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Tapú Tetuanúi, advirtió, no obstante, que «Miti Matái» apenas participaba del entusiasmo general, ya que muy pronto se retiró a un rincón de la playa que daba a una laguna que brillaba como si los corales devolvieran multiplicada la luz de las estrellas.

Era aquél un espectáculo sereno y prodigioso, pero que no obstante parecía inquietar el ánimo del «Navegante Mayor» de Bora Bora.

A la mañana siguiente, «Miti Matái» convocó una asamblea general y cuando todos — excepto la princesa Anuanúa — hubieron tomado asiento en la arena, señaló con su calma de siempre:

— Anoche estuve reflexionando sobre nuestra situación, y lo que ocurrirá si nos hacemos de nuevo a la mar para continuar huyendo de los «Te-Onó». — Se interrumpió y se diría que trataba de analizar la reacción que provocaban sus palabras —. Y llegué a una preocupante conclusión — añadió —. Entra dentro de lo posible que nos alcancen en mitad de una de estas interminables calmas, con lo cual acabarían con nosotros en un abrir y cerrar de ojos, o que nos sigan hasta Bora Bora para atacarnos allí provocando una masacre de proporciones incalculables…

Dejó a propósito en suspenso la última frase, para volverse hacia Roonuí-Roonuí, como esperando que fuera éste el que interviniera, cosa que el «Jefe de los Guerreros» hizo en efecto a los pocos instantes:

— Son riesgos que tenemos que correr — señaló —. ¿Qué otra opción nos queda?

— Plantarles cara donde menos se lo imaginan — fue la firme respuesta —. No más persecuciones. No más «Te-Onó». No más terror.

— ¿Plantarles cara? — repitió el otro —. ¿Dónde?

— Aquí mismo. En la isla.

— ¿Aquí…? — se asombró Roonuí-Roonuí —. ¿Es que te has vuelto loco? ¡No tendríamos la más mínima oportunidad de derrotarles! ¡Seríamos cuatro contra uno…!

— Lo sé — admitió el «Navegante Mayor» haciendo un significativo gesto con las manos —. ¡Pero se me ha ocurrido una idea que borraría a esa raza maldita de la faz de la tierra…! ¡La aniquilaríamos…!

Siguieron días excitantes.

Los más excitantes en la vida de unos seres que llevaban más de un año de continuas emociones y que creían tener derecho a imaginar que al fin habían conseguido superar las infinitas calamidades que el destino se había empeñado en proporcionarles.

No era así.

Ni construir un fabuloso barco, vencer al océano, alcanzar el confín del «Quinto Círculo», burlar a un tifón, o derrotar a sus enemigos y recuperar lo que era suyo a costa de la vida de compañeros muy queridos, parecía haber satisfecho a unos dioses que a cada nuevo paso disfrutaban colocando una piedra aún mayor en su camino.

¡Taaroa!

¡Oró!

¡Tané!

¡Qué poco caso habían hecho a las plegarias de todo un pueblo que les confió a sus hijos en el momento de emprender tan difícil aventura…!

¡Qué crueles se habían mostrado…!

¡Cuánto les habían exigido…!

— Todo se arreglará cuando yo muera — le señaló una noche «Miti Matái» a su discípulo predilecto en un descanso de su observación de un firmamento en el que una vez más estaba tratando de mostrarle los caminos de regreso a Bora Bora como si se los dibujara sobre una carta marina —. A partir de ese momento se habrá cumplido su más antigua ley, y Tané volverá a sonreír y a mostrarse complaciente… — Pasó con afecto el dedo por el antebrazo del muchacho y añadió —: De regreso a casa podrás exigir que te tatúen estrellas y constelaciones. Las necesitarás para saber dónde te encuentras cuando seas un gran navegante. ¡Pero recuerda…!: Procura no volver a salir jamás del «Cuarto Círculo» para que no caiga sobre tu nave la furia de Tané.

— Tú volverás… — replicó una vez más Tapú Tetuanúi ansiando creer en sus propias palabras —. Eres tan grande y tan sabio, que ni siquiera Tané se atreverá a destruir al mejor marino que jamás surcó los mares.

