Al comprender que su gente atravesaba por una situación anímica un tanto anómala, «Miti Matái» dio permiso a las mujeres para que se aprovisionaran también de carne y huevos de tortuga, visto que el venerable Hiro Tavaeárii les había exonerado de la prohibición que pesaba sobre todos aquellos por cuyas venas no corriera sangre real, o no hubieran alcanzado el rango de Sumo Sacerdote.
Por una férrea tradición que se remontaba a la noche de los tiempos, la sagrada «Honú» constituían un estricto tabú para la inmensa mayoría de los polinesios, y tan arraigada se encontraba tal prohibición, que algunos de quienes tenían la posibilidad de transgredirla sin castigo prefirieron continuar respetándola, pese a la expresa bula de la máxima autoridad civil y religiosa de la isla.
Según aseguraban los entendidos, la sabiduría, fuerza, capacidad sexual y resistencia al dolor de que hacían gala unas tortugas que conseguían alcanzar a menudo los doscientos años de edad, se transmitía a quien comía sus huevos y su carne, y por lo tanto se había hecho necesario vetar su consumo a todos cuantos no perteneciesen a las clases más privilegiadas, ya que de lo contrario se corría el riesgo de acabar con la especie.
Debido a ello, en el momento en que «Vahíne Tiaré» colocó ante Tapú Tetuanúi un cuenco de madera en el que seis huevos y un gran pedazo de carne flotaban en una apetitosa salsa de leche de coco y vainilla, el corazón y el estómago del muchacho dieron un vuelco al unísono, puesto que por un lado sentían la irresistible tentación de dar buena cuenta de tan fastuoso banquete, mientras que por el otro experimentaba el lógico rechazo hacia algo contra lo que se le había estado previniendo desde que tenía uso de razón.
Al fin venció el estómago; en parte por hambre, y en parte porque Tapú Tetuanúi confiaba tanto en su maestro Hiro Tavaeárii, que estaba convencido de que si éste afirmaba que lo que iba a hacer estaba bien, era porque — de momento — estaba bien.
En conjunto, una notable mayoría de los pasajeros del Marara acabó por sucumbir a unos manjares que venían a romper con la monotonía de meses de un menú basado casi exclusivamente en el pescado, y pese a que nadie tuvo ocasión de comprobar si con ello llegarían a ser más viejos, más sabios o más resistentes al dolor, lo que sí resultó evidente es que esa noche se desarrolló una incesante y ruidosa actividad amorosa en el minúsculo islote.
Las «Pahí-Vahínes» apenas dieron abasto para cumplir con sus excesivas «obligaciones» pese a que Ihona y tres de las muchachas recién liberadas no pusieron reparos a la hora de aliviarlas de tanta carga, ya que tras haber pasado por un durísimo trance en el que habían sido tratadas como meros pedazos de carne que pasaba de mano en mano, parecían tener necesidad de un poco de ternura, cariño y comprensión.
Las demás rechazaron de plano cualquier intento de aproximación por parte de los hombres, y «Miti Matái» dejó muy claro, y sin posibilidad alguna de discusión, que nadie debía molestar en lo más mínimo a aquellas que demostrasen no querer ser molestadas.
Por su parte, la princesa Anuanúa se había retirado al más apartado rincón del islote, de cara a mar abierto, y allí pasaba las horas a la sombra de una palmera, contemplando el océano como si esperase ver aparecer en cualquier momento la salvadora nave de su adorado Octar.
Parecía haber envejecido diez años, con los ojos hinchados, enrojecidos, e inyectados en sangre, y se diría que de improviso su vientre hubiera comenzado a crecer espectacularmente, como si el hijo que llevaba en su interior se estuviera desarrollando a marchas forzadas.
Ya apenas hablaba con «Vahíne Tiaré» cuando ésta le llevaba la comida, pero se pasaba las horas mascullando por lo bajo a un niño al que probablemente le estaba llenando el corazón y la cabeza de ansias de sangre y sed de venganza.
