— Tané no lo consentirá — exclamó el muchacho seguro de sí mismo.
— Los dioses pueden llegar a ser muy crueles — fue la respuesta —. Y muy retorcidos. Se divierten permitiendo que les venzamos en grandes batallas para acabar por derrotarnos en vergonzosas escaramuzas.
— Encontrarás tierra — sentenció Tapú Tetuanúi con su inquebrantable fe de siempre.
— Las cosas sólo se encuentran cuando existen — le hizo notar su maestro —. Y lo que no sabemos es si existe una isla lo suficientemente cerca como para llegar a tiempo.
Continuaban fuera de los límites del «Cuarto Círculo», por lo que ni aun en la memoria del viejo «Oripo» — en caso de que viviese — se hallaba registrado ningún dato que permitiese abrigar la esperanza de que en tan lejanas latitudes se alzasen islas en las que recalar para sacar el catamarán a tierra, y la preocupación del «Navegante Mayor» llegó a tales extremos, que en los momentos de absoluta calma, cuando ni siquiera el rumor de un agua que seguía caliente y como muerta alcanzaba a romper el angustioso silencio, se tumbaba cuan largo era en el fondo de uno de los cascos, para pegar el oído a su costado tratando de captar el levísimo rumor que producían los destructivos gusanos en su persistente avance.
Por su parte, el carpintero había comenzado a afilar pequeñas estacas que tendría que ir introduciendo en los agujeros a medida que se fueran produciendo, aunque parecía plenamente convencido de que semejante remedio no serviría de nada a partir del momento en que los cascos se convirtiesen en auténticos coladores que muy pronto no serían capaces de resistir el embate de las olas.
Dos días más tarde empezó a llover como si a los cielos se les hubiese ocurrido la idea de que el océano estaba descendiendo de nivel, y era tal la cantidad de agua que caía, que a veces resultaba difícil decidir dónde comenzaba la superficie del mar y dónde el aire.
Como pollos empapados, los tripulantes del Marara resistían impertérritos el interminable chaparrón, preguntándose la razón de aquel nuevo castigo que les imponían unos dioses que tan hostiles se mostraban últimamente, y comenzaba a circular el rumor de que era la odiosa actitud de Anuanúa la que provocaba semejante cúmulo de desgracias.
Oculta durante el día en un rincón del chamizo de proa, la princesa únicamente soportaba la presencia de «Vahíne Tiaré», a la que insistía para que intercediese cerca de «Miti Matái» con el objeto de que la devolviesen a la isla de los «Te-Onó».
— Si no lo hace — argumentaba —, Octar me seguirá hasta la mismísima Bora Bora y pasará a cuchillo a todo el que se interponga en su camino. Soy su mujer, llevo en el vientre a su hijo, y no es hombre que acepte que le arrebaten a su familia.
— Y «Miti Matái» no es hombre que se vuelve atrás — le hacía notar la «Vahíne» —. Ha tomado una determinación y seguirá hasta el fin.
— Pues le haré ejecutar en cuanto lleguemos a Bora Bora — fue la respuesta.
— Él sabe muy bien que jamás llegará a Bora Bora.
— En ese caso, haré que ejecuten a todos cuantos le han obedecido.
¿Qué se podía responder ante semejante barbaridad?
Cuando se encontraba a solas con su íntima amiga, «Vahíne Tipanié», «Vahíne Tiaré» era también de la opinión de que lo mejor que se podía hacer era librarse de una vez por todas de una repugnante criatura que se había convertido en una obsesa sexual, y a la que creía muy capaz de sacrificar a su propia madre con tal de regresar junto al hombre que la mantenía hechizada.
— Lo suyo no es amor — decía —. Es como si estuviera poseída por un demonio que se ha adueñado de su cuerpo, su voluntad y su alma.
— Tal vez el Sumo Sacerdote pueda conjurar el hechizo.
