Pese a todos los esfuerzos de las muchachas, los «Te-Onó» ganaban terreno a ojos vista, pero podría asegurarse que aquello no era algo que preocupara en exceso a «Miti Matái». Tenía plena conciencia de que sus enemigos debían encontrarse muy fatigados tras esforzarse durante casi dos horas arrastrando sobre la arena unas pesadísimas embarcaciones, y que la velocidad que estaban imprimiendo a sus paladas acabaría por reventarles pronto o tarde.
De momento el capitán del Marara estaba consiguiendo lo que en un principio se había propuesto: alejarse lo más posible de la costa para adentrarse cada vez más en el océano.
Animados por la facilidad con que se aproximaban a sus víctimas, y por los gritos de Octar, que aparecía encaramado en la proa de babor del primer barco, los «Te-Onó» redoblaron sus esfuerzos, sudando y resoplando, convencidos de que muy pronto abordarían la nave enemiga para pasar a cuchillo a sus hombres y violar a sus mujeres.
La victoria final estaba cerca.
Menos de trescientos metros separaban a Octar de la popa del Marara, cuando «Miti Matái» señaló con absoluta calma:
— ¡Fuera las mujeres! ¡Los hombres a los remos!
El cambio llevó unos segundos y mientras las agotadas muchachas se derrumbaban sobre cubierta, hasta el último hombre se apoderó de una «pagaya», consiguiendo así que el «Pez Volador» diera un brusco salto para poner de nuevo distancia entre él y sus perseguidores.
Octar lanzó un rugido de ira.
Sus guerreros advirtieron que, por unos instantes, su ánimo decaía y estuvieron a punto de darse por vencidos, pero los gritos de su rey tuvieron la virtud de reavivar sus fuerzas y continuaron bogando pese a que sus naves se les antojaban cada vez más pesadas.
Pronto dos, luego tres, y por último cuatro hombres tuvieron que limitarse a achicar un agua que inundaba con desconcertante rapidez los cascos de los catamaranes, y que alcanzó en un principio los pies de los remeros, más tarde sus tobillos, y por último sus pantorrillas, momento en el que parecieron comprender que por más que se esforzaran, sus antaño obedientes naves perderían velocidad para acabar por quedar clavadas en mitad del océano.
Ya no trataban de impulsar una piragua; ahora se afanaban en un inútil intento de hacer avanzar toneladas de agua, puesto que el concienzudo trabajo de los guerreros de Roonuí-Roonuí había dado sus frutos.
Octar saltó a cubierta, se aproximó a uno de los cascos y comprendió que había caído en una diabólica trampa.
Ordenó a sus carpinteros que se lanzaran al agua para calibrar desde el exterior la importancia de los daños, y en cuanto el primero de ellos reapareció en la superficie, su diagnóstico fue cruel y conciso:
— ¡Nos hundimos! — gritó.
Octar se volvió para pedir ayuda a la segunda embarcación, y lo que vio le obligó a palidecer: a menos de doscientos metros de distancia aparecía de igual modo clavada en mitad de un océano que amenazaba con alcanzar su línea de flotación.
Apiñados en cubierta, casi medio centenar de sus mejores guerreros le hacían desesperados gestos para que acudieran en su auxilio.
La costa era apenas una desdibujada línea que se diluía en el horizonte.
El Marara se había detenido a su vez, y el consternado rey de los «Te-Onó» pudo advertir cómo giraba lentamente para volver sobre su estela.
Mientras el agua continuaba penetrando a borbotones en los fuertes cascos de unas naves que habían surcado sin problemas todos los mares, el hasta aquel momento invencible Octar se preguntó cómo era posible que aquello hubiera ocurrido.
¿Cuál había sido su error, y en qué momento tuvieron ocasión de sabotear sus piraguas unos enemigos fondeados en mitad de la laguna?
¿Por qué le habían abandonado de una manera tan injusta los dioses de sus antepasados?
El Marara, se aproximaba sin prisas.
