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– ¿Qué ha pasado? ¿Cómo habéis conseguido hacerla prisionera? -preguntó el menor.

James asestó a Duncan una palmada en el hombro que casi le tiró de la banqueta.

– Nuestro invencible jefe y hermano cayó prisionero de los McDurney. Y esa muchacha le liberó -explicó, volviendo a desternillarse y ganándose una mirada biliosa.

– ¿De verdad? -Duncan parecía entusiasmado. No imaginaba a su hermano rescatado por una mujer- ¡Vamos, Kyle, cuéntanos de una vez!

– No hay nada que contar -dijo-. James tiene una mente inmejorable para los cuentos.

– Pero si ella misma lo dijo -saltó el otro- Hasta te lo echó en cara.

– ¿Dónde fue, Kyle? -insistió Duncan- ¿Y cuándo? ¿Fue hace unos meses, cuando regresaste con cardenales en todo el cuerpo y un resfriado de mil demonios?

Kyle suspiró. Era imposible luchar contra aquellos dos estúpidos cuando decidían hacer un frente común. Tomó la copa que acababa de llenar uno de los sirvientes y la vació de un trago.

– Sois tan pesados, que me quitáis incluso las ganas de cenar.

Estallaron en carcajadas mientras él se levantaba y se alejaba. El niño sentado en las rodillas de la mujer, tiró a James de la manga.

– ¿Mi papá estuvo prisionero?

James le sentó sobre él. Acarició su pelo dorado y le hizo cosquillas hasta que se revolvió entre risas.

– Lo estuvo, sí. Pero creo que no va a confesarlo nunca.

En el exterior, Kyle se sentó junto al muro y sonrió. En el fondo, le divertían aquellos dos, pero no podía bajar la guardia o luego sería incapaz de impartirles órdenes.

***

Josleen estaba muerta de hambre y sed. Hacía casi veinticuatro horas que no probaba bocado.

Como si sus pensamientos hubieran llamado a sus enemigos a la cordura, la puerta se abrió y una mujer de unos cincuenta años, regordeta y de rostro rubicundo entró con una bandeja que dejó sobre un arcón.

Josleen no dijo una palabra, pero la otra la miró de arriba abajo y chascó la lengua.

– No sé cómo vas a comer con las manos atadas.

– Entonces, suéltame -le pidió ella.

La otra movió la cabeza.

– No puedo hacerlo.

– ¡Por todos los infiernos! -se enfureció Josleen, levantándose y tirando de la soga-. Necesito también… otras cosas -insinuó, con el rostro acalorado por la vergüenza.

– Tienes una bacinilla bajo la cama. Y la cuerda es lo suficientemente larga.

– ¡No la quiero!

– A tu gusto -se encogió de hombros-. Yo me limitaré a darte de comer. El resto, arréglalo con él, muchacha. No quiero entrometerme.

A Josleen se le estaba haciendo la boca agua. La comida olía deliciosamente. Pero era cierto que tenía otras necesidades. Y no estaba dispuesta a humillarse delante de nadie usando el maldito vaso de noche. A terca, no iban a ganarla. Así que ladeó la cabeza cuando la mujer le acercó una cucharada de avena cocida.

– No voy a comer nada -le dijo, con el estómago saltando en muda protesta-. Díselo al maldito McFersson.

La sirvienta la miró con interés. Ella no era quién para poner en entredicho las órdenes del jefe, pero entendía sus razones. Además, habría dificultades: cuando Evelyna Megan supiera que retenía a una muchacha en sus aposentos, más les valdría a todos desaparecer de Stone Tower. Se encogió de hombros, dejó la cuchara y tomó la bandeja.

– Tienes mucho genio. Pero él tiene aún más -avisó-. Yo que tú no le irritaría demasiado.

– Todo cuanto pueda -prometió.

***

Debió hacer caso de la advertencia. Poco después, Kyle entró en la recámara con gesto agrio. Llevaba la bandeja en las manos y la dejó de un golpe seco. Su voz, ronca, la hizo dar un brinco.

– ¿Por qué no quieres comer?

– Ya soy mayorcita para que tengan que alimentarme. Y parece que no van a soltarme. ¿Quieres que coma como los cerdos?

