La luna estaba a punto de ocultarse.
En cuanto los dos hombres se encontraron a bordo, «Miti Matái» chasqueó los dedos y los remeros emproaron de inmediato la nave hacia el exterior de la laguna.
El rey Octar se encontraba al borde de un ataque de ira al comprobar que había tenido a su amada Anuanúa casi al alcance de la mano y una vez más se la arrebataban.
Se preguntó si algún detalle que se le pasara inadvertido habría alertado a los exploradores, y comenzó a arrepentirse de no haber lanzado al agua sus naves cuando aún estaba a tiempo.
Por suerte para él, al poco pudo comprobar que el Marara no parecía tener intención alguna de alejarse definitivamente de la isla.
La postrera luz de la luna le permitió observar cómo iba costeando a no más de doscientos metros del arrecife de coral, para acabar por detenerse justo frente al islote que se alzaba en su ángulo norte, donde se mantuvo al pairo, aguardando sin duda un amanecer que le permitiese hacerse una clara idea de qué era lo que esperaba en tierra.
A los pocos minutos las tinieblas se adueñaron del paisaje, y Octar convocó a sus lugartenientes con el fin de mantener un cambio de impresiones. De nuevo se le presentaba idéntico dilema: o mantenerse donde estaba confiando en que en esta ocasión las gentes de Bora Bora decidieran desembarcar, o aprovechar las dos horas de oscuridad que quedaban para arrastrar las naves al agua y sorprender a sus enemigos atacándoles desde ángulos opuestos.
— Resultará muy difícil que consigamos ocultarnos sin que los exploradores nos descubran a la luz del día — argumentó el más anciano de sus lugartenientes —. Y en ese caso nos tomarán una gran ventaja perdiéndose de vista en lo que tardamos en tener a punto nuestros barcos.
Lanzarse por lo tanto de inmediato al ataque fue la casi unánime decisión, por lo que a los pocos minutos la práctica totalidad de los «Te-Onó» se esforzaba por poner los catamaranes en el agua lo más pronto posible y en absoluto silencio.
Roonuí-Roonuí se mantuvo oculto a corta distancia de las naves hasta que no le cupo duda de que habían comenzado a botarlas, momento en el que se deslizó hasta donde le esperaban sus hombres a bordo de la balsa.
Remando en silencio alcanzaron el islote en el que les esperaba Chimé de Farepíti, para continuar juntos mar adentro hasta abordar al «Pez Volador».
— ¿Vienen? — fue lo primero que quiso saber «Miti Matái», en el momento en que pusieron pie en cubierta.
— Vienen — confirmó el «Jefe de los Guerreros» sonriendo abiertamente —. Al amanecer los tendremos aquí.
— ¿Hicisteis bien vuestro trabajo?
— Lo hicimos.
— ¡Magnífico! — fue el alegre comentario del «Navegante Mayor» —. Creo que esta vez se llevarán una desagradable sorpresa.
Indicó a sus remeros que se alejaran media milla de la costa, y cuando lo hubieron hecho les pidió que intentaran dormir un rato.
— En cuanto amanezca necesitaremos todas nuestras fuerzas — dijo —. ¡Todas!
Pero durante lo poco que quedaba de noche nadie consiguió dormir ni tan siquiera un minuto a bordo del Marara, por lo que Tapú Tetuanúi y Vetea Pitó acudieron de inmediato a tomar asiento junto a Chimé de Farepíti, al que felicitaron por el valor que había demostrado al quedarse solo en el islote consciente como estaba de que si se veía obligado a encender fuego corría serio peligro de que los «Te-Onó» le atraparan.
— Jamás me hubieran atrapado — fue la firme respuesta del chicarrón —. «Miti Matái» lo tenía todo muy bien organizado.
— No cabe duda de que es un genio — corroboró Vetea Pitó —. Lo que tendríamos que hacer es proclamarle rey en lugar de esa cerda de Anuanúa.
— «Miti Matái» está convencido de que nunca regresará a Bora Bora — le hizo notar Tapú Tetuanúi —. Y aunque volviera, jamás aceptaría el cinturón real. Le basta con ser quien es.
