Bora Bora tenía ya un nuevo «Navegante Mayor», aunque aún faltaran años para que pudiera exhibir dicho título con entera propiedad, y él mismo supiera que nunca conseguiría alcanzar la fama y los conocimientos de su mítico maestro y predecesor.
Tres días antes «Miti Matái» se había limitado a indicar a sus hombres lo que tenían que hacer, aunque por el tono de su voz más parecían simples sugerencias que verdaderas órdenes, como si en su fuero interno estuviese convencido de que su tiempo de mandar había quedado atrás para siempre.
Por la forma en que se comportaba cabría imaginar que su única intención era mostrar el camino que debían seguir para acabar de una vez por todas con sus odiados enemigos, pero dejando claro que si lo seguían o no era ya algo que se encontraba fuera de sus atribuciones.
Tané le debía haber enviado su último aviso.
Cuando se hubo cerciorado de que todo estaba dispuesto para recibir a los «Te-Onó», «Miti Matái» decidió retirarse al más apartado rincón del islote, donde pasó largas horas poniendo su alma a bien con los dioses para cuando llegara el momento de que éstos decidieran reclamarle.
Él sabía, mejor que nadie, que aquella perdida isla marcaba los límites entre el «Cuarto y Quinto Círculo», y que a partir de aquel punto le estaba vedado seguir adelante.
Tal vez se tratara — como Tapú Tetuanúi pretendía — de una estúpida superstición sin fundamento, pero en el fondo de su alma al «Navegante Mayor» le asustaba más la posibilidad de que la milenaria tradición se rompiera con él, que la seguridad de ir a reunirse con sus antepasados sin alterar la armonía de un mundo que siempre había sido así y así debería seguir siendo durante por lo menos dos mil años.
Como parecía abrigar la absoluta certeza de que entre Tapú Tetuanúi y el tuerto timonel devolverían la nave a puerto, debía dar por felizmente concluida su misión en este mundo.
Aunque los temibles «Te-Onó» tenían que pronunciar aún su última palabra.
— No pueden tardar… — aseguraba una y otra vez Chimé de Farepíti —. Si son tan buenos navegantes como asegura «Miti Matái», pronto estarán aquí… Y si no lo son, pronto estarán en el fondo del mar.
— Es posible que aún anden corriendo detrás de la calabaza — le hacía notar Vetea Pitó.
— A estas alturas, o la han alcanzado o la han perdido… — era siempre su respuesta —. ¡Ya vienen! ¡Lo presiento!
Desde que la primera claridad del alba se anunciaba por levante, hasta que un verde rayo despedía al sol por el oeste, treinta pares de ojos permanecían clavados en el horizonte, aunque con la caída de la noche todos se retiraban al seguro refugio bajo la cubierta del Marara manteniéndose, eso sí, cuatro centinelas que permanecían atentos al menor rumor que pudiera llegar de mar abierto.
Al fin, al cabo de más de una semana, «Miti Matái» pareció abandonar su voluntario retiro para volver a la realidad del mundo que le rodeaba.
— Es muy probable que lleguen mañana — dijo.
— ¿Por qué…? — inquirió en el acto Roonuí-Roonuí.
— Porque dentro de tres días habrá luna llena y saben que no nos gusta navegar con ella. — Sonrió como si se estuviera burlando de las intenciones de sus enemigos —. Necesitarán al menos un día para sacar a tierra sus barcos y ocultarlos, porque aunque su mayor preocupación actual sea liberarse de los «Niho-Nuí», o mucho me equivoco, o intentarán aprovechar la ocasión para tendernos una emboscada por si se nos ocurre aparecer por aquí.
— ¿Y si descubren que ya hemos llegado?
