A Tapú Tetuanúi y Vetea Pitó el desconocido salvaje hubiera sido capaz de partirles el cuello de un simple mordisco.
Le observaron desde unos veinte metros de distancia, esforzándose por descifrar alguno de los insultos que les espetaba, y al fin Vetea Pitó señaló convencido:
— Creo que lo mejor será pedir ayuda.
— ¿Ayuda? — se asombró Tapú —. ¿Acaso somos niños que necesitan ayuda para sacar del agua un tiburón? Si pedimos ayuda seremos el hazmerreír del pueblo por el resto de nuestras vidas — concluyó —. Lo cogeremos.
— ¿Cómo?
El muchacho dudó, observó a Chimé que dudaba a su vez entre continuar donde estaba o lanzarse al ataque pese al evidente temor que experimentaba, y por último se desenrolló de la cintura una larga honda, buscó una gruesa piedra y se dispuso a lanzarla.
«La bestia» pareció comprender el peligro que se le avecinaba y rugió con más fuerza, pero en esta ocasión Tapú no se dejó intimidar, y haciendo girar la honda con todas sus fuerzas apuntó con cuidado y lanzó la piedra.
El monstruoso guerrero hizo ademán de precipitarse hacia ellos, pero resultó evidente que en su estado apenas si podía mantenerse en pie apoyándose en una roca, por lo que al cabo de cuatro intentos un pesado guijarro le alcanzó en pleno rostro tumbándole de espaldas con un alarido de dolor.
Al instante Chimé se precipitó sobre él blandiendo la maza, pero Vetea Pitó le gritó secamente:
— ¡No lo mates…! ¡No lo mates! Es el único que puede aclarar de dónde viene.
«El Gigante de Farepíti» obedeció limitándose a propinarle a su víctima un seco golpe en la cabeza que acabó por dejarle inconsciente, y cuando ya no les quedó la más mínima duda de que no podía revolverse y atacarles, comenzaron a bailotear a su alrededor dejando escapar de ese modo toda la tensión que les atenazaba.
Al fin se derrumbaron, rendidos de excitación para observarlo de cerca.
— ¿De dónde vendrá? — inquirió Vetea Pitó expresando el sentir general —. Jamás imaginé que pudiera existir un ser tan espantoso.
— No es de estas islas — replicó Chimé convencido —. Ni de las Marquesas, las Australes o las Tonga. Tiene que haber llegado del «Quinto Círculo».
— Eso está claro — admitió Tapú Tetuanúi —. Nadie oyó hablar jamás de una «cosa» semejante… — Hizo una corta pausa y se inclinó sobre el rostro del yacente —. Me pregunto si el mundo es tan grande como para dar cobijo a una raza tan horrenda.
— Por lo visto el mundo es muy grande — puntualizó Vetea Pitó con la seguridad de un entendido —. «Miti Matái» cuenta que tardó casi un año en regresar del mar en que se solidifica el agua, y que en su camino descubrió una isla defendida por guerreros de piedra de más de diez metros de altura.
— Daría cualquier cosa por escuchar la historia de ese viaje — suspiró Tapú Tetuanúi.
— «Miti Matái» nunca habla de ese viaje — le hizo notar Chimé de Farepíti.
— Mi padre, que navegó con él, asegura que tan sólo lo hace cuando lleva muchos días de travesía — le corrigió Tapú —. Por lo visto el mar le ayuda a hablar.
Poco después miró hacia lo alto, calculó la posición del sol, se puso en pie cansinamente y añadió:
— Será mejor que nos vayamos si queremos llegar antes de que anochezca.
— ¿Y qué hacemos con él?
— Nos lo llevamos.
Cortaron una gruesa rama, la despojaron de las hojas, y colgando a su presa por los tobillos y las muñecas como si se tratara de un cerdo salvaje, se lo echaron al hombro para buscar el camino de regreso al poblado, sudando y maldiciendo.
Les costó un esfuerzo inaudito, pero valió la pena, puesto que al atardecer hicieron su triunfal entrada en el «Marae» donde se encontraban reunidos los adultos, para depositar a sus pies el cuerpo de «la bestia» y la extraña maza cubierta de grabados.
La mayoría de los presentes no daban crédito a sus ojos, y el rostro de Roonuí-Roonuí se ensombreció, mientras a los labios de Hiro Tavaeárii asomaba una leve sonrisa.
