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Veinte niños se preocupaban de vigilar día y noche ese fuego, soplando las brasas cuando parecían a punto de apagarse o aplastando con una piedra las llamas que intentaban alzarse, de tal modo que la combustión fuera siempre hacia abajo y muy pareja, consiguiendo así que el grosor del casco se mantuviese entre los diez y los doce centímetros.

A los muchachos de más edad los puso a afilar piedras.

Esas piedras, a las que se les aplicaba un mango de madera, se convertían en una especie de «hachuela» imprescindible para que los adultos convirtiesen gruesos troncos de «tou» en anchos tablones que se irían agregando a las quillas, y era aquélla una labor que exigía un notable esfuerzo de concentración, pues un golpe demasiado fuerte podía malograr una tabla en la que llevaran cuatro días trabajando siete hombres.

Cuando el largo tablón había sido desprendido del tronco a base de leves cortes y pequeñas quemaduras, un grupo de mujeres se ocupaba de alisar sus caras con piedra coralina, para continuar puliéndolas a base de arena, y concluir de lijarlas con una áspera piel de tiburón.

Se obtenía así una perfecta tabla de unos cinco o seis metros de largo por veinte centímetros de ancho, y ocho de espesor.

Era entonces cuando Tapú Tetuanúi y sus amigos entraban en escena.

Al no conocer la existencia de los metales, los habitantes de Bora Bora y de la inmensa mayoría de las islas del Pacífico Sur carecían lógicamente de clavos o tornillos con los que unir las maderas, por lo que se veían en la necesidad de «coser» entre sí cada uno de los distintos elementos que conformaban sus embarcaciones, en una difícil y trabajosa tarea de la que dependían muchas vidas, puesto que con un brusco golpe de mar, una piragua mal «cosida» podía partirse súbitamente en dos a más de cien millas de la costa más cercana.

Para evitar en lo posible tal contingencia, Tapú Tetuanúi y la mayor parte de los adolescentes de la isla tomaban asiento a lo largo de uno de aquellos tablones, e iban talando, con infinita paciencia y dedicación, pequeños agujeros simétricos a unos dos centímetros de los bordes.

Era una labor extremadamente delicada, puesto que a modo de berbiquí se veían obligados a utilizar un pequeño palo con un pedazo de concha insertado en la punta, y con tan primitiva herramienta debían ir talando agujeros que no superasen nunca el medio centímetro de diámetro.

Y mientras trabajaban, hombres y mujeres, niños y ancianos, pobres y ricos entonaban al unísono «La Canción de Tané», aquella que conseguiría que la hermosa embarcación que estaban construyendo, pudiese surcar el océano sorteando felizmente todos los peligros.

Si yo hago navegar mi piragua a través de aguas traidoras…, que ellas pasen por debajo, ¡oh, dios Tané! que mi piragua pase por encima. Si yo hago navegar mi piragua a través de vientos huracanados, que ellos pasen por encima, ¡oh, dios Tané! que mi piragua pase por debajo.
Si yo hago navegar mi piragua a través de gigantescas olas, que ellas pasen por debajo, ¡oh, dios Tané! que mi piragua pase por encima.
¡oh, Dios Tané! ¡Oh, Dios Tané!

Tané llevaría sin duda de la mano aquella nave en la que todo un pueblo depositaba sus esperanzas, pero para conseguirlo cada una de las personas de ese pueblo tenía que concentrar su amor en la labor que estaba realizando para ayudar al dios de las aguas a la hora de cumplir con la máxima perfección su cometido.

Sentados a la sombra de las palmeras sobre la blanca arena de la playa, los ancianos dejaban pasar las horas trenzando cuerdas a base de fibra de corteza de coco, y ponían en ello tanta habilidad y tanto empeño que con tan sencillos medios conseguían, no obstante, largos y resistentes cabos que en nada tenían que envidiar a los de cáñamo.

