En cierto modo recordaba a Bora Bora, aunque era desde luego mucho más pequeña, gran parte del cráter había desaparecido siglos atrás bajo las aguas, y su máxima cumbre, cubierta en su totalidad por una espesa vegetación selvática, apenas alcanzaría los cuatrocientos metros de altitud.
No se advertía rastro alguno de vida humana, pero el «Navegante Mayor» parecía decidido a extremar precauciones, puesto que tras casi dos horas de paciente observación, ordenó que se lanzara de nuevo al agua la tortuga que continuaba sobre cubierta.
— ¡Fijaos bien hacia adónde se dirige! — rogó a todos —. Se hundirá en el acto, pero pronto reaparecerá. Si nada directamente hacia la playa, quiere decir que la isla está deshabitada, pero si se queda en mar abierto significa que hay gente en tierra y tan sólo se acercará cuando caiga la noche.
Aguardaron, atentos y casi con el alma en vilo, hasta que Vetea Pitó, que había trepado a lo alto del mástil delantero, señaló la diminuta cabeza que había encontrado un paso en el arrecife de coral y nadaba plácidamente por el interior de la laguna en dirección a una hermosa playa cuya caliente arena incubaría sus huevos y protegería sus crías de los depredadores.
Pese a que también confiaba ciegamente en el instinto de «Honú», el animal más amado y respetado por los polinesios, Roonuí-Roonuí envió cuatro exploradores a tierra ordenando a dos de ellos que permanecieran de vigía en la más alta cumbre.
— Y procurad no dejar huellas de vuestro paso — concluyó —. «Miti Matái» cree que es muy probable que los «Te-Onó» recalen aquí, y no conviene que descubran que hemos estado.
— ¿Por qué supones que vendrán? — quiso saber Chimé de Farepíti, volviéndose al «Navegante Mayor» —. Esto no es más que un islote perdido…
— Para ti puede que lo sea — fue la respuesta —. Pero estoy seguro de que los «Te-Onó» lo conocen muy bien.
— ¿Qué te hace pensarlo?
«Miti Matái» señaló el gran número de marcas que se distinguían en la arena de la playa, y que iban desde el borde del agua hasta unos ocho o diez metros tierra adentro.
— ¡Fíjate en esas huellas! — dijo —. Las han hecho las tortugas que vienen a desovar. Hay muchísimas, ¿no es cierto? ¿Qué te indica eso?
— Que no deben tener demasiadas islas por aquí cerca a las que acudir a desovar.
— ¡Exactamente! — corroboró el capitán del Marara —. Ésta es de las pocas, y los «Te-Onó» deben saberlo, puesto que aún se encuentra casi en los límites de su «Primer Círculo». — Abrió como siempre las manos al sacar sus conclusiones —. Visto que han demostrado ser unos excelentes navegantes, ya sabrán que necesitan poner sus barcos a secar si no quieren que los «Niho-Nuí» los manden al fondo dentro de unos días. — Chasqueó la lengua en lo que pretendía ser un gesto fatalista —. ¡Así que no debe sorprenderos verles aparecer en cualquier momento!
— Y lo dices tan tranquilo… — se horrorizó «Vahíne Tipanié» —. ¡Se trata de auténticos monstruos! ¡De caníbales!
— Lo sé — admitió el otro —. Y lo penúltimo que desearía en este mundo es enfrentarme a ellos. — Hizo un significativo gesto hacia los cascos del catamarán —. Pero lo último que deseo en este mundo, es que esos repugnantes gusanos me coman el barco.
— ¿Y qué haremos si llegan mientras la nave está en tierra? — inquirió un impresionado Tapú Tetuanúi —. ¡Son muchos más que nosotros!
— Tendré que pensarlo — fue la humorística respuesta —. Pero mientras sigáis parloteando no podré hacerlo.
Le permitieron por tanto que «pensara», y tras bajar a tierra y recorrer muy despacio todo el perímetro de la isla, el «Navegante Mayor» señaló al fin un islote de no más de setenta metros de diámetro que se alzaba en una de las más alejadas esquinas del arrecife.
— Nos esconderemos allí — dijo.
