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La brujería de los navegantes polinesios llevada a sus últimos extremos de sofisticación, y el perplejo Tapú Tetuanúi tuvo la desagradable sensación de que se mareaba.

— ¿Cómo puedes saberlo? — acertó a barbotear al fin.

El capitán del Marara se limitó a señalar lo que había estado estudiando.

— ¿Qué ves ahí? — inquirió.

— Una cabeza de pez volador, y un montón de tripas.

— ¿Y dónde está el resto del pez volador?

— No tengo ni idea.

— ¿Y de qué son las tripas?

— No lo sé.

— Las tripas pertenecían a un «Mahi-Mahi» de unos doce kilos, y la cabeza a un pez también demasiado grande como para que una gaviota lo haya capturado por sí misma. ¿Qué te dice eso?

— Que se trata de despojos que alguien arrojó al mar.

— ¡Al fin empiezas a pensar…! — se congratuló su maestro —. Nos encontramos a más de ochenta millas de la costa más cercana, y ninguna gaviota se adentraría tanto en el océano a no ser que fuera siguiendo a una embarcación de cuyos despojos se alimenta… ¿Lo entiendes ahora?

— Lo entiendo — admitió el muchacho —. Pero lo que aún no entiendo es cómo puedes calcular a qué distancia se encuentra.

— Puedo hacerme una idea porque aún no ha digerido por completo, lo cual significa que debe hacer poco más de una hora que comió.

— Y veinte millas es lo que una gaviota acostumbra a volar en una hora si no tiene excesiva prisa… — concluyó el timonel que había permanecido atento a la lección —. Milla más, milla menos.

— ¿Y cómo es que sabía que estábamos aquí? — quiso saber Chimé de Farepíti.

— Porque nos distinguió desde las alturas — replicó «Miti Matái», para añadir meditabundo —: Con lo cual ha conseguido que los «Te-Onó» nos «hayan visto» también y sepan ahora dónde estamos.

— ¿Por qué?

— Porque si son tan buenos marinos como para llevar a feliz término tan largas travesías, se habrán percatado de que esa gaviota les ha abandonado para dirigirse hacia un punto en el que ellos saben muy bien que no existe isla alguna. — Abrió las manos con el clásico ademán con el que siempre daba a entender que las cosas estaban muy claras —. Conclusión… — añadió —: Imaginan que si se marchó fue porque vio una nave que ellos no pueden distinguir desde abajo, pero que se encuentra al alcance de la vista de una gaviota: es decir, a unas veinte o treinta millas de distancia.

¡Le quedaban aún tantas cosas por aprender de aquel hombre!

Tapú Tetuanúi comenzaba a abrigar el convencimiento de que ni en cien años que viviera junto a su mentor sería capaz de asimilar todo cuanto sabía sobre el mar y sus secretos, y por ello, cuando a veces le daba a entender que pronto le abandonaría, sentía un invencible deseo de echarse a llorar inconsolablemente.

— ¿Y qué vamos a hacer ahora? — inquirió cuando al fin recuperó el aliento que había perdido ante tan desconcertantes explicaciones —. Si saben que estamos aquí y seguimos sin viento, pronto nos alcanzarán.

— No será antes de que amanezca — sentenció el «Navegante Mayor» —. Pero al amanecer ya no estaremos aquí.

— ¿Y dónde estaremos?

— Donde menos se lo imaginen — replicó el capitán del Marara sonriente —. Lo único que tenemos que hacer, es obligarles a seguir un rumbo equivocado.

Ordenó que le trajeran la mayor calabaza que hubiera a bordo, y tras mediarla de aceite de coco la cerró herméticamente, sellándola con la resina que el carpintero usaba para calafatear la nave. Por último, le ató en lo alto una gran cabeza de pescado, y uno de los pequeños espejos que habían obtenido de los españoles.

Cuando faltaba menos de media hora para el oscurecer clavó en el fondo de la improvisada boya una delgada espina, y pidió a Tapú Tetuanúi que la colocara con cuidado en el agua.