Las ancianas recogían a su vez hojas del árbol del pan con las que tejer los cobertizos y las velas, y de ese modo no quedaba ni una sola persona en Bora Bora que no aportara su grano de arena a la gran nave que habría de soportar durante largos meses los embates del viento y de las olas.

Las más hermosas muchachas se ocupaban de llevar agua fresca y comida a cuantos trabajaban, secándoles el sudor cuando hacía falta, brindándoles una sonrisa o una palabra amable, e incluso recompensando con sus abrazos y caricias a los agotados solteros a la caída de la noche.

Tapú Tetuanúi se sentía inmensamente feliz por cuanto hacía, y por el hecho de comprobar que su amada Maiana parecía prestarle más atención que a ningún otro de sus innumerables pretendientes, incluidos el animoso Vetea Pitó y el gigantesco Chimé de Farepíti.

— Estoy muy orgullosa de ti — le había susurrado la última vez que hicieron el amor junto a la playa —. Fuiste muy valiente al enfrentarte a ese bárbaro y mi padre asegura que antes de un año te invitarán a convertirte en «Arioi».

— No quiero ser «Arioi» — fue la respuesta —. Quiero que «Miti Matái» me enseñe a ser «Gran Navegante».

— «Miti Matái» se irá y probablemente no volverá — replicó dulcemente la muchacha —. Y para llegar a ser «Gran Navegante» hay que saber muchísimas cosas… ¡Demasiadas!

— ¿Te casarías conmigo si llego a ser «Gran Navegante»?

— Para entonces me habría convertido en una anciana incapaz de tener hijos — replicó ella al tiempo que le acariciaba amorosamente la comisura de los labios —. Pero si «Miti Matái» te acepta como discípulo, lo haré.

— ¿Es una promesa?

— Lo es — puntualizó Maiana con firmeza —. Y que Taaroa me haga engordar como un cerdo si no la cumplo.

— ¿Y me serás fiel aunque tenga que pasar meses en el mar?

— ¿Sabes qué castigo reserva el dios Tané a la mujer que se atreve a engañar a un navegante? La envía por toda la eternidad a lo más profundo del océano; allí donde todo es frío, y tinieblas, y habitan los más espantosos monstruos que puedas imaginar. — Agitó la cabeza como desechando de plano tal posibilidad —. Y lo mismo hace con el hombre que osa acostarse con la esposa de un navegante. ¡No! — añadió convencida —. Si un día mi padre me entrega a ti, será para siempre.

Tapú Tetuanúi guardó silencio unos instantes, como regodeándose en la idea de que tal dicha pudiera llegar a concretarse, y al poco alzó el brazo señalando el grupo de estrellas que se encontraban justo sobre sus cabezas.

— Ésas de ahí son «Las Siete Viudas Locas» — dijo —. En esta época del año nacen en el punto en que se encuentra Fatu Hiva, en las Marquesas, y van a ocultarse sobre la gran isla sagrada de Rarotonga. — Hizo una nueva pausa para añadir en tono decidido —: Cuando sea «Navegante» te llevaré a la gran fiesta que se celebra allí cada ocho años. Hiro Tavaeárii estuvo una vez y asegura que acuden a ella gentes de todos los confines del universo.

— Sueñas demasiado — le hizo notar ella.

— Las estrellas me ayudan a soñar — fue la respuesta —. ¿Sabías que hay tantas islas en el mar como estrellas en el cielo? Y cada isla está reflejada en una de esas estrellas, que se detiene exactamente sobre ella en la media noche del primer día del año. Lo que hace falta, es saber cuál se detiene sobre cada cual. «Miti Matái» lo sabe.

— También el «Oripo» lo sabe — le hizo notar la muchacha.

— No — replicó Tapú Tetuanúi convencido —, el «Hombre-Memoria» lo recuerda, pero no lo sabe. Él conoce el nombre de las estrellas y el lugar por donde pasan, pero no es capaz de distinguirlas. Sólo «Miti Matái» conoce a todas las estrellas por su nombre y te puede señalar su recorrido.