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— Admiras en exceso a «Miti Matái» y eso puede llegar a ser peligroso — le reconvino Maiana tomando asiento en la arena y mirándole a los ojos —. «Las palmeras más altas suelen dar cocos amargos.»

— «El agua del coco amargo es la que mejor quita la sed» — le recordó él —. Yo no aspiro a cocos dulces ni empresas fáciles; yo aspiro a ser «Gran Navegante» y a descubrir cuanto hay más allá del «Cuarto Círculo».

— Me casaré contigo — musitó con dulzura la muchacha al tiempo que se sentaba sobre sus muslos.

Lo dijo espontáneamente, pero aun así a la noche siguiente hizo el amor con Vetea Pitó, y Tapú Tetuanúi abrigó el convencimiento de que hasta el día en que el gran «Miti Matái» le aceptase como discípulo y su padre le entregase oficialmente a Maiana, no conseguiría evitar que la fogosa muchacha dejase de brindar sus caricias a un amante diferente cada vez que éste se lo pedía.

Por su parte, «Miti Matái» parecía confiar de tal forma en el «arte» de Tevé Salmón, que ni siquiera hizo acto de presencia por la bahía de Farepíti, como si con ello quisiera dejar constancia de que su verdadera labor tan sólo comenzaría el día que el «Gran Maestro Constructor» decidiera botar el barco y ponerlo en sus manos.

Al propio tiempo se encontraba demasiado concentrado en el estudio de los tatuajes que cubrían el cuerpo de «la bestia», y que constituían la única pista de que disponían para hacerse una idea del lugar de origen de aquella raza de salvajes.

Tanto «Miti Matái» como Roonuí-Roonuí, Hiro Tavaeárii y los más sabios ancianos de la isla pasaban la mayor parte del día analizando hasta en sus más mínimos detalles cada uno de aquellos horrendos dibujos, para lo cual habían colocado a su propietario en el centro del aún semiderruido «Marae» atándole los brazos a una viga y los pies a dos pesadas piedras, de tal forma que podían aproximársele cuanto quisieran y girar a su alrededor sin temor a que les saltara encima.

Escupía, eso sí, y no cesaba de gruñir con el muñón de lengua que le quedaba, y como se negaba a beber o a ingerir cualquier tipo de alimento, se veían obligados a cebarle con una especie de papilla que le embutían a la fuerza.

En sus escasos momentos de asueto, la mayoría de los muchachos de la isla acudían a verle, aunque guardando, eso sí, un respetuoso silencio para no distraer a cuantos se esforzaban por desentrañar el complicado jeroglífico que parecía constituir aquel inmenso cuerpo crucificado.

Pero pese a toda su prudencia, cada vez que el cautivo veía a Tapú Tetuanúi comenzaba a agitarse lanzándole furiosas miradas que parecían pretender asesinarle.

— Te odia a muerte — le hizo notar Vetea Pitó —. Y si por casualidad un día lograra soltarse, más vale que te escondas en los mismísimos infiernos.

— No me asusta — replicó el muchacho mintiendo con descaro —. No me asustó aquella noche, y no conseguirá asustarme ahora.

— Pues allá arriba, en el monte, a poco más nos cagamos — reconoció el otro con naturalidad —. A veces aún tengo pesadillas.

Tapú Tetuanúi hubiera querido reconocer que también él las tenía, pero estaba convencido que de hacerlo, Vetea Pitó hubiera acabado por contárselo a Maiana.

Se limitaba por tanto a contemplar a «la bestia» desde una respetuosa distancia, y de tanto en tanto, cuando nadie miraba, le sacaba la lengua para aumentar su ira.

— No es un marino, puesto que no luce ninguna estrella o constelación reconocible — había sentenciado al fin «Miti Matái» seguro de sí mismo —. Tampoco se trata de un «Hombre-Regreso» puesto que la mayoría de sus tatuajes son muy antiguos, y sospecho que hacen más referencia a hechos de guerra, que a viajes, ya que, por ejemplo, éste de aquí, habla sin duda de un victorioso asalto a una isla que también fue incendiada.

