se dedicaron a divertirse de igual modo con ellas.

— ¡Taaroa sea loado! — exclamó «Vahíne Tipanié».

— Taaroa no existe — replicó Ihona mordiendo las palabras —. Mil veces le llamamos rogando que acudiera en nuestra ayuda, y jamás acudió. Para mí ha muerto. Todos los dioses han muerto para nosotras.

Resultaba sumamente doloroso escuchar semejante afirmación de labios de una criatura que apenas comenzaba a vivir, pero se hacía necesario ponerse en su lugar para captar el auténtico significado de sus palabras, teniendo en cuenta, además, que la tristeza de sus ojos y el amargo rictus de su rostro mostraban, mejor que cualquier discurso, la auténtica naturaleza de sus padecimientos.

Por su parte, la princesa había desaparecido desde el momento mismo en que «Miti Matái» dejó de mantenerla inmóvil contra cubierta, ocultándose en un rincón del tingladillo de proa, de donde no había salido ni para beber agua, como si de improviso hubiera decidido borrarse a sí misma de la faz del planeta.

— Un día — recomenzó otra de las muchachas —, y mientras nos encontrábamos en una pequeña isla deshabitada, a Anuanúa le bajó de improviso su primera menstruación, y Octar pareció captarlo al instante, puesto que comenzó a olfatear como un perro en celo, para agarrarla por un brazo y desaparecer con ella, que ni siquiera hizo la menor intención de rebelarse. — Lanzó un resoplido, como si le costara aceptar la realidad de su relato —. No les vimos durante dos días y dos noches, pero cuando empezábamos a temer que también la hubiera destrozado, hicieron su aparición como dos enamorados, y resultó evidente que a partir de aquel instante Anuanúa había pasado de ser Reina de Bora Bora, a convertirse en Reina de los «Te-Onó».