— Tal vez «Miti Matái» debiera dejarla aquí — señaló Vetea Pitó con manifiesto rencor —. Abandonarla en la isla y que se muera de asco.
— ¿Y si en verdad vienen los «Te-Onó» y la encuentran? — quiso saber Tapú.
— ¡Por mí que se la queden…! — fue la agria respuesta.
— Sería un peligro — le hizo notar su amigo serenamente —. No sólo para nosotros, sino sobre todo para Bora Bora. Anuanúa está como hechizada por el tal Octar, que la ha convertido en una especie de esclava. — Hizo un gesto que se parecía sospechosamente a los que solía hacer el «Navegante Mayor» —. ¿Te imaginas lo que significaría dejar en manos de aquellos a quienes hemos destrozado la isla, matando a tantos de sus parientes, a alguien que conoce tan bien Bora Bora? — Negó una y otra vez con la cabeza —. Nunca podríamos volver a dormir en paz.
— No había pensado en ello — admitió meditabundo el buceador —. Y es posible que tengas razón.
— La tengo — insistió Tapú Tetuanúi —. Hiro Tavaeárii me enseñó que tu peor enemigo suele ser casi siempre el de tu propia sangre, y Bora Bora se encontraría de improviso con que su peor enemigo era su propia reina. — Negó de nuevo —. Resultaría no sólo peligroso, sino, sobre todo, desmoralizante.
— ¿Y qué piensa hacer «Miti Matái» con ella?
— No lo sé — admitió honradamente el muchacho —. Ni tampoco creo que él lo sepa en realidad. Lo único que sé es que me ha pedido que no le permita regresar a Bora Bora.
El otro le observó como si le estuviera dando vueltas a la respuesta, y al fin replicó malhumorado:
— Pues si no podemos llevarla a Bora Bora, no podemos devolvérsela a los «Te-Onó», y no podemos tirarla al mar, ¿qué demonios podemos hacer con ella?
— Confiársela a Tané.
— ¿Qué quieres decir con eso? — inquirió Vetea Pitó algo amoscado —. A Tané únicamente se le «confían» los muertos.
— Anuanúa está muerta — fue la desconcertante respuesta —. Tan muerta como si llevara una semana pudriéndose…
Al tercer día, el Marara se encontraba libre ya de «Teredos», puesto que los que no habían caído o habían sido extraídos por los pájaros, habían muerto en el interior de sus galerías, pese a lo cual el carpintero fue de la opinión de que se necesitarían al menos cuarenta y ocho horas para que la capa de resina que se le había aplicado a los cascos secara y estuviera en disposición de emprender la marcha.
— Pero cada momento que pasamos en la isla corremos peligro — protestó Roonuí-Roonuí —. Y sería absurdo intentar hacerle frente a cien guerreros.
— Peor sería volver a sufrir el asalto del «Gran Diente» — le hizo notar «Miti Matái» —. Los cascos se encuentran muy debilitados y pasarán muchos meses hasta que lleguemos a Bora Bora.
Por unos instantes, Tapú Tetuanúi temió que fuese a producirse una confrontación entre la autoridad del «Jefe de los Guerreros» y la del capitán del Marara, pero el primero demostró ser consciente de que si insistía en hacer prevalecer sus derechos corría el riesgo de que quien en realidad reclamase el poder fuese Anuanúa, optando por aceptar que en teoría seguían en el mar, y el mando continuaba por tanto en manos del «Navegante Mayor», que era quien mejor sabía lo que cabía esperar de la nave.
A medianoche del día siguiente se alejaron las últimas nubes, cesó la espesa niebla que había estado limitando la visión, y una tímida luna en creciente hizo su aparición en un cielo límpido y esplendoroso.
Se celebró una fiesta con cantos y bailes, se cenó opíparamente a la luz de una hoguera cuyo resplandor no podía distinguirse desde el mar, y por primera vez en mucho tiempo los hombres y mujeres de Bora Bora abrigaron la ilusión de que los dioses estaban dispuestos a ayudarles a regresar a casa sanos y salvos.