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Descabalgaron y apearon a un sujeto que parecía desmayado.

Josleen se incorporó y se acercó, pero la orden de su medio primo, Barry, la detuvo:

– Aléjate de él.

Ella le miró, reticente, pero acabó por aproximarse.

– Parece muerto, de modo que difícilmente puede atacarme, ¿verdad?

Apenas pudo echarle un vistazo cuando Barry ordenó que atasen a aquel tipo. Le alzaron por los brazos, le arrastraron hasta un tronco y le sujetaron brazos y tobillos con cuerda. La cabeza, que caía sobre el pecho, sólo permitió a Josleen apreciar un cabello rubio y un cuerpo musculoso.

– ¿Está malherido? -preguntó.

– ¡Tanto da que esté muerto! -repuso Moretland-. Le encontramos junto al río, y seguramente es uno de los ladrones de ganado que se protegen bajo las faldas de los McFersson.

El prisionero dejó escapar un quejido y abrió los ojos.

Barry se le acercó, le agarró por el pelo y echó su cabeza hacia atrás. Josleen dejó escapar una exclamación al ver la sangre.

– ¿A qué clan perteneces? -le interrogó.

Kyle, luchando aún contra las brumas de la inconsciencia, sólo vio una cara borrosa. La cabeza le dolía, igual que la ceja. Y la sangre le tapaba la visión de un ojo. En la penumbra, se desdibujaban los colores de sus tartanes y creyó distinguir un fondo negro surcado de rayas amarillas. Equivocadamente, pensó que se encontraba ante hombres del clan Dayland.

– McDuy -dijo con voz algo pastosa.

– ¿McDuy? ¿Los asquerosos McDuy? -preguntó alguien- ¡Por Dios! ¡Y aún se atreve a decirlo!

Kyle sacudió la cabeza para despejarse y les miró con más atención. ¿Acaso los Dayland no tenían una alianza con los McDuy? ¿Entonces, por qué…?

Josleen apretó más las mantas a su cuello. No estaba de acuerdo en que los hombres se comportaran a veces como bestias. Regresó junto al fuego y se acuclilló, sacando un brazo y acercándolo a las brasas. Se tumbó tan cerca del fuego como pudo y se desentendió de ellos. ¡Que resolvieran el problema como quisieran!

Kyle fijó la mirada en la mujer. Y la respiración se le detuvo. A la luz de la fogata, descubrió un fondo rojo sangre con rayas amarillas y negras. Apretó los dientes para no soltar una maldición. Su estupidez acababa de llegar al cénit. Porque quienes le habían capturado no eran de los Dayland. ¡Eran los condenados McDurney, que Satanás se llevara a los infiernos! ¡Sus peores enemigos! Y él, como un idiota, acababa de declarar que pertenecía a un clan enemigo. En bonito lío acababa de meterse.

– Descansa si puedes, piojo -le dijo Barry-. Mañana necesitarás de todas tus fuerzas.

Ninguno se percató del repentino brillo de alarma que asomó a sus ojos, y sus secuestradores se acostaron sin hacerle más caso. Sólo uno de ellos se quedó de guardia.

Josleen era incapaz de dormir y, desde su posición, seguía con la mirada fija en el prisionero. Se preguntó quién sería y qué hacía en las tierras de su hermano.

– Barry -llamó muy bajito-. ¿Estás dormido?

– ¿Hummm?

– No tiene aspecto de ladrón de caballos.

Barry se dio la vuelta, quedando de espaldas a ella.

– Mañana lo sabremos. Duérmete de una vez.

Capitulo 4

Despertó al escuchar un grito apagado. Un pálido sol que apenas calentaba le hizo guiños entre las nubes. Se estiró, notando los músculos doloridos. Y un nuevo quejido la despejó del todo. Se sentó y buscó su daga, de la que nunca se separaba, creyendo que les atacaban. Pero lo que vio la hizo levantarse de un salto.

Uno de sus hombres golpeaba al prisionero mientras el resto observaba, formando un corro a su alrededor.

– ¿Qué estáis haciendo? -se aproximó, luchando por deshacerse de las mantas.

– Apártate de aquí -le dijo Barry.

