— ¿Tatuajes? — se interesó el buceador —. ¿Qué clase de tatuajes?
— ¡Horribles! Algo como no he visto anteriormente. Y tenía el cráneo rapado, excepto por dos mechones que le salían de atrás como dos gruesos muñones. Le dejé en el barranco.
— Se iría con los otros.
— ¡Imposible! Estaba inconsciente.
— ¿Y qué hacía tan lejos del pueblo?
— Probablemente se trataba de un explorador — aventuró Tapú.
— En ese caso tendría una canoa escondida en alguna parte — le hizo notar su amigo —. Habrá escapado en ella.
— ¿Cuándo? Durante todo el día ninguna embarcación ha cruzado la laguna y tú lo sabes. Los vigías no han visto a nadie. Y por fuerte que sea, con una pierna rota tardaría horas en salir de ese barranco. ¡Aún está en la isla! — añadió —. Me juego la cabeza.
Una luz de ilusión cruzó por los oscuros ojos de Vetea Pitó.
— Sería fantástico que consiguiéramos atraparlo — señaló —. ¡Un enemigo vivo que pudiera contar de dónde viene…!
— Nos covertiríamos en héroes…
— En cuanto amanezca saldremos a buscarle.
— ¿Y si escapa esta noche?
El buceador meditó largamente sobre semejante posibilidad, y al fin pareció encontrar una respuesta:
— Al otro lado de la isla quedan piraguas pequeñas con las que podemos montar guardia en el paso — dijo —. Si intenta cruzar, le detendremos; si no lo hace, con la primera claridad del día seguiremos su rastro.
— ¿Los dos solos?
— La gloria, compartida, es menos gloria — argumentó el otro, sonriente.
— Pero el fracaso, sin compartir, es más fracaso — le hizo notar Tapú —. Lo que importa es cogerle. ¿Se lo decimos a Chimé…?
El «Gigante de Farepíti» agradeció de todo corazón la oportunidad que le ofrecían de participar en tan emocionante aventura, y se brindó a ir a buscar una piragua con la que cerrar el Paso de Teavanuí.
El resto de la isla se encontraba totalmente circundado por una ancha barrera de arrecifes, y resultaba por completo imposible que un hombre con una pierna rota pudiera arrastrar sobre ellos una embarcación para ponerla más tarde a flote en el punto en que las olas de mar abierto rompían con violencia.
Para alguien que no hubiese nacido en la isla y no conociese por tanto los minúsculos pasos por los que una pequeña canoa estaba en condiciones de aventurarse — siempre a plena luz del día —, Bora Bora no tenía más que una puerta, y los tres muchachos estaban decididos a defenderla aun a costa de sus vidas.
Tapú Tetuanúi y Vetea Pitó se pertrecharon de armas, agua y comida, y cuando cerró la noche Chimé los recogió en Punta Patiúa para recorrer sin prisas los dos kilómetros escasos que les separaban del paso.
Fue una noche larga, oscura y excitante en la que insistentes ondas llegaban del océano empujando una y otra vez la embarcación al interior de la laguna, pero una y otra vez sus tripulantes bogaban con el fin de recuperar su posición en mitad del canal de apenas doscientos metros de anchura, de tal forma que ni tan siquiera un sigiloso nadador hubiese conseguido atravesarlo sin ser visto.
Ni Tapú Tetuanúi, ni sus amigos habían pegado ojo en más de treinta horas, pero aun así permanecieron alerta y en silencio, decididos a precipitarse furiosamente sobre «la bestia» si es que ésta decidía hacer acto de presencia.
Pero no acudió a la cita.
Miríadas de estrellas cruzaron el cielo sobre sus cabezas y se entretuvieron estudiando una vez más su trayectoria con el fin de conseguir que quedara grabada en su cerebro hasta formar parte de su propia existencia, pero cuando a «La Gran Dama Solitaria» le faltaban ya menos de tres dedos para ocultarse por poniente, abrigaron la absoluta certeza de que el monstruoso salvaje no vendría, puesto que muy pronto la primera claridad del día borraría del cielo a las estrellas que aún no habían tenido tiempo de escapar.
— ¿Qué hacemos ahora? — quiso saber el decepcionado Chimé cuando al fin pudieron verse las caras.
— Ir en su busca.
