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— ¡¡Octar…!!

Octar aún se mantenía junto a media docena de sus hombres sobre una nave que parecía bailotear en mitad de una brutal tormenta, intentando apartar con ayuda de una larga lanza a los más audaces agresores que se alzaban intentando alcanzarle, hasta el punto de que uno de ellos quedó chapoteando sobre cubierta lanzando feroces coletazos y esforzándose por atrapar a quienes se encontraban más próximos.

Era aquélla una agónica y desesperada lucha por la supervivencia pese a que resultara evidente que no existía forma alguna de sobrevivir.

Por último el gigantesco escualo giró sobre sí mismo y al hacerlo provocó que el ya semihundido catamarán se inclinara lanzando al agua a sus últimos ocupantes, y fue en ese instante cuando el gigantesco Octar alargó la mano hacia la princesa para gritar a modo de despedida:

— ¡¡Anuanúa…!! ¡¡Anuanúa…!!

Una bestia gris se lo llevó mar adentro con el brazo aún alzado.

A los pocos instantes ni un solo «Te-Onó» quedaba con vida, mientras algunos pedazos de carne flotaban aquí y allá sirviendo de pasto a quienes habían llegado tarde al festín, y que aún se enfrentaban entre sí a cuatro o cinco metros bajo la superficie de las enrojecidas aguas.

Había sido aquél un macabro y estremecedor espectáculo que Tapú Tetuanúi recordaría hasta el fin de sus días, pero más aún recordaría lo que ocurrió a continuación, puesto que inesperadamente, y cuando todo parecía indicar que poco a poco la paz regresaba al océano, la princesa Anuanúa dio un salto hacia adelante, y aun maniatada como se encontraba, se apoderó de uno de los cuchillos que los guerreros habían abandonado sobre cubierta, para clavárselo a «Miti Matái» en el estómago, al tiempo que aullaba como si se encontrara poseída por todos los demonios del averno:

— ¡¡Maldito!! ¡¡Maldito!! ¡¡Maldito!!

Roonuí-Roonuí y Chimé de Farepíti se precipitaron a detenerla tratando de impedir que continuara acuchillando al «Navegante Mayor», pero infiriéndole una última herida, Anuanúa dio un nuevo salto y se lanzó de cabeza al mar gritando enloquecida:

— ¡¡Octar…!!

Una densa masa de tiburones se lanzó de inmediato a por ella.

El «Navegante Mayor» de Bora Bora, aquel que había alcanzado el confín del universo llegando hasta el lugar en que las aguas se convertían en blancas montañas; aquel que vislumbró «La Tierra Infinita», y aquel que se aventuró hasta el corazón del «Infinito Mar de las Infinitas Islas», murió en paz consigo mismo y con sus dioses dos días más tarde.

— No culpéis a Anuanúa — fueron sus últimas palabras —. Ella tan sólo hizo lo que Tané le había ordenado que hiciera. — Sonrió con tristeza a su discípulo predilecto —. Y tú no llores — rogó —. Todos sabíamos que nadie regresa por segunda vez del «Quinto Círculo»… Así es la ley.

Se quedó muy quieto, contemplando sin ver un firmamento en el que todos los «Avei'á» le conducían ahora al paraíso, y Tapú Tetuanúi sintió que el corazón se le partía en mil pedazos para ser devorado por el más cruel tiburón blanco que habitara en las aguas profundas, porque el hombre más maravilloso que jamás hubiera existido, su ídolo, su ejemplo y su maestro en el difícil arte de la navegación, le abandonaba para siempre.

No había lágrimas que acallaran un dolor tan profundo, ni se habían inventado palabras que consolaran por tan desorbitada pérdida y, por lo tanto, lo único que pudo hacer fue retirarse al más apartado rincón para que los «Niho-Nuí» de la pena taladrasen su alma como si se tratara del reblandecido casco de una nave.

Nadie acudió a consolarle, puesto que todos estaban necesitados de consuelo.

Nadie pareció comprender que se sentía huérfano, porque todos eran ya huérfanos.

Nadie escuchó sus plegarias, porque todos se concentraban en rezar.

¡«Miti Matái» había muerto!

Con él moría una estirpe, una leyenda, un sueño capaz de conducirles hasta la lejana isla de los «Te-Onó», aniquilarles y devolver la nave a los límites del «Quinto Círculo».

La vida, tal como la habían concebido hasta el presente, parecía haber dejado de tener sentido.

La dulce victoria se había convertido de improviso en amarga derrota.

¡«Miti Matái» había muerto!

Al día siguiente el carpintero construyó una diminuta embarcación con los restos de las piraguas enemigas que aún flotaban a su alrededor.

Colocaron en ella el cuerpo del más amado de los capitanes, la adornaron únicamente con el amarillo cinturón real que «Miti Matái» merecía más que nadie, y a la caída de la tarde dejaron que la improvisada nave se alejara rumbo al sol que se ocultaba, porque aquél era el funeral que merecían los mejores navegantes.

Tané, dios del mar, le conduciría directamente a la presencia de su padre, el Gran Taaroa, Creador de todas las cosas hermosas, al que su otro hijo Oró, dios de la guerra, cantaría las alabanzas de quien había sido el más valiente entre los valientes y el más astuto entre los astutos.

Taaroa escucharía en silencio, sonreiría satisfecho, abrazaría al nuevo «semidiós» que llegaba a su recinto, y le haría entrega de la más hermosa nave que jamás se hubiera construido en los astilleros celestiales.

Cien tortugas la arrastrarían.

Mil delfines la precederían.

Un millón de «Mahi-Mahis» nadarían a su alrededor.

«Miti Matái» surcaría eternamente el tranquilo océano, y cada atardecer acudiría a visitar la isla en la que había nacido y de la que se había convertido en el más legendario de sus héroes.

Cuando el féretro del mayor de los grandes navegantes desapareció en las tinieblas y el firmamento se pobló de millones de estrellas, Tapú Tetuanúi buscó una nueva y más brillante que de allí en adelante se llamaría «Miti Matái», consultó los «Avei'á» dibujados sobre la cubierta del Marara, y abriendo mucho las piernas, tal como recordaba que su maestro solía hacer, ordenó con voz ronca por la emoción pero segura:

— ¡Volvemos a casa! ¡Rumbo sur-sudeste…! ¡Rumbo a Bora Bora!

Bora Bora-Lanzarote

Febrero-agosto de 1993

FIN