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— ¡Que Oró la fulmine…!

— ¡Y que Tané la condene a morar eternamente en las profundidades del océano! — fue la inmediata respuesta —. Jamás nadie fue tan maligno, ni se vanaglorió tan ostentosamente de esa maldad delante de quienes habían sido hasta aquel momento sus amigas y compañeras de martirio.

— ¡Cuesta trabajo aceptarlo! ¡La hija del bondadoso rey Pamáu y la tierna Tana…!

— ¡La hija del dios «Kauhúhu» y una serpiente de mar…! Aún no había cumplido los trece años pero ya disfrutaba acariciando y besando en público aquella «cosa» inmunda que había matado a Purúa y nos había causado tanto dolor y tanta vergьenza. ¡Que los demonios la confundan!

— ¡No es posible! — masculló Roonuí-Roonuí, que aún parecía dudar de la sinceridad de cuanto estaba oyendo —. Yo la tuve en mis brazos a poco de nacer y la he visto crecer… Siempre fue una chiquilla dulce y cariñosa…

— Pues en esos dos días se convirtió en el ser más pervertido que haya existido en todas las islas del océano — le contestaron —. Una bestia de mente enferma que encontró su alma gemela en otra bestia igualmente enferma.

— ¡¡Octar…!!

Como si hubiera presentido que hablaban de ella y de su amante, el alarido resonó como el aullido de una bestia herida de muerte, consiguiendo que el vello de más de uno se erízase, y obligando a todos, incluido el atareado carpintero, a clavar la vista en el tingladillo de proa.

— ¡¡Octar…!!

— ¡Oídla…! No es un ser humano. Es un demonio que merece mil muertes, pues no sólo no movió un dedo por mitigar nuestros sufrimientos, sino que, por el contrario, se regocijó con ellos tanto como se regocijaban aquellos animales.

— Sigue siendo la Reina… — masculló agriamente Roonuí-Roonuí.

— ¿Y qué ocurrirá cuando ejerza el poder? La noche y las tinieblas más profundas se abatirán sobre Bora Bora como un manto de muerte. De muerte, de horror y de vergьenza. ¿Qué dirán el día de mañana los «Oripos» sobre esa encarnación del mal que además lleva en sus entrañas al hijo de un monstruo que se convertirá a su vez en el heredero del trono? ¿Es ése el futuro que nos aguarda? ¿Tendremos que someternos a la tiranía de semejante estirpe de locos?

— No podemos consentirlo — replicó de inmediato Chimé de Farepíti —. ¡No sería justo!

— Es la ley — puntualizó Roonuí-Roonuí con un visible esfuerzo —. Puede que no nos guste, pero hemos convivido con esas leyes miles de años, y todo nuestro mundo se derrumbaría si comenzáramos a despreciarlas.

— Más se derrumbará si las acatamos — señaló Vetea Pitó.

— Eso está por ver — fue la respuesta del «Jefe de los Guerreros» —. Y en todo caso deberá ser el Consejo el que decida.

— En cuanto Anuanúa desembarque en Bora Bora, nadie, ni siquiera el Consejo, se atreverá a poner en entredicho su autoridad — argumentó serenamente Tapú Tetuanúi, para añadir con manifiesta intención —: Y los «Arioi» menos que nadie.

— No mezcles a los «Arioi» en esto — replicó Roonuí-Roonuí en un tono de voz en el que flotaba un leve tono amenazante —. No creo que tampoco les agrade la situación.

— ¡Tú sabrás! — fue la rápida e intencionada respuesta —. Pero yo no pienso vivir bajo el poder de alguien que ha cometido tal cúmulo de aberraciones.

— Siempre te queda el recurso de exiliarte — le recordó el otro.

— En ese caso serán muchos los que se exilien — intervino «Miti Matái» con su calma de siempre —. Y lo que me preocupa, es que todo esto pueda degenerar en un enfrentamiento entre dos bandos.

