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Se escuchó un gemido proveniente de las gargantas de dos afligidos padres, y tras hacer una nueva pausa con el fin de permitir que recuperaran la entereza, el venerable Hiro Tavaeárii musitó roncamente:

— Podemos hacer dos cosas: la primera, lamer nuestras heridas, rehacer nuestras casas y tratar de olvidar lo ocurrido convencidos de que el océano es inmenso y no existe posibilidad alguna de recuperar lo robado. — Clavó la vista en quienes le escuchaban, como si buscara respuesta o reacción —. La segunda, dedicar desde este mismo instante todos nuestros esfuerzos a construir una gran nave para que los mejores navegantes y los más valientes guerreros se hagan a la mar y no regresen sin haber recuperado lo que es nuestro, y sin haber lavado con sangre las ofensas.

Se hizo un silencio en el que todos se observaron, y fue Amo Tetuanúi, el padre de Tapú, el que inquirió expresando el sentir generaclass="underline"

— ¿Qué opinas tú, que eres ahora nuestro máximo dirigente?

— Yo ya soy un anciano — fue la respuesta —. Mi sangre no se inflama fácilmente, y no creo que viviera lo suficiente como para ser testigo del regreso de esa nave, si es que decidimos que se construya. — Negó una y otra vez con la cabeza —. En este caso, no soy yo quien debe decidir, sino tan sólo quien haga cumplir la decisión que se tome.

Treinta pares de ojos se volvieron a la respetada figura del «Navegante Mayor», el valiente «Mili Matái», que era sin lugar a dudas la máxima autoridad en la materia.

— ¿Qué posibilidades tenemos de encontrar a esos bárbaros? — quiso saber Roonuí-Roonuí.

— Como bien ha dicho el venerable Hiro Tavaeárii, ese océano es inmenso y existen en él miles de islas — replicó el aludido con su voz pausada de hombre poco habituado a hablar —. Pero resulta evidente que si ellos llegaron hasta aquí, también nosotros podemos llegar hasta donde se ocultan.

— ¿Comandarías la nave?

— Naturalmente. Pero lo que no puedo garantizar es la victoria… — Hizo una corta pausa —. Ni aun el regreso.

— De la victoria nos ocuparemos los guerreros — le hizo notar Roonuí-Roonuí —. Condúcenos hasta esos piratas y yo te juro que regresaremos con cuanto nos han robado.

— La decisión aún no ha sido tomada — le recordó Hiro Tavaeárii.

— Lo sé — reconoció humildemente el jefe de los guerreros —. Pero yo suplico al pueblo de Bora Bora que deposite en nuestras manos el honor de la isla.

— Si los mejores guerreros emprenden una aventura de tan incierto resultado, las mujeres y los niños quedarán desprotegidos — hizo notar un obeso «Hombre-Memoria», que había escuchado en silencio sentado en un ángulo de la amplia estancia —. ¿Qué ocurrirá si vuelven a atacarnos?

— Que seríamos aniquilados — fue la honrada respuesta.

— Un precio muy alto a cambio del honor…

— Al honor no puede ponérsele precio — sentenció hoscamente Roonuí-Roonuí —. O lo es todo, o no es nada.

Hiro Tavaeárii hizo un gesto como dando por concluida la discusión, y puntualizó con voz grave:

— Que alcen la mano los partidarios de que todo se olvide y empecemos a reconstruir el pueblo como si lo hubiera arrasado un ciclón de verano.

Nadie lo hizo.

— Que la alcen ahora los que opinan que con la primera luz del día debemos empezar a construir la más veloz y mejor nave que jamás haya surcado el océano.

Tapú Tetuanúi era demasiado joven como para tener derecho al voto, pero instintivamente su brazo se unió al bosque de brazos que buscaron el cielo.