— ¿Sin dormir?
— Tienes toda una vida para dormir — le recordó Tapú —. Y yo no tengo la menor intención de hacerlo hasta que le haya puesto la mano encima a esa sucia alimaña. ¡Así que andando!
Bogaron directamente hasta Punta Rofau, vararon la embarcación a menos de quinientos metros de la casa de la hermosa Maiana, y se abrieron paso por entre la espesa maleza del barranco hasta que distinguieron allá en lo alto el grueso «aito» que marcaba el recodo del camino.
— ¡Aquí cayó! — exclamó Tapú Tetuanúi señalando una roca —. Y aquí hay rastros de sangre. Busquemos la maza. La tiré por ahí; por entre esas matas.
Tardaron largo rato en encontrarla, pero cuando al fin la tuvieron comprendieron que había valido la pena el tiempo perdido.
Y es que a la luz del día pudieron comprobar que no se trataba de una simple arma de ataque hecha de dura madera o hueso de ballena; aquélla era una maza nunca vista, pues además de los extraños dibujos con que aparecía tallada, presentaba en la parte alta dos gruesas protuberancias que obligaban a pensar en el fémur de un desconocido animal de increíble tamaño.
— ¡Es hueso! — admitió al fin el propio Tapú Tetuanúi tras rasparla levemente con un cuchillo de dientes de tiburón —. Pero no es de ballena. Es como si se tratara de la pata de un cerdo gigantesco.
La sola idea de que la bestia humana que buscaban pudiera provenir de un lugar en que existieran cerdos cuyo fémur alcanzara semejante tamaño tuvo la virtud de impresionar aún más a los muchachos, que no pudieron evitar dirigir una temerosa mirada a la espesura de la parte alta del barranco.
— ¿Y si hay más de uno? — aventuró con cierta timidez Vetea Pitó.
— Nosotros somos tres — replicó Chimé seguro de sí mismo —. Aún no he conocido a nadie capaz de derribarme, ni creo que ese animal esté en condiciones de hacerlo.
Blandió, como si se tratara de un ligero «pai-pai», la enorme maza, e inició decidido la ascensión observando con detenimiento las señales que había dejado a su paso el herido en forma de manchas de sangre, ramas partidas, piedras desprendidas y huellas en la tierra húmeda y blanda.
Tapú Tetuanúi y Vetea Pitó le siguieron un tanto recelosos, y el primero volvía continuamente la cabeza como si temiera que de entre la maleza fuera a surgir en cualquier instante el terrorífico gigante que estuviera a punto de matarle.
No cabía duda de que se trataba de un hombre de una sorprendente fortaleza y fuerza de voluntad, puesto que herido como estaba y con una pierna destrozada, había conseguido no obstante arrastrarse hasta coronar la cresta que dominaba las dos vertientes de la isla, continuando por ella en dirección a la cima del monte Otemanu.
Alcanzaron a distinguirle cuando trataba de ocultarse entre unas rocas, y en cuanto se aproximaron comenzó a rugir como un animal acorralado, lanzándoles piedras al tiempo que les insultaba en un lenguaje que les resultó por completo incomprensible.
Cubierto de barro y arañazos, ensangrentado y con la pierna colgando, ofrecía un aspecto en verdad deplorable, pero la agresividad de su rostro, la ira de sus ojos, y, sobre todo, la terrible fealdad de los tatuajes que cubrían su cuerpo, le hacían parecer una criatura apocalíptica surgida de los infiernos.
Desde el entrecejo le partían dos bandas negras que se iban ensanchando a medida que subían hacia la frente para descender luego en curva hacia las mejillas donde acababan por formar un retorcido caracol, al tiempo que varios círculos concéntricos de un rojo oscuro le contorneaban los labios llegando hasta la barbilla, lo cual tenía la virtud de conseguir que, cuando mostraba los amarillentos y afilados dientes su aspecto fuese auténticamente diabólico.
Los tres chicuelos se sentían en verdad aterrorizados, y es que aunque Chimé de Farepíti era tal vez tan alto y fuerte como el herido, con su cuerpo casi carente de tatuajes y su cara de bonachón, pese a empuñar con fuerza la gruesa maza daba la impresión de ser incapaz de causarle el más mínimo daño a tan feroz enemigo.