Lentamente, la calabaza comenzó a desplazarse hacia el este, empujada por una fuerte corriente que la movía con mucha más rapidez que al pesado catamarán, y al cerciorarse de que seguía el rumbo que había supuesto, «Miti Matái» ordenó sonriente:

— ¡Todos a los remos! ¡Proa al sur!

— ¿Para qué has hecho eso? — inquirió de inmediato Tapú Tetuanúi, cuya sed de conocimientos no se saciaba nunca.

— Para que los «Te-Onó» vayan tras ella — fue la respuesta —. ¡Y para obligarles a remar hasta que se les rompan los brazos! — añadió divertido —. Con su flotabilidad y la velocidad de la corriente, esa calabaza va a correr como loca, y cuando la alcancen, si es que la alcanzan, estarán medio muertos.

— ¿Y para qué sirve el aceite de coco? — quiso saber de nuevo Tapú Tetuanúi.

— Al rezumar lentamente a lo largo de la espina, irá dejando manchas que en este mar tan inmóvil resultarán claramente visibles — sonrió burlón —. Los «Te-Onó» creerán que somos tan estúpidos que no nos hemos dado cuenta de que nuestra cocina deja filtrar la grasa.

— Entiendo… — admitió el muchacho —. ¿Y la cabeza de pescado?

— Por si aparece otra gaviota. Acudirá a comérsela y nuestros perseguidores la seguirán.

Casi le daba vergьenza hacerlo, pero quería saberlo todo, y Tapú Tetuanúi insistió machaconamente:

— ¿Y el espejo?

— Constituirá un magnífico reclamo… — sentenció divertido el «Navegante Mayor» —. ¿Te has fijado en cómo devuelve los rayos del sol lanzando reflejos que se advierten desde muy lejos…? De tanto en tanto, cuando la calabaza gire, lanzará esos destellos, y los «Te-Onó» creerán que se trata de nuestras espadas, que ya han tenido ocasión de ver. — Una vez más abrió las manos con su eterna lógica de siempre —. Ellos saben que nadie más que nosotros posee objetos fabricados con pedazos de sol y luna, por lo que serán capaces de ir tras ese espejo hasta la mismísima «Tierra Infinita».

Tapú Tetuanúi le observó estupefacto y al cabo de unos instantes agitó la cabeza como si regresara de un largo sueño para inquirir muy serio:

— ¡Qué cosas se te ocurren! ¿Cómo diablos puedes ser tan listo?

— No es que sea listo — fue la sencilla respuesta —. Y no es que se me ocurran a mí. Forman parte de la vida de un navegante. Salvo el truco del espejo, que sí es idea mía, el resto lo aprendí de mi padre.

— Pues entonces tu padre era muy listo.

— Él lo aprendió a su vez de su padre, y éste del suyo, y así a lo largo de treinta generaciones. — Le golpeó con afecto la pierna, como le gustaba hacer de vez en cuando —. Si nuestro pueblo ha conseguido sobrevivir más de dos mil años en el mar, es gracias a que ha aprendido a conocerlo a base de observación. Y si te insisto tanto en que te fijes en los detalles, es porque en la naturaleza nada ocurre por capricho. Todo tiene una razón de ser, y todo está relacionado entre sí. — Le sonrió con afecto —. Por eso, si ves una gaviota a más de ochenta millas de la costa, no puedes limitarte a comentar: «¡Oh, qué bien. Una gaviota!» No; tienes que preguntarte la razón por la que está allí, y buscarle una respuesta lógica a esa pregunta. Lo mismo ocurre cuando una nube se detiene, una ola entra por donde no debería entrar, o el cielo cambia de color. Si estás atento siempre sabrás que algo ha ocurrido, o algo está a punto de ocurrir.

— ¿Crees que algún día llegaré a saber tanto como tú?

«Miti Matái» le observó de medio lado como si él mismo estuviese haciéndose la misma pregunta, y al fin optó por encogerse de hombros mostrando su ignorancia.

— Eres muy listo — dijo —. Y has aprendido mucho en estos meses, pero aún te falta concentración. — Hizo un leve gesto que tal vez pretendía ser de fatalidad —. Si continuara a tu lado probablemente llegarías a ser un auténtico gran navegante, pero por desgracia presiento que no voy a durar mucho…