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— ¿Por qué insistes en asegurar semejante tontería? — se lamentó el muchacho —. Estás más sano que cualquiera de nosotros.

— Es posible — admitió el capitán del Marara —. Pero algo ocurrirá porque nadie, y yo menos que nadie, puede ir contra los designios de Tané. — Su tono era ahora de profundo pesar —. Lo único que le pido es que me permita conducir la nave hasta que entremos de nuevo en el «Cuarto Círculo». Una vez allí la pondré en tus manos, porque estoy convencido de que sabrás conducirla a casa.

— ¡Odio que hables así!

— También yo, pero no tengo intención de llamarme a engaño. Los dioses tienen sus leyes, y nuestro deber es respetarlas.

— Es una ley estúpida.

— Te equivocas. Es una ley muy inteligente, que impide que los hombres nos creamos superiores a lo que en realidad somos. Nos da libertad para ir y volver al «Quinto Círculo» demostrando así nuestro valor, pero nos recuerda cuáles son nuestros límites frente a la magnificencia de los designios de los dioses. «Eres pequeño, nos dice, pero por una vez puedes ser grande.»

— Si no continúas enseñándome jamás conseguiré convertirme en un verdadero navegante.

— Hay otros buenos maestros — le hizo notar «Miti Matái» con naturalidad —. Yo aprendí mucho con el gran Vatau de Moorea, que es uno de los hombres más sabios que conozco. Debe ser ya muy anciano, pero estoy seguro de que si vas de mi parte te aceptará como discípulo. — Le guiñó un ojo con picardía —. Al fin y al cabo, serás alguien que ya ha conseguido regresar del «Quinto Círculo».

— ¿Cuánto tiempo tendré que estudiar? — quiso saber el muchacho.

— Tres años. Tal vez cuatro — fue la respuesta —. Eso dependerá de lo que te apliques.

— Maiana no esperará tanto tiempo.

«Miti Matái» lanzó un resoplido que en cierto modo venía a significar que estaba harto de aquel nombre.

— ¡Maiana! — exclamó —. ¡Siempre Maiana! Alguien que aspira a convertirse en «Gran Navegante» y, tal vez, algún día en el «Navegante Mayor» de Bora Bora, no puede estar tan obsesionado por lo que guarda una mujer entre las piernas. Ser Navegante no es como ser Rey, para lo cual tan sólo necesitas buen juicio, o como ser Sumo Sacerdote, al que le basta con la fe. El Navegante lo tiene que saber todo sobre el océano, y el océano es demasiado grande y demasiado profundo. Tus ojos, tus oídos, tu olfato, tu tacto, tu inteligencia y tu memoria deben estar únicamente consagrados a lo que haces, y si algo te distrae, tienes que apartarlo.

— ¿Acaso tú no amas a tu mujer?

— Mucho — admitió el otro —. Tanto como puedas amar tú a Maiana, pero me he acostumbrado a la idea de no pensar en ella más que en mis momentos de descanso.

— Jamás he visto que tengas un solo momento de descanso.

— Tal vez no lo tenga mientras de mí dependan más de treinta vidas — admitió el capitán del Marara —. Pero cuando estoy en tierra le dedico la totalidad de mi tiempo. Debes entender que en el momento de navegar tan sólo estás casado con el mar, pues de lo contrario corres el peligro de que te traicione. — Hizo un leve ademán con la barbilla indicando las tranquilas aguas —. Ahora, por ejemplo, parece manso e inofensivo, pero me temo que está intentando jugarnos una mala pasada.

Tapú Tetuanúi dedicó un largo rato a observar un océano que parecía casi solidificado, y a estudiar un cielo que no se diferenciaba en nada del cielo de cualquier otro atardecer, y tras reflexionar buscando algún oscuro peligro acabó por admitir su ignorancia.

— No veo nada que pueda inquietarnos — dijo.

— Pues está ahí — fue la respuesta —. De momento es invisible, pero si no sabes descubrirlo a tiempo mandará tu barco al fondo del mar en poco tiempo.

— ¿Quién? — inquirió el ansioso muchacho.

— «Niho-Nuí» — fue la desconcertante respuesta —. «El Gran Diente».[9]

— ¿Un tiburón gigante? — se inquieto Tapú —. ¿Una ballena?