La segunda de las naves, la más dañada, escoró peligrosamente sobre su banda de estribor.
Algunos de sus hombres se lanzaron al agua para nadar con desesperación hacia la que aún se mantenía a flote.
Media docena de tiburones merodeaban por las proximidades, aunque ninguno de ellos parecía mostrarse agresivo.
El agua seguía subiendo.
Los tripulantes de la primera nave gritaron a los que se acercaban que no trataran de trepar a bordo.
Algunos de los náufragos comprendieron lo inútil de su intento y girando sobre sí mismos iniciaron la absurda aventura de ganar a nado la costa.
El «Pez Volador» se detuvo a unos trescientos metros de distancia, y sus tripulantes alzaron los remos aclamando a su capitán.
Tapú Tetuanúi y sus dos amigos habían iniciado una cómica danza guerrera en el centro de la cubierta.
«Miti Matái» permanecía impasible.
A proa, la princesa Anuanúa semejaba una esfinge.
La segunda de las piraguas de los «Te-Onó» se anegó por completo y la mayoría de sus pasajeros se vieron obligados a introducirse en el agua limitándose a aferrarse a lo que quedaba a flote, advirtiendo cómo los hasta ese momento pacíficos tiburones se mostraban cada vez más inquietos.
— ¡¡Octar…!!
El desgarrador alarido corrió sobre la superficie del océano para perderse, sin eco, en la distancia.
Electrizado por el aullido de dolor de Anuanúa, Tapú Tetuanúi se detuvo en su desenfrenada danza y observó con atención a aquellos monstruosos seres cubiertos de pies a cabeza de horrendos tatuajes, que se habían convertido de improviso en la más desoladora estampa de la derrota y la desesperación.
Habían tomado conciencia de que se encontraban al borde de una muerte que les rondaba en forma de ahusados cuerpos de insaciables mandíbulas dotadas de afiladísimos dientes, pero podría decirse que lo que en verdad les atormentaba no era la proximidad de esa muerte, sino el hecho de que ocurriera ante los ojos de quienes tan astutamente les habían burlado.
Nuevos tiburones hicieron su aparición como si la voz del apetitoso festín se hubiera corrido hasta las mismas entrañas del océano, y los más audaces rozaban las piernas de los náufragos.
Era ya tan sólo cuestión de esperar.
La nave de Octar apenas sobresalía unos centímetros sobre la superficie del océano, hasta el punto de que diminutas olas conseguían penetrar libremente en sus cascos.
Un hombre lanzó un desgarrador alarido en el momento en que un tiburón martillo le arrancó un pie de una feroz dentellada.
Una mancha roja se extendió a su alrededor, y como si aquélla hubiera sido una señal largo tiempo esperada, docenas de escualos se lanzaron al ataque en la más brutal y sanguinaria carnicería que hubiera contemplado jamás ser humano alguno.
El mar se tiñó de rojo y se estremeció como si hirviera a causa de las idas y venidas de docenas de fieras hambrientas cuyo número aumentaba por segundos llegando como terroríficas flechas desde los cuatro puntos cardinales al olor de una sangre que manaba a borbotones por centenares de espantosas heridas.
Tapú Tetuanúi se vio obligado a taparse los oídos incapaz de seguir escuchando los alaridos de quienes agonizaban, o el chasquido de las mandíbulas al cerrarse sobre los cuerpos de cuantos pugnaban por escapar de la masacre.
En su desenfrenado ataque un enorme tiburón-tigre se estrelló contra el costado del Marara, que se estremeció de punta a punta.
— ¡Atrás! ¡Atrás! — gritó de inmediato «Miti Matái» —. ¡Vámonos de aquí o nos destrozarán…!
No exageraba, puesto que en el paroxismo de aquella bestial matanza, los tiburones habían comenzado a devorarse los unos a los otros, como si la abundancia de sangre les hubiera vuelto locos y ya no fueran capaces de distinguir un inerme cuerpo humano de un desprevenido escualo o incluso el casco de una enorme embarcación.