— El Sumo Sacerdote ha muerto. Y aunque viviera, dudo que hubiera sido capaz de hacer algo en este caso.
¿Qué podían sentir una treintena de hombres y mujeres que se sabían en peligro de muerte, conviviendo en tan limitado espacio con un ser que no hubiera dudado a la hora de aniquilarlos con tal de acostarse con un monstruo?
Para contribuir a exacerbar los ánimos, seguía lloviendo y el asfixiante calor alzaba una espesísima niebla que limitaba la visibilidad a un centenar escaso de metros, por lo que la mayoría de los pasajeros del «Pez Volador» empezaban a abrigar la impresión de que estaban condenados a vagar eternamente por un océano que había pasado a convertirse en la antesala del infierno.
Aquél era el auténtico «Quinto Círculo»; el lugar del que nadie regresaba.
Incluso el animoso Tapú Tetuanúi comenzó a advertir que su entereza se derrumbaba y en algún momento llegó a pensar que lo mejor que podía ocurrir era que los «Niho-Nuí» devorasen la nave concluyendo así con tan insoportable situación.
— Saldremos de ésta — le señaló sin embargo un día «Miti Matái» —. Peor estaban las cosas cuando el agua se volvía sólida y mis compañeros morían de frío… — Lanzó una triste mirada a sus abatidos hombres y añadió con amargura —: Malo es ver cómo tu barco se hunde, pero peor es ver cómo se hunde tu tripulación mientras la nave aún se mantiene a flote. Sin embargo — añadió —, debes tener confianza porque me consta que yo no lo conseguiré, pero estoy convencido de que Tané se apiadará de vosotros y regresaréis a casa.
Transcurrió toda una semana sin que nada cambiara, pero Tané comenzó a apiadarse del Marara a partir del momento en que el vigía de proa distinguió una enorme tortuga que nadaba cansinamente a ras de agua, por lo que de inmediato «Miti Matái» ordenó seguirla en silencio con el fin de comprobar si mantenía un rumbo fijo y cerciorarse de cuál era exactamente ese rumbo.
Por último ordenó desmontar la parte alta de la red de popa, virar en redondo, y avanzar bogando sigilosamente hacia atrás, hasta conseguir que la red pasara por debajo de la tortuga antes de que tuviera ocasión de percatarse de la maniobra.
— ¡Izadla! — gritó entonces.
Sus hombres obedecieron y en cuanto el animal se encontró pateando de espaldas sobre cubierta, el «Navegante Mayor» introdujo la mano por la parte posterior del caparazón, tanteó a ciegas y al poco sonrió tan abiertamente como jamás lo había hecho hasta el presente.
— Lo que supuse al ver la forma en que nadaba — dijo —. Se trata de una hembra repleta de huevos. Va en busca de una playa para desovar, y ella sabe por instinto dónde se encuentra por mucha niebla que exista… — Señaló el punto hacia el que se dirigía la tortuga —. ¡Todos a los remos y atentos a la deriva!
Los hombres obedecieron bogando ahora con redoblado entusiasmo, entrada la noche escucharon innumerables graznidos de aves que revoloteaban sobre sus cabezas, casi a las tres de la mañana les llegó, inconfundible, un dulce aroma a tierra empapada, y poco más tarde surgió ante ellos la familiar silueta de un largo arrecife de coral.
«Miti Matái» decidió esperar a que llegara el amanecer para tratar de encontrar una entrada a la laguna que se vislumbraba al otro lado de la rompiente, y tras cerciorarse de que todo estaba en orden, recostó la cabeza en el mástil de popa, cerró los ojos y por primera vez en muchos días durmió profundamente y sin sobresaltos hasta que por levante hizo su aparición el primer aviso del alba.
La isla a la que en esta ocasión habían accedido, era un típico cono volcánico erosionado por el paso de los siglos, que poco a poco se había ido hundiendo en el mar al tiempo que los corales formaban una amplia barrera protectora a su alrededor.