Poco antes de amanecer, el capitán obligó a detener la nave y desmontar los palos, ordenando a cuantos se encontraban a bordo que permaneciesen tendidos sobre cubierta hasta que los vigías se cerciorasen de que el enemigo no se hallaba a la vista.
— Cuanta menos altura tengamos y menos nos movamos, más difícil será localizarnos. Y sobre todo, que nadie saque de los chamizos ningún objeto que pueda reflejar el sol.
Toda precaución parecía poca, pero en esta ocasión resultó innecesaria, puesto que los vigías no advirtieron rastro alguno de vida en todo cuanto alcanzaba la vista en cualquier dirección.
«Miti Matái» pidió entonces a los hombres que descansaran durante las horas más calientes del día, y en verdad que se trataba de otra jornada auténticamente bochornosa, que obligaba a temer que pudiese llegar a formarse un nuevo tifón.
— No es época — sentenció el «Navegante Mayor», seguro de sí mismo ante la pregunta de Tapú Tetuanúi —. Es tiempo de «Niho-Nuí», no de tifones.
Al muchacho le hubiera gustado saber qué diferencia existía, ya que las circunstancias se le antojaban idénticas a cuando se gestó el tifón, pero se diría que en esta ocasión su mentor no tenía el más mínimo deseo de darle explicaciones, dejando pasar la mayor parte del día contemplando absorto la inmensidad de un mar que parecía fundirse bajo un sol de fuego.
Tapú Tetuanúi había advertido que desde que salieran de la isla de los «Te-Onó» su héroe apenas descansaba, por lo que no podía por menos que preguntarse cuánto tiempo resistiría sin caer enfermo, teniendo en cuenta la continua tensión emocional a que se encontraba sometido.
Ya no le cabía duda de que se trataba de un superhombre capaz de captar detalles que escapaban a todos, pensar por todos, o tomar decisiones que afectaban a todos, pero empezaba a preocuparse por su estado de salud, temiendo que un día cayese víctima del agotamiento.
Tapú no se cansaba de mirarle como si quisieran arrebatárselo, y cuando le invadía tan odiosa sensación experimentaba una profunda ansiedad y una indescriptible amargura, puesto que en lo más íntimo de su ser anidaba el convencimiento de que una vida sin «Miti Matái» se transformaría en una vida carente de sentido.
Y es que la esencia de treinta generaciones de marinos se había concentrado en el espíritu de Tapú Tetuanúi, que necesitaba de su maestro para llegar a convertirse en el «Gran Navegante» que la sangre de tantos antepasados reclamaba.
Los conocimientos que se habían ido acumulando siglo tras siglo tenían que cambiar de manos, pero para que eso ocurriera se necesitaba tanto del donante como del receptor.
Tapú Tetuanúi se mostraba cada vez más ansioso por recibir y a menudo comenzaba a temer que su maestro le fallara.
Durante todo el resto del día no se vislumbró rastro alguno de las naves enemigas, ni aun de un ave lejana que pudiese estar alimentándose de sus despojos, lo cual contribuyó a aliviar la inquietud que reinaba a bordo, pese a lo cual a media tarde ocurrió algo que vino a deprimir aún más los ánimos.
Una de las muchachas rescatadas dio a luz a un niño.
Todos habían advertido desde el primer momento que se encontraba embarazada, aunque por una elemental delicadeza fingieron no darse por enterados, comprendiendo que bastante dolor y vergьenza sufría como para recordarle que llevaba en las entrañas el hijo de un salvaje violador y asesino.
Pese a tratarse de una primeriza, durante el difícil parto no lanzó un solo lamento ni aun tan siquiera un suspiro que demostrase lo que estaba sufriendo, limitándose a morderse los labios hasta sangrar, cerrar los ojos y expulsar la criatura como quien se libera de una carga insoportable.
«Vahíne Tipanié» recogió el niño aún empapado en sangre y con el cordón umbilical colgando, y fue a presentárselo al capitán de la nave, que continuaba contemplando el horizonte.
No pronunciaron ni una sola palabra.