— Me pregunto si no se tratará de una isla que ya tenía fuego — señaló Hiro Tavaeárii —. Una isla con un volcán activo puesto que las llamas no parten de la orilla, donde lógicamente estarían las viviendas, sino de la montaña.

Todos los presentes se aproximaron a estudiar el dibujo que aparecía situado bajo la tetilla izquierda del cautivo, y tras señalar con el dedo otro confuso tatuaje que rodeaba el ombligo, «Miti Matái», aventuró:

— Si, tal como imaginamos, aquí, en el ombligo, se encuentra su isla, cabe suponer que en algún punto, al nordeste, existe esa otra isla con un volcán activo que alguna vez, hace por lo menos doce o quince años, estos hombres atacaron. — Agitó la cabeza con un leve gesto de asentimiento para añadir —: No es mucho, pero se trata al menos de una primera pista. Tendríamos que intentar localizar una isla con un volcán en erupción.

— Puede que en estos años ya se haya apagado — le hizo notar Roonuí-Roonuí.

— En efecto — admitió el «Gran Navegante» —. Pero aun así sus habitantes recordarán que mientras permaneció activo unos bárbaros lo asaltaron. Nos serviría de mucho.

Cabría asegurar, por la forma en que les miraba y se agitaba, que, pese a no conocer su idioma, «la bestia» parecía haber comprendido qué era lo que sus captores comentaban, hasta el punto de que Hiro Tavaeárii, cuyos cansados ojos no perdían detalle de cuanto ocurría a su alrededor, lo advirtió de inmediato.

— Se inquieta — dijo —. Creo que vamos por buen camino. ¿A qué distancia puede estar esa isla volcánica de su lugar de origen?

«Miti Matái» meditó unos instantes y por último extendió la mano sobre el pecho del bárbaro, colocándole el pulgar sobre el ombligo.

— Lejos — replicó al fin —. Probablemente en el «Segundo Círculo», si es que en realidad el dibujo del ombligo representa su isla.

— Lo representa — intervino el viejo tatuador que era otro de los que dedicaban largas horas a estudiar el cuerpo del prisionero —. Es una vieja costumbre muy extendida entre los pueblos del noroeste.

— ¿Noroeste? — se sorprendió Hiro Tavaeárii —. ¿Cómo se explica que hayan llegado del noroeste en una época en que sopla siempre el «Mara'amú» del sudeste?

— Porque deben ser muy astutos — replicó «Miti Matái» cuyo cerebro funcionaba con sorprendente rapidez en todo cuanto se refería a técnicas de navegación —. Probablemente se dejaron llevar por la gran corriente que va hacia el este, para continuar luego remando hacia el sur. Alcanzaron así la ruta del «Mara'amú» que ahora les conduce de vuelta a casa, y a su paso van saqueando cuantas islas encuentran en su camino. — Pareció irse convenciendo a sí mismo de su propia teoría —. No atacan cuando van — concluyó —. Atacan cuando regresan.

— ¡Pero un viaje así requeriría meses…! — le hizo notar Hiro Tavaeárii —. ¡Tal vez años!

— Sin duda se trata de un pueblo de piratas que nunca tiene prisa.

— Eso complicaría terriblemente las cosas — reconoció Roonuí-Roonuí con gesto preocupado —. Dicen que en el «Quinto Círculo», hacia el noroeste, existen miles de islas. ¿Qué posibilidades tenemos de encontrar una entre tantas?

— Si está en el «Quinto Círculo», ninguna — sentenció secamente «Miti Matái» —. Pero aun así, lo intentaremos.

Para los habitantes de Bora Bora, al igual que para la mayoría de los pueblos polinesios, todo aquello que se situase en ese imaginario «Quinto Círculo», era como si se encontrase en realidad más allá de los confines del universo, puesto que su concepción del mundo y las distancias era muy diferente de la que tenían, y aún siguen teniendo, el resto de los pueblos del planeta.

Desde que los asirios, los egipcios y los griegos comenzaron a trazar tímidos mapas de su entorno, el hombre de Europa, Asia y África, y más tarde el de América, se fue haciendo poco a poco una idea del mundo en que vivía, siempre en relación con el resto de ese mundo, que se convertía así en algo inmutable.