La cabeza del cautivo caía sobre su pecho y batallaba por inhalar aire.

– ¡No podéis golpear a un hombre indefenso! -les recriminó.

– Le estamos interrogando. Ve a refrescarte al río y no te metas en lo que no te llaman.

Un nuevo golpe en el estómago obligó al rehén a soltar el aire de los pulmones, junto con un nuevo lamento.

– ¿Donde están esos caballos? -preguntó Barry.

El otro movió la cabeza. No supieron si para decir que no lo sabía o para negarse a responder. Su silencio le hizo ganarse otro golpe directo a las costillas.

– ¡Parad de una vez! -Josleen intentó abrirse paso.

Barry la hizo a un lado bruscamente. Resbaló sobre le hierba cubierta de rocío y a punto estuvo de caer de bruces. Y montó en el caballo de la cólera. Nunca fué muy paciente, su hermano, Wain, se hartaba de recriminárselo con frecuencia. Y en ese momento demostró que, en efecto, no lo era. Se le cuadró, con los brazos en jarras.

– Si no le dejas en paz, contaré todo esto punto por punto.

Fué una amenaza muy clara. Wain tenía un genio de mil diablos, pero nunca se rebajó a humillar a un enemigo vencido y supieron que se estaba refiriendo a él. La miraron con la duda reflejada en los ojos. La cicatriz que atravesaba el mentón de Barry se tornó más pálida. Pero la decisión en el rostro de su prima disminuyó sus ganas de pelea. Sí, aquella arpía era muy capaz de contar a Wain lo que estaban haciendo. Y él no tenía ganas de reprimendas, aunque dejarle sin autoridad delante del grupo le revolvió la bilis.

– De todos modos -dijo- éste acabará en la torre. Ya podré interrogarle a placer – y entonces, pensó, no usaría los puños, sino el látigo para arrancar la piel a aquel bastardo. Diría dónde habían escondido los caballos, tarde o temprano.

Se desentendió del prisionero y dio orden de levantar el campamento. Una vez recogido, soltaron al reo y le ataron las manos a la espalda. Le ayudaron a montar y poco después partían.

***

Kyle, ladeándose precariamente sobre su caballo, recobró la conciencia algo después. Tenía un dolor sordo en el estómago y las costillas y los brazos atados a la espalda le procuraban una molestia añadida. Relampaguearon sus ojos al reconocer la vereda por la que transcurrían, a orillas del río. Sabía muy bien hacia dónde se dirigían. A tierras enemigas. Y acabaría en una mazmorra de Durney Tower.

Eso no le hacía la menor gracia. Porque los McDurney pedirían un altísimo rescate por él, en cuanto averiguasen su identidad. ¡Y maldito si estaba dispuesto a pagar nada a aquel atajo de hijos de perra!

Inspiró con cuidado para evitar las punzadas de dolor, pero se le escapó un quejido. Josleen guió a su caballo para acercársele, pero la montura de su primo se puso entre ambos.

– No te acerques a él -le ordenó de nuevo.

– ¡Oh, déjame en paz, Barry! -le espetó ella- Está atado, ¡por todos los cielos! ¿Acaso crees que se me puede echar encima y retorcerme el cuello?

– Te lo tendrías merecido.

Josleen le sacó la lengua cuando él avanzó para ponerse al frente del grupo. Con gesto brusco, echó hacia atrás los cabellos que el helado viento, insistentemente, le echaba a la cara. Dió un vistazo al prisionero, se quedó paralizada unos segundos y luego se alejó de él, haciendo caso a la advertencia de Barry.

Pero Kyle no pudo quitarle los ojos de encima a aquella muchacha, durante el resto del trayecto.

Aunque no supo el motivo.

Había conocido muchas mujeres en su vida. Algunas de ellas, verdaderamente hermosas. Y aquélla no lo era especialmente, aunque en un primer vistazo, su cabello como fuego mezclado con oro, su rostro de saliente pómulos y sus grandes ojos, podrían haberle provocado esa ilusión. Era bonita, sí. Pero nada más. Sin embargo, había algo en su porte orgulloso y en su modo de moverse que atraía su mirada una y otra vez. Era pura seducción.