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— Maiana no.

— Maiana no, desde luego. Pero Anuanúa es distinta, o quizá el que sea distinto es ese tal Octar…

— No — negó Vetea Pitó convencido —. Él no es distinto, puesto que si lo fuera, las otras muchachas también le hubieran entregado su alma, y tan sólo de nombrarle tiemblan. ¡Es ella! Una perra en celo y sin entrañas… ¿Por qué no la destrozaría como a Purúa? Se habría convertido en un hermoso recuerdo y no tendríamos esta odiosa sensación de haber hecho el ridículo.

— ¿Es así como te sientes? ¿Ridículo?

— ¿Acaso tú no?

— Es posible — admitió Tapú Tetuanúi —. Aunque tal vez sería mejor decir que me siento impotente… Deberíamos hacer algo para librarnos de ella, pero no se me ocurre qué.

— Algo se nos ocurrirá — musitó Vetea Pitó con intención —. Tenemos mucho tiempo y mucho mar por delante.

— ¡¡Octar…!!

El desgarrador alarido les obligó a dar un respingo, y por un instante incluso los remeros perdieron el ritmo, puesto que cada vez que aquel inhumano aullido resonaba sobre la cubierta del «Pez Volador» podría creerse que un feroz alarido de igual modo inhumano le respondía desde más allá del horizonte, porque cuantos se hallaban a bordo «sabían», sin necesidad de que nadie se lo dijera, que el sanguinario Rey de los «Te-Onó» acudía en busca de quien así le llamaba.

Y es que era sin duda el suyo un amor loco; una pasión desenfrenada propia tan sólo de seres desquiciados; de enfermos a los que una violenta hoguera parecía estar abrasando interiormente a todas horas; una hambrienta necesidad de devorarse el uno al otro que no se aplacaba nunca.

Para los asombrados pasajeros del Marara, acostumbrados desde antiguo al hecho de que el amor y el sexo constituían algo hermoso, sencillo y natural, que había sido creado por el bondadoso dios Taaroa para que sus criaturas disfrutaran, aquella absurda relación entre un monstruoso gigante tatuado y una frágil adolescente, se les antojaba tan aberrante e incomprensible como si se hubiera tratado de la unión de una tortuga marina y un delicado «a'á», el tímido pajarillo de plumas rojas, que se consideraba la representación viviente del dios Oró.

Tapú Tetuanúi evocaba sus apasionados encuentros en la playa con Maiana, a la que adoraba tanto o más de lo que cualquier hombre pudiera amar a cualquier mujer, pero por mucho que lo intentaba no lograba concebir cómo se podía transformar aquella maravillosa relación repleta de ternura, en un devastador encelamiento capaz de aniquilar la dignidad de una reina.

— Necesitamos viento.

Alzó el rostro hacia «Miti Matái» que con su escueto comentario había venido a interrumpir sus pensamientos, y le inquietó advertir la preocupación que se leía en el rostro del marino que observaba insistentemente el horizonte, a sus espaldas.

— Crees que nos siguen — inquirió.

— Supongo que sí.

— Pero saben que somos mucho más rápidos — argumentó el muchacho.

— Con viento… — fue la respuesta —. Pero en cuanto nos adentremos en la zona de las calmas, y estamos a punto de hacerlo, ellos serán mucho más rápidos. Recuerda que cargan veinte excelentes remeros por casco, mientras que nosotros no llegamos ni a la mitad.

— Tal vez hayan decidido regresar a su isla — señaló un esperanzado Tapú Tetuanúi.

— Lo dudo — sentenció el «Navegante Mayor» —. Los «Te-Onó» conocen muy bien estas aguas, y saben mucho más que nosotros sobre sus corrientes y sus calmas porque al fin y al cabo ellos están aún en su «Primer Círculo», mientras nosotros nos encontramos en el «Quinto». — Se rascó pensativo la ceja, lo que solía significar que no las tenía todas consigo —. Habrá que estar muy atentos a los más mínimos detalles — concluyó —. Muy, muy atentos.