— ¿En ese islote? — se asombró Roonuí-Roonuí —. Ahí casi no cabe el Marara, y si cupiera, se vería.
— Eso es justamente lo que quiero que piensen — fue la respuesta —. Los «Te-Onó» nunca sospecharán que en un lugar tan pequeño se oculta un barco tan grande.
— ¿Y cómo esperas conseguirlo? — inquirió irónico el otro.
— Desarmándolo — puntualizó «Miti Matáí» —. Ellos buscan un gran catamarán, pero nosotros ocultaremos un casco en una parte y otro en otra.
Pusieron manos a la obra y se afanaron como quizá nunca lo habían hecho, varando la embarcación en la playa del islote para que el carpintero y sus ayudantes separaran cada uno de los cascos de la gran cubierta superpuesta entre ambos.
Entretanto, el resto de los hombres se habían dedicado a cavar dos largas zanjas de casi cuatro metros de ancho por dos de profundidad, de forma que cuando se trasladaron allí los cascos, apenas sobresalían metro y medio sobre la arena. Por último excavaron un amplio escondite que techaron con la cubierta, camuflándola con arena, hojarasca, palmeras y los pequeños arbustos que proliferaban por doquier, de tal forma que cuando al fin se dieron por satisfechos, cabría asegurar que el gigantesco catamarán y sus treinta y tantos pasajeros habían desaparecido como por arte de magia de la faz de la tierra.
Tan sólo una persona que cruzase a nado la amplia laguna y se adentrase en el islote estaría en condiciones de descubrir — a condición de tropezar con uno de los cascos — que allí se ocultaba un navío.
Su tripulación había tenido al propio tiempo oportunidad de calibrar los daños causados por los temibles «Teredo», y que si bien no eran aún catastróficos, lo hubieran sido de continuar un par de semanas más en mar abierto.
Las repugnantes babosas habían alcanzado ya los cuatro centímetros de longitud por uno de diámetro, e introduciendo una ramita en cualquier orificio resultaba sencillo comprobar que algunas de sus galerías alcanzaban los ocho centímetros de profundidad. Tan sólo media docena de ellas habían desembocado en la cara interior del casco provocando diminutas vías de agua casi inapreciables, pero la ingente cantidad de huecos de entrada que se observaban en el exterior permitían hacerse una clara idea de hasta qué punto habían corrido serio peligro de naufragar en mitad del océano.
«Miti Matái» sabía muy bien, no obstante, que el aire, el calor, y la falta de humedad se convertían en los enemigos mortales de los «Niho-Nuí», que en poco más de veinticuatro horas comenzaron a caer como fruta madura para ser pasto de bandadas de pájaros que parecían sentir una desaforada afición por tan repelente bocado.
De hecho, una nutrida familia de pinzones de largo y afilado pico que introducían en la madera con especial habilidad acudió de inmediato a tomar posesión del navío, y era tal su afán por librarle de tan incómodos huéspedes, que ni siquiera parecían inquietarse por la proximidad de sus agradecidos pasajeros.
Por su parte, el carpintero iba taponando las galerías con diminutos conos de madera, para que a continuación sus ayudantes embadurnaran los cascos con una mezcla de resina de «pandanús» y veneno de los espinosos «nohús» que las mujeres pescaban en la laguna. Tal protección impediría que durante casi un mes nuevas larvas de Teredo navalis se fijasen al Marara, y para esas fechas su capitán confiaba en haber alcanzado aguas en las que tan destructivo enemigo fuese mucho menos abundante.
El resto de la tripulación, excepto los guerreros que se encontraban de vigilancia, se dedicaban a la tarea de abastecer la nave de frutas, ostras, cangrejos y sobre todo langostas, ya que estas últimas — que se ocultaban por centenares entre los arrecifes — se encerrarían luego en una especie de enorme cesto que colgaría bajo cubierta, a una altura exacta que permitiría que el mar las bañara intermitentemente sin recibir no obstante el ataque de los tiburones. Tales «viveros» se convertían en una cómoda y práctica despensa de la que las «Pahí-Vahínes» echarían mano en todo momento.