— Lástima… — se lamentó el buceador —. Porque lo que sí es seguro, es que nunca hubiéramos conseguido un rey más astuto, más noble, o más valiente.
— A cambio tendremos a la reina más estúpida, más puerca, y más odiosa… — hizo notar Chimé de Farepíti indicando con un gesto la figura de Anuanúa que permanecía acurrucada en proa, con la vista clavada en la isla —. ¿Por qué resulta siempre la vida tan injusta?
— Ella nunca llegará a convertirse en reina de Bora Bora — replicó Tapú Tetuanúi con sorprendente seriedad —. De eso podéis estar seguros.
— ¿Se te ha ocurrido alguna idea para librarte de ella? — inquirió de inmediato un esperanzado Vetea Pitó.
— Es posible… — afirmó su amigo —. Si algo le ocurriese a «Miti Matái», cosa que los dioses ojalá no permitan, yo tomaría el mando de la nave, y en ese caso estoy decidido a desembarcarla en el primer atolón solitario que encontremos… — Hizo una corta pausa y añadió —: He estado repasando las leyes, y no existe ninguna que estipule que aquel que abandona a un rey en un atolón desierto, tenga por qué convertirse necesariamente en tiburón.
Vetea Pitó y Chimé de Farepíti le observaron con innegable escepticismo, y al fin el primero de ellos señaló negando con la cabeza:
— ¡Me da la impresión de que tú las leyes te las inventas…! — Lanzó un resoplido —. O al menos que tan sólo te acuerdas de aquellas que te convienen.
— No me las invento… — le aclaró su amigo —. Pero en cierta ocasión Hiro Tavaeárii me hizo comprender que las leyes las han creado los hombres y tan sólo se conservan en la memoria de los hombres…
— ¿Y eso qué significa…?
— Que de igual modo, los hombres pueden crear otras nuevas u olvidar las que ya existen — fue la respuesta —. Las leyes no son como el sol, la luna o las estrellas, que siempre han estado ahí, nunca han cambiado y nunca cambiarán. Las leyes tienen que adaptarse a los tiempos, pues no debe interpretarse de igual modo una orden bajo el reinado del bondadoso Pamáu, que bajo el reinado de la cruel Anuanúa si es que llega a gobernar.
Vetea Pitó, que había escuchado en completo silencio, se volvió al gigantón al tiempo que señalaba a Tapú Tetuanúi.
— Deberíamos dedicarnos a estudiar leyes para cambiarlas luego a nuestro antojo — dijo con desconcertante seriedad —. Este desvergonzado está consiguiendo todo lo que se propone sin que nadie se atreva a contradecirle… — Lanzó un sonoro bufido —. Menos mal que sólo sueña con convertirse en «Navegante Mayor», porque con lo que enreda podría llegar a regente.
— Yo no «enredo» — replicó Tapú Tetuanúi con idéntica seriedad —. Me limito a pensar, porque he tenido dos maestros que me han enseñado que pensar es lo único que nos permite enfrentarnos a aquellos que son más fuertes que nosotros. Si «Miti Matái» no supiera pensar como lo hace, es muy probable que hoy mismo acabáramos por ser aniquilados por esos salvajes… — Por último añadió —: «La Gran Dama Solitaria» está a punto de desaparecer… Pronto amanecerá.
— ¡Las mujeres a los remos! ¡Los hombres a las armas!
La seca orden del «Navegante Mayor» puso a todos en movimiento, porque tal como acababa de señalar Tapú Tetuanúi, el alba anunciaba su presencia, y en cuanto una levísima claridad lechosa comenzó a adueñarse del cielo y la silueta de la isla surgió de las tinieblas, pudieron advertir cómo dos grandes catamaranes abandonaban la laguna, una por poniente y otra por levante, para avanzar con rapidez en un claro intento de atraparles entre ambas.
No había viento, ni cabía abrigar la esperanza de que soplara ese día, por lo que la única posibilidad de salvación se centraba en una veloz huida.