— Nos pasarán a cuchillo y nos arrancarán el corazón… — Los observó uno por uno —. Por eso es tan importante que en la isla no haya quedado el más mínimo rastro de nuestro paso. Ni una huella, ni una rama partida, ni una cagada entre los matorrales. ¡Nada! Nos va en ello la vida. — Los estudió con atención —. Esforzaos por recordar si habéis dejado algo que pueda delatarnos porque esos salvajes son magníficos cazadores acostumbrados a seguir el rastro de sus presas.
Aquella noche casi nadie pegó ojo en el islote, en parte por la tensión de saber que el enemigo se aproximaba, y en parte intentando recordar cuanto habían hecho durante su estancia en la isla.
Por fortuna, a los polinesios no suele gustarles adentrarse en la espesura o trepar a la cima de las montañas, limitando por lo general su vida cotidiana a una estrechísima faja costera, y debido a ello los guerreros no tuvieron excesivos problemas a la hora de limpiar la isla dejándola como si nadie hubiese puesto los pies en ella durante los últimos diez años.
Su aplicación fue tan meticulosa, que incluso dibujaron sobre las playas un buen número de las marcas que acostumbraban a dejar las tortugas cuando acudían a desovar, conscientes de que esas huellas constituían la mejor garantía de que no había seres humanos en la isla.
Pero pese a que todo pareciese estar bajo control y no existiesen motivos para temer ser descubiertos, la noche fue la más larga que la mayoría recordaba, y aún faltaban más de dos horas para el amanecer cuando uno de los centinelas los despertó susurrando roncamente:
— ¡Ahí están!
«Miti Matái» hizo un casi imperceptible gesto a Chimé de Farepíti que se apresuró a atar y amordazar a Anuanúa para evitar que alertara a quienes se aproximaban, y como se habían comido ya a todos los animales domésticos, y los hombres y mujeres del Marara tenían órdenes estrictas de no pronunciar una sola palabra, de allí en adelante no se escuchó el menor sonido impropio de una isla solitaria y desierta en mitad del Pacífico.
Mientras aún era de noche y las naves enemigas se encontraron a más de una milla de distancia, el «Navegante Mayor» permitió observarlas, y a más de uno le impresionó verlas aproximarse a la luz de una luna que estaba a punto ya de ocultarse en el horizonte.
No eran más que dos manchas que se deslizaban lentamente sobre un océano en calma, pero Tapú Tetuanúi no pudo por menos que experimentar la turbadora sensación de que se trataba de dos gigantescas arañas de infinitas patas que se aprestaran a caer sobre sus desprevenidas víctimas aprovechando las tinieblas.
Al pobre muchacho comenzaron a sudarle las manos para experimentar a continuación unos casi invencibles deseos de salir corriendo, y tan sólo un sobrehumano esfuerzo de voluntad le permitió permanecer clavado sobre la arena como hipnotizado por la proximidad de aquellos sanguinarios salvajes que no dudarían en devorarles las entrañas si conseguían ponerles la mano encima.
Una vez más se planteó lo absurdo de una desconcertante situación en la que los originarios «vengadores» corrían serio peligro de convertirse a su vez en castigados.
¿Pero quiénes habían sido en definitiva los castigados?
Todos.
Hombres, mujeres, ancianos y niños de Bora Bora y «Te-Onó» habían sufrido por igual las consecuencias de aquella triste aventura, y Tapú Tetuanúi no pudo por menos que preguntarse, si la satisfacción que habría experimentado el bestial Octar a la hora de violar a un puñado de inocentes muchachas, compensaba por la magnitud de los sufrimientos que tales violaciones habían acarreado.
— Tal vez esté arrepentido de lo que ha hecho — musitó para sus adentros —. O tal vez tan sólo esté furioso porque las cosas le hayan salido al revés…
Las dos gigantescas naves y sus casi cien tripulantes progresaban inexorablemente, y cuantos aguardaban en el diminuto islote tenían plena conciencia de que durante las horas que siguieran se encontrarían a su merced, puesto que con el «Pez Volador» desarmado y semienterrado en la arena, no existía ni aun la tan socorrida posibilidad de emprender una desesperada huida.