— Un buen marino tan sólo llega a serlo cuando acepta todas las leyes del mar… — fue la respuesta —. ¡Grábate eso en la mente! El océano es un dios al que si le entregas tu vida jurándole obediencia, permite que sobrevivas sobre su piel hasta el día en que decide que pases a formar parte de él… — El capitán del Marara, sonrió con extraña dulzura —. Si está satisfecho con tu comportamiento te lleva directamente a su corazón, por el que navegarás feliz hasta el fin de los tiempos. Si no lo está, te enviará a lo más profundo de sus frías entrañas, junto a los pulpos gigantes y las enormes serpientes… — Abrió una vez más las manos dejando claras sus conclusiones —. Lo que importa no es cómo, ni cuándo mueras, sino adónde vas a ir a parar cuando hayas muerto…

— ¿Y no tienes miedo? — se sorprendió Tapú.

— ¿Miedo? — se sorprendió a su vez su interlocutor —. ¿Por qué habría de tener miedo?

— Porque estás sano, aún eres fuerte y en Bora Bora te esperan tu mujer y tus hijos…

— Ellos ya no me esperan — fue la tranquila respuesta —. Desde el momento en que zarpamos saben que jamás regresaré y lo aceptan porque también saben que ése es el destino que Tané me tiene reservado… ¿Cómo se puede ir contra los deseos de los dioses? — quiso saber —. ¿Quién se atrevería a rebelarse contra ellos…? — Hizo un gesto de fastidio, como si pretendiese apartar una mosca que le molestase —. Pero no hablemos más de mí, sino de ti… — añadió —. ¿Qué piensas hacer cuando llegues a Bora Bora?

— Irme a estudiar con el Gran Vatau de Moorea, si es que aún vive y me acepta como discípulo.

— ¿Y Maiana…?

— No lo sé — admitió Tapú Tetuanúi con absoluta sinceridad —. Entra dentro de lo posible que en el momento de verla me tiemblen de nuevo las piernas, olvide mis propósitos y decida luchar por ella, pero hoy por hoy creo que es preferible olvidarla. Vetea Pitó sería un buen marido y se la merece más que nadie.

— Si yo fuera Maiana te elegiría a ti.

— No creo que a una mujer le importe mucho lo que un hombre consiga saber sobre estrellas, sino lo que consiga saber sobre ella misma. Y tanto Vetea Pitó como Chimé, le dedicarían muchísima más atención de la que yo podría dedicarle. — Hizo un gesto hacia el poblado firmamento —. Tendría demasiadas rivales… ¡Millones de ellas!

— Puedo entenderte mejor que nadie, puesto que a mí me ha ocurrido lo mismo — admitió el capitán del Marara —. Creo que en el fondo nunca le dediqué a Tupaia toda la atención que merecía, porque pretender ser demasiado sabio sobre lo que está lejos, nos vuelve a menudo demasiado ignorantes sobre lo que tenemos cerca. No quiero influirte — concluyó —. Pero si como parece, pretendes seguir mis pasos, intenta al menos no cometer mis mismos errores. No te cases hasta que no lo sepas ya todo sobre el mar.

— Jamás conseguiré saberlo todo sobre el mar — sentenció el muchacho.

— En ese caso, no te cases jamás — le aconsejó su mentor.

Aquélla fue la última vez que Tapú Tetuanúi y «Miti Matái» hablaron a solas, y tal vez debido a ello fue una charla que el muchacho siempre recordaría y que en cierto modo habría de marcar su destino, aunque, en realidad, su destino estuvo marcado por el «Navegante Mayor» desde aquella primera noche en que le ordenó que se aprendiera todos los «Avei'á» posibles en un rumbo nordeste.

Fue en aquel mágico momento cuando Tapú Tetuanúi se enamoró realmente de las estrellas y el océano, y era aquél un amor que superaba cualquier otra pasión, puesto que la sensación de serenidad y grandeza que el muchacho experimentaba al contemplar durante horas el estrellado cielo que se reflejaba en un mar infinito, no admitía la más remota comparación con el corto placer que le producía el poseer a una mujer, aunque esa mujer fuese la hermosa y apasionada Maiana.