Octar y sus principales lugartenientes treparon de inmediato a un otero desde el que se dominaba la costa de levante para analizar mejor la progresión de un catamarán que se aproximaba a la barrera de arrecifes con la prudencia que cabía esperar de un capitán que no debía estar muy seguro de lo que se ocultaba bajo sus quillas.
Íntimamente, cada «Te-Onó» debió rogar a sus dioses para que permitieran a sus enemigos descubrir sin dificultad la entrada a la laguna y sin duda sus dioses les escucharon, porque tras meticulosas comprobaciones, el Marara se adentró en aguas tranquilas para aproximarse a la gran playa de levante.
El rey Octar debió librar en esos momentos una difícil lucha en su interior, puesto que de improviso se le presentaban dos opciones muy diferentes: botar al agua sus piraguas para cerrar con ellas las salidas de la laguna atrapando en su interior al «Pez Volador», o distribuir a sus guerreros por la espesura que rodeaba la playa para caer sobre sus enemigos en el momento en que pusieran el pie en la arena.
Estudió la posición de la luna, calculó el tiempo de que disponía — y tal como ya «Miti Matái» había calculado con anterioridad — llegó a la conclusión de que ese tiempo estaba en su contra. La luna se ocultaría mucho antes de que hubiera conseguido sacar los pesados catamaranes de su escondite, empujarlos sobre la arena y ponerlos en disposición de lanzarse al ataque, teniendo en cuenta que debía basar luego la eficacia de ese ataque en las fuerzas de unos remeros que a aquellas alturas se encontrarían exhaustos.
Corría de igual modo el grave riesgo de que los exploradores que sin duda desembarcaría el enemigo advirtieran su maniobra, con lo que darían sobrado tiempo a emprender la huida a una nave que había demostrado ser increíblemente veloz a poco viento que hubiera.
De momento no soplaba viento alguno ni parecía que fuera a levantarse, pero aun así decidió descartar una batalla naval de tan incierto resultado, puesto que mucho más clara se le antojaba la opción de una emboscada en tierra. Ordenó por tanto a sus hombres que se distribuyesen en silencio por la playa, y que dejasen pasar libremente a los exploradores del Marara si es que se daba el caso de que desembarcaran.
Sentado frente a un montón de hojarasca y ramas secas en el islote ahora solitario, Chimé de Farepíti permanecía con los ojos clavados en la playa de poniente, atento al menor movimiento que pudiera indicar que los «Te-Onó» decidían lanzar al agua sus naves. De ser así, su misión era a la vez sencilla y peligrosa: lo único que tenía que hacer era prenderle fuego al montón de hojarasca con el fin de provocar un incendio en la maleza cuyo resplandor fuera visible por las gentes del Marara que en tal caso emprenderían de inmediato la huida.
Ese fuego alertaría a su vez a Roonuí-Roonuí y sus cuatro compañeros, que al instante tendrían que regresar al islote para que el catamarán pasara a recogerlos.
Aquélla constituía la fórmula de escape que «Miti Matái» había diseñado con el fin de evitar verse atrapado en el interior de la laguna por unas naves que sabía infinitamente más poderosas que la suya, aunque en el fondo de su alma estaba convencido de que el inteligente Octar se inclinaría por la opción de tenderle una emboscada en tierra.
Al poco decidió hacerle concebir mayores esperanzas, por lo que ordenó a los remeros que se aproximaran un poco más a tierra hasta detenerse a unos cien metros de la playa.
La delicada maniobra significaba ponerse casi al alcance de las lanzas de los «Te-Onó», pero pronto resultó evidente que éstos preferirían continuar ocultos entre las palmeras y los «miki-mikis» que nacían justo al borde de la arena, nerviosos, espectantes y mascando su ira por el hecho de que sus odiadas «víctimas» no se decidieran a desembarcar de una vez por todas.
Bajo la brillante luz de la enorme luna, Octar creyó distinguir la silueta de la princesa Anuanúa atada al mástil de proa, por lo que se vio obligado a morderse los labios para no ordenar un inmediato y desenfrenado ataque.