Tevé Salmón, un hombrecillo de apariencia enclenque, ojos diminutos y cara de tortuga, había alcanzado años atrás el título de «Gran Maestro Constructor de Bora Bora», y probablemente no existía en todo el archipiélago, ni en las Taumatou o las Australes, nadie que pudiera equiparársele a la hora de armar una agresiva «pahí támahi» de guerra, una pesada «tipairúa» para el transporte de mercancías, o una veloz piragua de balancín destinada a ganar la espectacular carrera anual con que se rendía homenaje al dios Tané.

Cuando no se encontraba en su amado astillero, que era una especie de enorme cobertizo cubierto de hojas de palma situado al fondo de la bahía de Farepíti, Tevé Salmón se dedicaba a la tarea de recorrer los más recónditos senderos de la isla, tomando nota mental de cada uno de sus árboles para calibrar la velocidad de crecimiento y la calidad de su madera con vistas a su mejor aprovechamiento a la hora de construir una nave.

Tevé Salmón también plantaba árboles jóvenes en los lugares más idóneos, al igual que lo hicieran su padre, su abuelo y su bisabuelo, pues le constaba que la sabiduría que había ido transmitiendo a sus hijos y sus nietos, de nada serviría si el día de mañana no disponían de la necesaria materia prima que esa madera proporcionaba.

Por ello, cuando recibió de labios del venerable Hiro Tavaeárii el encargo de armar un gran catamarán en el que los guerreros de la isla pudieran lanzarse a la aventura de recuperar a las muchachas, la princesa Anuanúa, la perla sagrada, y el cinturón real, lo primero que hizo fue reunirse con quien había de comandarlo para inquirir qué clase de embarcación deseaba exactamente.

— De unos treinta metros de eslora por diez de manga — replicó «Miti Matái» —. Veloz cuando sea preciso, pero con gran capacidad de carga. Cascos en forma de «uve» para que ofrezcan resistencia a las corrientes y derivas, y dos mástiles con las mayores velas que no pongan en peligro la estabilidad.

— ¿Cobertizos?

— Dos, grandes, pero muy bajos. El de proa tiene que transformarse en plataforma de ataque. Tanto los mástiles como esos cobertizos deben ser desmontables y poco visibles en un momento dado. También las proas y las popas las quiero bajas.

— Unas proas demasiado bajas hace a una nave vulnerable a las grandes olas — le hizo notar el carpintero de ribera, pero tras meditar unos instantes, añadió —: Buscaré la forma de proporcionarte proas bajas que en caso de mar gruesa puedan elevarse.

— Procura que no aumenten el peso.

— Lo intentaré. ¿Alguna madera en especial?

— A tu elección lo dejo.

Aquellos datos le bastaban a Tevé Salmón para poner manos a la obra, pues desconociendo como desconocía las técnicas de la escritura, el diseño o los cálculos matemáticos, toda su prodigiosa técnica la conservaba en la cabeza.

Cada línea, cada pieza y cada juntura del casco fue tomando cuerpo en la mente del «Gran Maestro Constructor», que conocía casi desde que se encontraba en el vientre de su madre, y como si se tratara de una herencia genética, qué forma, qué tamaño, qué densidad y qué peso debían tener cada uno de los innumerables elementos que componían una nave polinesia.

Y es que quizá era aquélla la única forma en que un grupo social tan aislado y homogéneo pudiese llegar a convertirse en autosuficiente, puesto que cada individuo tenía una función muy concreta que cumplir en el conjunto de dicha sociedad, y cada uno tenía que ser excelente cumpliendo dicha función.

Y como ahora el diez veces sabio Hiro Tavaeárii había ordenado que hasta el último habitante de Bora Bora se pusiese a las órdenes del «Gran Maestro Constructor», Tevé Salmón se encontró de improviso con que tenía bajo su mando a todo un pueblo ansioso por obedecer.

Para las quillas eligió ocho troncos de «tamanú» que tenía en el secadero desde hacía más de un año, siempre a la sombra para que el violento sol tropical no cuartease la preciada madera, y tras rebajarlos por uno de sus lados, colocó sobre la plana superficie brasas de «aito» que tardaban mucho en consumirse y que iban quemando poco a poco la madera.