La manifiesta inquietud de su capitán parecía plenamente justificada por el hecho de que el Marara se encontraba de nuevo muy cerca de la línea del ecuador, con lo que una fuerte corriente les empujaba hacia el este al tiempo que los vientos alisios — tanto los del norte como los del sur — habían ido perdiendo su fuerza para acabar por convertirse en una densa calima bochornosa.

Al caer la tarde se levantó una ligerísima brisa que se mantuvo apenas una hora para caer de nuevo al oscurecer, dejando el océano sumido en una quietud de muerte en la que todo era silencio, ya que ni siquiera el agua rumoreaba haciéndole la corte a los cascos del navío.

Subieron, de lo más profundo, los fantasmas, y pasada la medianoche Tapú Tetuanúi advirtió cómo la diminuta figura de la princesa surgía de su refugio para trepar a la proa de babor y permanecer allí durante más de tres horas, espiando la oscuridad a sus espaldas.

¿En qué estaría pensando?

«Miti Matái» la observaba de igual modo y el muchacho distinguió en el rostro de su héroe idéntico desconcierto, como si también a él le resultara imposible aceptar que la niña que había visto crecer correteando entre sus piernas pudiese ser víctima de una pasión tan enfermiza.

— ¡Tuve que pisotearla! — susurró de improviso — ¡Tané me asista! ¡Pisoteé a mi propia reina…! — Se volvió a su discípulo que pudo percibir con toda nitidez la angustia que se había adueñado de su espíritu —. ¿Qué castigo me reservará Taaroa cuando me llame a su presencia?

Si ya la aborrecía, descubrir hasta qué punto su comportamiento atormentaba a aquel a quien más quería, acabó por convertir ese aborrecimiento en odio, y Tapú Tetuanúi se sorprendió a sí mismo al comprender que toda la animadversión que había experimentado hasta aquel momento contra los crueles «Te-Onó» se había trasladado de improviso a la princesa, puesto que al fin y al cabo los «Te-Onó» siempre fueron salvajes que no habían aprendido a vivir de otra manera, mientras que la pequeña «Arco Iris» había sido educada en el amor y el respeto a los demás.

Un pestilente manto de amargura y decepción parecía extenderse como un sudario sobre el catamarán, y ya ni siquiera las fieles estrellas les acompañaban, puesto que las que ahora brillaban sobre sus cabezas poco tenían que ver con las que tantas veces consolaron sus penas.

Estaban solos. Solos con su absurda tragedia en mitad de un mar desconocido.

Cuando muy cerca ya del amanecer Anuanúa se retiró de nuevo a su escondite, el «Navegante Mayor» la siguió con la vista, y aferrando con inusitada fuerza el brazo de su discípulo suplicó en voz muy baja:

— ¡No permitas que llegue a Bora Bora! — Conmovía descubrir a un hombre tan íntegro sumido de aquel modo en la desgracia —. Sé que no terminaré este viaje — continuó —. Pero por favor, no permitas que ella tampoco lo haga, porque si consigue desembarcar se convertirá en la eterna deshonra de Bora Bora.

Al mediodía siguiente una solitaria gaviota sobrevoló la nave, y «Miti Matái» ordenó que se lanzara al agua un sedal con un anzuelo cebado.

De inmediato el ave se precipitó a atraparlo para resultar ella la atrapada, y en cuanto la izaron a bordo el «Navegante Mayor» le retorció el pescuezo y la abrió en dos con un afilado cuchillo para depositar sobre cubierta el contenido de su buche.

Tapú Tetuanúi intercambió una mirada de extrañeza con Chimé de Farepíti, puesto que, lógicamente, el buche de aquel pobre bicho no contenía más que una cabeza de pez volador, y una larga ristra de tripas de pescado a medio digerir.

No obstante, y tras observar los hediondos despojos como si le fuera en ello la vida, palparlos, olerlos y meditar largamente, «Miti Matái» comentó en voz alta:

— Nos vienen siguiendo, y no estarán a más de veinte millas de distancia.

Aquello era, una vez más, cosa de brujería.