Mil veces se había arrepentido durante aquellos días por haber aceptado que Anuanúa le convenciera de que no corría peligro al permitir que la intercambiase por los rehenes, segura como estaba de que el fiel «Miti Matái» la devolvería de inmediato a su lado.
Ningún «Te-Onó» hubiera osado contradecir las órdenes de su rey, y mucho menos atarlo como a un esclavo al mástil de su embarcación.
Cuando al fin consiguiera ponerles la mano encima a quienes habían arrasado su isla, asesinado a sus súbditos y secuestrado a la mujer que más había amado, y que era a la vez la madre de su hijo, Octar estaba decidido a infligirles tales torturas y una muerte tan horrenda, que los «Hombres-Memoria» lo recordarían por los siglos de los siglos como la más refinada venganza que había tenido lugar sobre la superficie del planeta.
Al poco, dos exploradores se dejaron deslizar por la borda del «Pez Volador» para nadar muy despacio hacia la playa y Octar advirtió que el corazón le daba un vuelco, seguro como estaba de que si los exploradores desembarcaban, a continuación lo haría el resto de la tripulación.
A proa del Marara, su capitán no perdía detalle de cuanto ocurría en tierra, al tiempo que sus remeros permanecían atentos por si tenían que comenzar a bogar apresuradamente.
En realidad, los «exploradores» no eran más que los dos nadadores más veloces de Bora Bora, a los que había ordenado aproximarse a la orilla pero manteniéndose atentos a regresar a toda prisa a la menor señal de peligro.
Como resultaba lógico imaginar, el impaciente Octar no intentó atacarles, sino que se limitó a indicar a sus hombres que se ocultaran aún mejor para que no pudieran sospechar su presencia en el momento de adentrarse en la isla.
A los pocos minutos, la punta de «El Anzuelo de Mahui»[11] hizo su aparición en el horizonte, y como ésa era la señal convenida, Roonuí-Roonuí y sus guerreros iniciaron una sigilosa marcha hacia el escondite de los dos enormes catamaranes, a los que, contra lo que imaginaban, descubrieron sin vigilancia alguna.
Resultaba evidente que los «Te-Onó» abrigaban la certeza de que sus enemigos se encontraban al otro lado de la isla y a bordo de una nave, por lo que ni siquiera habían tomado la elemental precaución de mantener una guardia de seguridad en torno a las suyas, ya que jamás se les había pasado por la mente la idea de que aquellos a quienes intentaban emboscar conocieran de antemano sus intenciones.
Tan imprudente comportamiento superaba las más optimistas expectativas de Roonuí-Roonuí, que se limitó a vigilar por si alguien se aproximaba mientras sus compañeros se dedicaban a la delicada tarea de ir cortando — con la inestimable ayuda de los afilados cuchillos españoles — ocho de cada diez uniones de las tablas que conformaban la proa de los catamaranes, aprovechando al propio tiempo para introducir de tanto en tanto las puntas de las dagas entre las ranuras y liberarlas así de la dura pasta de resina de «pandanús» que había servido para calafatearlas.
Realizaron su destructora tarea con tal rapidez y eficacia, que media hora más tarde, las cuatro proas de las dos pesadas naves de guerra apenas podrían haber soportado una fuerte patada sin desmoronarse, pese a lo cual su apariencia externa no mostraba a simple vista cambio sustancial alguno.
La luna se encaminaba hacia su ocaso, y en la playa de levante los supuestos «exploradores» continuaban a la orilla del agua como si dudaran a la hora de decidirse a penetrar en la espesura.
Los «Te-Onó» comenzaban a desconcertarse.
Cuando la estrella que marcaba el punto más bajo de «El Anzuelo de Mahui» surgió en el firmamento fiel a su cita de milenios, los dos «exploradores» regresaron nadando sin prisas al «Pez Volador», al tiempo que el grupo de Roonuí-Roonuí volvía en busca de la pequeña balsa.
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La estrella «Antares» que forma parte de la constelaciуn zodiacal de Escorpio. (N. del A.)