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Si los «Barracudas» les descubrían, muy pronto estarían muertos. Muertos y probablemente devorados.

La luna envió un lánguido y postrer saludo para desaparecer como si temiera ser testigo de cuanto iba a ocurrir en aquella perdida isla del Pacífico, y la imperiosa orden de regresar al refugio corrió de boca en boca en un simple susurro.

Nadie se negó a obedecer, y cuando al fin amaneció lo que prometía ser un día en verdad interminable, hasta el último tripulante se encontraba ya en el interior de la profunda zanja que habían excavado, colocándole como «techo» la cubierta del catamarán.

Cegada la entrada, tan sólo a través de estrechas troneras alcanzaban a entrever cuanto ocurría en el exterior, y fue así como asistieron a la llegada de las naves a la playa de poniente, al ordenado desembarco de una treintena de exploradores que recorrieron la isla palmo a palmo, y a la posterior tarea de abrir dos profundos claros en la espesura para ocultar en ella sus barcos.

A veces les llegaban, confusas, las órdenes del hercúleo Octar pese a que se encontrase a poco más de un kilómetro de distancia, al otro lado de la laguna, y más tarde advirtieron los broncos gritos con los que los «Te-Onó» se animaban los unos a los otros a la hora de arrastrar los pesadísimos catamaranes.

La casi totalidad de los hombres tenían que aunar esfuerzos cada vez que pretendían que las quillas gemelas avanzaran un par de metros sobre los troncos que habían extendido sobre la arena, y no cabía duda de que eran aquéllos unos navíos fuertes y resistentes, cuyas afiladas proas constituirían eficacísimos arietes a la hora de lanzarse al abordaje.

En la más alta cumbre de la isla se distinguía con toda nitidez a dos centinelas que oteaban sin descanso el horizonte, y Tapú Tetuanúi se preguntó qué ocurriría si llegaran a sospechar que algo extraño acontecía en el islote que tenían casi bajo sus mismos pies, y uno de ellos decidía echar un simple vistazo.

No obstante, los tripulantes del Marara habían dispuesto de tiempo sobrado para ocultarse, y ni aun desde tan considerable altura conseguiría nadie — más atento a lo lejano que a lo próximo — imaginar que bajo aquella arena, aquellas rocas y aquellos matojos de inocente apariencia dormía un catamarán de casi treinta metros de largo por diez de ancho.

Fue, en efecto, un día largo y agotador, sobre todo para los «Te-Onó» que lo aprovecharon al máximo, puesto que a media tarde hubiera resultado muy difícil adivinar que entre las palmeras y la vegetación que nacía al borde mismo de la ancha playa que dominaba la costa oeste de la isla se ocultaban de igual modo sus dos embarcaciones.

Pero fue a su vez uno de los días más angustiosos en la vida de los hombres y mujeres que se apiñaban bajo la arena del islote, sudando a mares, ahogándose por la falta de un aire que no se decidía a penetrar por las minúsculas troneras, y soportando el hedor de unos cuerpos que rezumaban tal miedo que corría el peligro de convertirse en epidemia.

Nadie durmió, nadie comió, y casi nadie bebió pese a que se encontraran al borde de la deshidratación, puesto que el pánico imponía una ley que superaba incluso a las más perentorias necesidades físicas.

Las últimas horas de la tarde, con el refugio convertido en un horno pestilente mientras un sol que se divertía burlándose de sus padecimientos se negaba a abandonar el cielo manteniéndose inmóvil sobre la línea del horizonte, fueron probablemente las más amargas en la vida de la mayor parte de los tripulantes del «Pez Volador», hasta que, como si se aburriera de aquel absurdo juego y decidiese dejar a los estúpidos seres humanos a solas con sus miserables problemas, ese mismo sol se zambulló de improviso en el océano permitiendo que las primeras sombras ocuparan su puesto.

— ¿Preparados? — susurró «Miti Matái».

Todos lo estaban. Desde hacía horas; desde hacía días; casi desde hacía siglos, puesto que cada uno de ellos había estado repasando mentalmente una y mil veces hasta el más mínimo movimiento que debía realizar desde el momento mismo en que, con la caída de la noche, comenzaran a arrastrarse fuera de su escondite.