— ¡Oh, no! — rió el otro casi ofensivamente —. En estos momentos «El Gran Diente» apenas tiene el tamaño de un piojo, y cuando alcance su máximo desarrollo no será mayor que mi dedo, pero suelen ser tantos y trabajan con tanta eficacia que pueden convertir el Marara en un trasto inútil.

— ¿Cómo?

— Comiéndoselo. Los «Niho-Nuí» se alimentan de madera, cualquier clase de madera por dura que sea siempre que se encuentre dentro del agua. Y ésta es la época en que acostumbran a reproducirse. Cuando el agua está tan caliente y encalmada como ahora, los «Niho-Nuí» sueltan millones de crías que flotan en grandes colonias hasta fijarse en un pedazo de madera. Suelen estar muy hambrientas, por lo que en muy poco tiempo perforan un casco.

— ¡Mierda!

— Tú lo has dicho — corroboró el «Navegante Mayor» —. Son una auténtica mierda que nos puede causar muchos problemas.

— ¿Y estás seguro de que nos atacarán?

El otro señaló un pedazo de tabla que arrastraban atada a un corto cabo y en la que el muchacho apenas había reparado.

— Pronto lo comprobaremos — puntualizó —. Si se han fijado ya en esa madera, quiere decir que también se han fijado al fondo del barco.

— ¿Qué haremos entonces?

— Lo sabrás a su tiempo… Ahora concéntrate en las estrellas que pronto empezarán a hacer su aparición, porque o mucho me equivoco, o «nuestro cielo» debe encontrarse ya muy cerca.

Tapú Tetuanúi estaba acostumbrado al hecho de que cuando su maestro solía decir: «o mucho me equivoco», significaba que no se equivocaba en absoluto, por lo que no le sorprendió descubrir que horas más tarde el paisaje celeste empezaba a parecerse nuevamente a aquel que tan bien conocía, y eso venía a corroborar que se encontraban justamente sobre la raya del ecuador, empujados hacia el este por una mansa pero firme corriente que obligaba a la embarcación a derivar continuamente hacia babor en su intento de progresar hacia el sur.

Los hombres bogaban sin descanso con aquellas paladas profundas y silenciosas — «a la Rama» — que habían hecho famosos a los remeros de Bora Bora, que cuando se lo proponían, eran capaces de hacer avanzar una embarcación sin que se sintiera un rumor ni se alzara una gota de agua.

En realidad no hacían ruido ni promovían espuma, porque cabría asegurar que prácticamente jamás sacaban la «pagaya»[10] del agua, ya que al tener ésta la pala muy ancha pero muy afilada por los bordes, con un mango largo, redondo y resistente, lo confiaban todo a un peculiar juego de muñecas en el que empujaban la nave con la «pagaya» plana, que de inmediato volvía a su primera posición cortando el agua con el borde afilado.

Este sistema exigía, por lógica, un doble esfuerzo y un duro entrenamiento que obligaba a girar brazos y muñecas de una forma automática y en perfecta sincronización con sus compañeros, pues de lo contrario el efecto que se produciría resultaba absolutamente negativo, ya que el avance de la embarcación se veía frenado una y otra vez.

Pero «Navegar a la Rama» era una asignatura obligatoria para todos los muchachos de Bora Bora desde el día en que trepaban por primera vez a una piragua — a menudo incluso antes de haber aprendido a caminar — y por lo tanto no resultaba sorprendente que los tripulantes del Marara fuesen capaces de pasarse toda la noche bogando así con la intención de desviarse sigilosamente de la ruta que habrían de seguir sus implacables perseguidores.

«Miti Matái» había sabido elegir bien a sus hombres, y entre ellos el hercúleo Chimé de Farepíti no desentonaba en absoluto, aunque en más de una ocasión le vinieran a la mente las palabras del «Navegante Mayor» en el momento de aceptarle: «Remarás hasta que te sangren las manos…», pues pese a que sus manos siempre habían sido fuertes y callosas, no necesitaba que llegase la luz del día para comprobar que las ampollas que se le habían formado empezaban a supurar.

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9

Teredo navalis. Molusco lamelibranquio muy abundante en ciertas regiones del Pacífico. (N. del A.)

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10

Remo o canalete polinesio. (N. del A.)