– Está bien -accedió-. Te soltaré mientras yo esté aquí.

– También necesito unos minutos de intimidad.

Kyle se irguió. Sintió que le ardía el rostro por el bochorno. No había reparado en que necesitaría… Sacó una daga que llevaba en el cinturón y cortó las cuerdas. Luego, la tomó de la mano y tiró de ella.

Josleen hubo de esforzarse para seguir sus largas zancadas sin caer de bruces. Cruzaron la galería, bajaron y atravesaron un patio. Kyle se internó por un pasillo estrecho que acababa en un cuarto de unos cinco metros cuadrados. La empujó dentro. Eran los evacuatorios, que daban directamente al exterior de la fortificación.

– Esperaré fuera.

A Josleen, el bochorno le subió a la cara. Cerró los puños a los costados y apretó los dientes buscando un poco de calma o acabaría por asesinarlo con sus propias manos. Cómo le odiaba. Nadie podía ser tan desagradable. ¡Ni tan bestia!

Acabó lo antes posible, temerosa de que él se impacientara y entrara. Ya era suficiente humillación que estuviera aguardando fuera. Cuando salió, no pudo ni mirarle a la cara. Kyle volvió a arrastrarla por el pasillo. Al cruzar el patio, Josleen dió un tirón y se soltó, se arrodilló junto a la pequeña fuente y se lavó las manos y el acalorado rostro. Se secó con su propio tartán.

– Ahora sí cenaré, McFersson.

Tenía que ser una aparición, se dijo Kyle. Aquella criatura frágil y delicada tenía más narices que muchos de sus guerreros. Pero él se encargaría de bajaría los humos. Volvió a tirar de ella y de nuevo Josleen le siguió dando traspiés. No regresaron al cuarto, sino que la llevó al salón.

Estaba vacío, salvo por los sirvientes que se afanaban ya en recoger las mesas montadas sobre caballetes. Kyle la obligó a sentarse al extremo de una, junto a la chimenea encendida y pidió a uno de los criados que trajese comida.

Kyle se alejó, acomodándose en un taburete, al otro lado del salón, tal vez para proporcionarle unos minutos de tranquilidad y relajo mientras cenaba. Ella se olvidó de su presencia y se dedicó a comer. Él la observó de hito en hito. Otra persona, después de llevar tanto tiempo sin probar bocado, habría atacado la comida. Pero no ella. Tomaba cada trozo con delicadeza, como si estuviera satisfecha y sólo picoteara de su plato. También bebió con prudencia.

Cuanto más la miraba, más bonita le parecía. Gruñó por lo bajo. Iba a resultarle muy complicado que ella viviera bajo su mismo techo hasta que Wain McDurney aceptara sus condiciones.

Capitulo 19

No volvió a atarla cuando la llevó de nuevo a la habitación, aunque la dejó sola.

Josleen aguardó con el alma en un puño su regreso, preguntándose qué pasaría entonces. A fin de cuentas, estaba en su cuarto. Después de mucho esperar, se decidió a abrir la puerta. Y se encontró con la hosca mirada de un guerrero alto y fornido que montaba guardia. Entonces, comprendió que no la hubiera atado. No había forma de salir de allí. Pero ¿qué pasaría cuando él regresara? Si intentaba forzarla, lo mataría.

El tiempo transcurría y Kyle, sin embargo, no daba señales de vida. Irritada, sintiéndose como una res a la espera del sacrificio, tomó una manta, la estiró cerca de la chimenea y se tumbó sobre ella. ¡Por nada del mundo dormiría en su cama!

Mientras, Kyle fraguaba su plan para retenerla sin tener que lidiar con los guerreros de Wain a las puertas de su fortaleza. Al clarear el nuevo día, sabía lo suficiente. Mandó llamar a uno de sus hombres y éste partió de inmediato hacia Durney Tower… ataviado con los colores del clan McCallister.

El amanecer encontró a Josleen aterida de frío. La despertó el castañeteo de sus dientes y un insoportable dolor de espalda. En un primer momento, no supo donde se encontraba. Después, recordó. Con una palabrota en los labios se levantó y se frotó los brazos. Se acercó a la ventana. La actividad en la fortaleza comenzaba ya: hombres y mujeres iban y venían en sus quehaceres diarios.