La mujer hizo un leve gesto como queriendo saber qué hacía con «aquello», y el «Navegante Mayor» se limitó a indicar el agua con un imperceptible ademán de cabeza.
Se escuchó un leve chapoteo, un cortísimo llanto, y de inmediato un pequeño tiburón de fríos ojos se apoderó de la ensangrentada presa para desaparecer con ella en las oscuras profundidades del océano.
Esa noche nadie tuvo ánimos para pronunciar ni una sola palabra.
Tan sólo, casi al amanecer, se escuchó un nuevo alarido:
— ¡¡Octar…!!
Cuando dos días más tarde «Miti Matái» extrajo la tabla del agua, el corazón de todos los presentes pareció encogerse, e incluso alguna de las mujeres palidecieron visiblemente.
Docenas de pequeños gusanos del largo de una uña anidaban ya en la madera, horadándola con implacable constancia mientras iban recubriendo las paredes de las galerías con una resistente capa calcárea, lo que las convertía en tubos perfectos e indestructibles por los que penetraba un agua que ablandaba la madera con el fin de que el «Gran Diente» pudiese continuar avanzando con su continuo girar de una cabeza provista de dos minúsculas pero durísimas conchas.
La capacidad destructora del Teredo navalis del Pacífico Ecuatorial supera en proporciones inimaginables a las del Teredo megolara o el Teredo noruégica de aguas frías, y su velocidad de crecimiento hasta alcanzar el tamaño y el grosor de un dedo meñique, asombra casi tanto como repugna su viscosa apariencia.
Ni siquiera la famosa «Broma» del Caribe, que antaño destruyera escuadras enteras, incluida la última de Cristóbal Colón, que tuvo que ver cómo sus naves se deshacían como papel mojado frente a las costas de Jamaica, admite punto de comparación frente al temible «Niho-Nuí» o «Gran Diente», que derrite los barcos como si fueran de cera.
— ¡Tané nos asista! — exclamó de inmediato un atemorizado Vetea Pitó al que los gusanos parecían asustar aún más que los propios «Te-Onó» —. Da la impresión de que nos estén devorando los pies para llegarnos a las tripas.
— Lo malo no es que agujereen la madera… — puntualizó el «Navegante Mayor» —. Por suerte Tevé Salmón empleó el mejor «tamanú», que aún aguantará un par de semanas. El verdadero peligro estriba en que cuando tropiecen en su camino con las ligaduras las destrozarán fácilmente, con lo que provocarán enormes vías de agua que nos mandarán al fondo en poco tiempo.
— ¿Y qué podemos hacer?
— Buscar tierra — fue la serena respuesta —. Lo único que acaba con estos malnacidos es el aire. Necesitamos varar la nave cuarenta y ocho horas, o de lo contrario serán ellos los que acaben con nosotros.
— ¿Y hay tierra cerca?
— ¡Más vale que la haya…! — fue la espontánea respuesta matizada por un cierto sentido del humor —. Si no la encontramos pronto nos veremos con el culo en remojo.
A partir de aquel momento, hasta el último pasajero de la nave dedicó la mayor parte de su tiempo a intentar descubrir la más mínima pista que indicase la posibilidad de una isla, y cada mañana lo primero que hacía «Miti Matái» era sacar del agua la tabla para estudiar los progresos que habían hecho los tenaces «teredo» en su incansable labor, calculando de ese modo los daños que podían estar sufriendo los cascos del «Pez Volador».
— La quilla no me preocupa — le hizo notar a su alumno durante una de aquellas diarias inspecciones —. Es gruesa y está perfectamente ensamblada. Pero el tablazón de las bandas apenas tiene dos dedos de espesor, y sobre todo los cabos deben encontrarse ya muy reblandecidos por el agua. — Dejó escapar una leve sonrisa no exenta de amargura —. Resultaría muy triste que hubiésemos vencido a los «Te-Onó», a un tiburón blanco, e incluso a un violento tifón, para caer derrotados por unas repugnantes babosas que se pueden aplastar con un dedo.