— Veo que tenías razón — musitó agitando repetidamente la cabeza —. Y te pido disculpas por mi errónea actitud. ¿Es éste el hombre con el que te enfrentaste?
— Jamás me enfrenté a él — reconoció Tapú Tetuanúi en un auténtico derroche de sinceridad —. Corrí como un cangrejo, pero conseguí que cayera en mi trampa.
Nadie se molestó siquiera en responderle, inclinados como estaban sobre el salvaje, y los más ancianos se afanaban limpiando el barro que le cubría la piel para intentar descubrir por medio de los tatuajes algún indicio que pudiera orientarles sobre su lugar de procedencia.
Alguien trajo agua que le arrojaron a la cara y el horrendo bárbaro agitó la cabeza, abrió los ojos, miró a su alrededor y mostró una vez más los afilados y amarillentos dientes con un gruñido que obligó a más de uno a dar un paso atrás temiendo una dentellada.
— ¿Quién eres? — quiso saber Hiro Tavaeárii —. ¿Y de dónde vienes?
Ocurrió entonces la cosa más impresionante de que Tapú Tetuanúi hubiera sido nunca testigo, pues como si comprendiese la pregunta, «la bestia» mostró de pronto más de media lengua, y cerrando las mandíbulas con inusitada violencia se la cortó de cuajo permitiendo que se deslizara sobre su pecho para precipitarse al suelo.
Un gran chorro de sangre manó como una fuente de su boca, y ahora sí que hasta el último de los presentes se quedó de piedra o dio un grito de espanto al comprobar hasta qué extremos llegaba la brutalidad de un monstruoso ser de apariencia remotamente humana.
¿Qué clase de raza era aquélla que prefería automutilarse de forma tan terrible a contar de dónde provenía?
¿Qué grado de crueldad podría alcanzar con sus enemigos, si se comportaba así consigo misma?
La inesperada acción había cogido tan desprevenidos a los presentes, que por unos instantes no fueron capaces de reaccionar o de moverse, y tan sólo cuando el chorro de sangre que manaba de la boca empapó por completo los tatuajes del pecho, Hiro Tavaeárii extendió la mano y ordenó secamente:
— Llevadlo a casa de Hinói Tefaatáu y que le corte la hemorragia con una piedra candente. Lo necesitamos vivo.
Cuando entre cuatro guerreros sacaron del «Marae» al herido que se agitaba y retorcía en un inútil esfuerzo por zafarse, el anciano maestro de Tapú Tetuanúi le hizo un gesto para que tomara asiento, al igual que a los orgullosos Chimé de Farepíti y Vetea Pitó.
— Habéis sido muy valientes — dijo —. Y me habéis recordado una sabia lección que había olvidado: en tiempos difíciles la más pequeña ayuda debe ser aceptada y el más humilde consejo debe ser escuchado. — Sonrió con afecto —. Como premio a vuestro esfuerzo os autorizo a asistir a las deliberaciones del Consejo.
— ¡Pero si son tan sólo unos chiquillos…! — intentó protestar Roonuí-Roonuí, aunque una severa y autoritaria mirada del anciano «regente» le obligó a guardar silencio.
Al poco, Hiro Tavaeárii tomó asiento al pie del trono que tan sólo podría ocupar en un futuro la joven princesa Anuanúa, y tras observar con profunda tristeza a todos los presentes comenzó con voz grave:
— Somos una pequeña isla de gente pacífica a la que largos años de resistencia a la tiranía de la poderosa Rairatea, le permitió ganarse el respeto de sus vecinos. — Hizo una corta pausa, pues era ya un hombre muy mayor y necesitaba tiempo para recuperar el aliento, y tras clavar la vista en el disco del sol que estaba a punto de desaparecer en el horizonte añadió —: Pero ahora, unos bárbaros nos han despojado de todo cuanto constituía nuestro orgullo: el prudente rey Pamáu, su hija, cuyo matrimonio con el príncipe de Rairatea nos habría garantizado siglos de paz y de armonía; el cinturón de plumas amarillas, símbolo de nuestra independencia; la «Gran Perla Negra» que todos envidiaban, y algunas de las más hermosas hijas de nuestro pueblo que a estas alturas ya habrán sido salvajemente ultrajadas…