Nunca fueron tan densas — ni tan amadas — las tinieblas, ni nunca nadie las aprovechó tan intensamente.

El grupo de hombres y mujeres se deslizó sin pronunciar una sola palabra ni realizar un solo gesto inútil hasta donde se encontraba el casco de estribor del Marara, y tras retirar sigilosamente cuanto lo camuflaba, comenzó a arrastrarlo centímetro a centímetro hacia mar abierto, al otro lado de la laguna y el arrecife de coral.

Casi una hora después, cuando ese primer casco tenía ya media quilla dentro del agua y la otra mitad aún sobre la arena, regresaron a por el segundo, para repetir la operación con idéntico sigilo e idéntico silencio, de tal forma que un intruso que se hubiera encontrado a menos de doscientos metros de distancia, apenas hubiera conseguido darse cuenta de que algo extraño estaba aconteciendo en la cercana playa.

En el momento en que al fin ambos cascos descansaban en paralelo al borde del agua, libraron la cubierta de su capa de arena y ramas, transportándola en volandas para que el carpintero y sus ayudantes la ajustaran lo mejor posible aunque de forma harto provisional, aprovechando para ello la leve luz de las primeras estrellas que comenzaban a brillar con fuerza en el firmamento.

No se podía hacer mucho más por el momento, puesto que una enorme luna estaba a punto de hacer su aparición en el horizonte y para entonces debían encontrarse ya muy lejos.

Roonuí-Roonuí, Chimé de Farepíti y cuatro guerreros con el cuerpo burdamente dibujado con los tatuajes de los «Te-Onó», permanecieron en tierra. El resto, ayudó a las mujeres — incluida la maniatada Anuanúa — a embarcar, empujó la nave para acabar de ponerla a flote y trepó a bordo para comenzar a remar en silencio y sin levantar ni una gota de agua.

En cuanto los perdieron de vista, Roonuí-Roonuí y los cuatro guerreros se tumbaron boca abajo en una rudimentaria balsa que mantenían oculta entre los matorrales, para comenzar a bogar sin más ayuda que las manos en dirección a la isla.

Chimé de Farepíti se quedó solo — terriblemente solo — en el islote.

Una enorme luna amarillenta se alzó poco antes de que la balsa alcanzara la costa, por lo que Roonuí-Roonuí y sus hombres tuvieron que apresurarse a ocultarse entre la maleza antes de que cobrase fuerza rielando sobre la laguna.

Media hora más tarde los vigías que se encontraban en la cima de la montaña habrían jurado por sus vidas que nada anormal había acontecido en la isla durante el tiempo que permaneció en tinieblas.

Ni tampoco ocurrió nada digno de mención durante las horas que el «Pez Volador» permaneció al pairo a unas tres millas mar afuera, puesto que su carpintero necesitaba de mucho tiempo y mucha calma para ajustar definitivamente la cubierta, izar los mástiles y tensar los obenques.

«Miti Matái» se cercioró con sumo cuidado de que su nave volvía a ser la de siempre, calculó la altura de las estrellas, y por último ordenó a los remeros que bogaran sin prisas hacia la entrada de la laguna que se encontraba situada exactamente a espaldas de aquella otra en la que se ocultaban las piraguas de los «Te-Onó».

Con la luna iluminándola de lleno, muy pronto la silueta del Marara resultó claramente visible para los vigías que se encontraban en la cumbre, y que no pudieron contener su entusiasmo al comprobar que sus enemigos pretendían aprovechar esa luna para librar sus naves de los destructivos «Niho-Nuí», ya que como excelentes marinos que eran, habían sabido encontrar la única isla existente en muchas millas a la redonda.

Pero como las provisiones de su astuto rey se habían cumplido, allí estaban ellos; los vengativos «Te-Onó», esperándolos.

Si los polinesios hubieran conocido el juego del ajedrez, Octar se habría felicitado a sí mismo por haber sido capaz de predecir con toda exactitud los movimientos de su rival, aunque se vio obligado a admitir que éste había hecho su aparición mucho antes de lo que había supuesto.