— ¿Y cuál sería la solución según tú? — quiso saber Roonuí-Roonuí —. ¿Matar a Anuanúa? ¿Quién de nosotros osaría ensuciarse las manos con sangre real? ¿Sabéis qué castigo reservan los dioses a quien comete semejante crimen? Lo convierten en tiburón blanco por el resto de la eternidad. — Los miró uno por uno —. ¿Quién se arriesgaría a ser un «Teatea-Maó» hasta el fin de los tiempos?

Resultó evidente que ninguno de los presentes parecía dispuesto a asumir tal riesgo, y fueron por tanto mayoría los que lanzaron un suspiro de alivio en el momento en que el carpintero señaló que la avería había sido reparada y los remeros podían ocupar sus puestos para reiniciar la marcha. Aquélla era una espinosa discusión que a nada conducía, más que a inquietar los espíritus e impedir a más de uno conciliar el sueño cuando llegase el momento.

Lo que sí estaba claro era el hecho de que en la nave no reinaba el clima de alegría y felicidad que cabría esperar tras una laboriosa e indiscutible victoria, ni aun tan siquiera el espíritu de amistad y camaradería que había sido normal hasta el día anterior. La absoluta convicción de que la dulce e inocente princesa «Arco Iris», por quien en realidad se habían hecho a la mar dispuestos a afrontar mil riesgos, se había convertido en el ser más repugnante y despreciable del que jamás oyeran hablar, había tenido la virtud de amargar todos los corazones y destrozar todas las ilusiones.

Los esfuerzos de tantos hombres, mujeres, ancianos y niños trabajando día y noche para construir la nave más veloz que nadie hubiese soñado; los sacrificios de cuantos la habían tripulado a través de los mares, y en especial las vidas de aquellos que habían caído en la arriesgada empresa, pasaban a convertirse de la noche a la mañana en un empeño inútil que nada significaba frente a la fascinación que ejercía sobre aquella despreciable criatura el desorbitado pene del asesino de su propio padre.

— ¡Qué vergьenza, oh, dios Tané! ¡Qué horror!

Tapú Tetuanúi no había conseguido encontrar palabras que expresaran mejor cuanto sentía, y tras pasar más de dos horas repitiéndolas furiosamente mientras achicaba agua en un vano intento de agotarse y no pensar en cuanto había sucedido, fue a tomar asiento junto a su mejor amigo, que al igual que él, parecía no hallar paz ni consuelo.

— ¡Deberíamos arrojarla al mar! — fue el saludo del indignado Vetea Pitó —. Tirarla por la borda y que fueran los tiburones los que se ocuparan de ella. — Trató de sonreír irónicamente —. ¡Al fin y al cabo ellos ya son tiburones!

— Arrojarla al mar sería tanto como matarla — le hizo notar Tapú Tetuanúi —. ¿Y quién se atrevería a darle el último empujón?

— Yo lo haría con sumo gusto si el castigo fuera otro. Pero la sola idea de convertirme en tiburón blanco me horroriza.

— Igual que a todos — señaló su amigo —. Al fin y al cabo, ¿quién, más que los propios reyes, pueden saber lo que significa llevar sangre real en las venas? Taaroa les concedió el poder, y únicamente él puede quitárselo.

El buceador le dedicó una larga mirada escrutadora.

— ¿De verdad crees eso? — quiso saber.

— Es lo que siempre me han dicho. Y habiendo conocido a Pamáu nunca tuve por qué dudarlo.

— ¿Y a quién ha salido ella?

— No lo sé — admitió el muchacho —. Pero recuerdo que Hiro Tavaeárii aseguraba que el sexo de las mujeres es oscuro, misterioso y lleno de recovecos. Por lo visto, cuando un hombre consigue penetrar en el último de sus rincones, acaba por apoderarse de su alma. — Hizo una brevísima pausa —. Algunas mujeres guardan allí el alma.