Kyle le lanzó otra mirada siniestra. Odiaba quedar como un ogro cuando la culpa no había sido suya, pero le dolía más que todos pensaran que estaba castigando a Josleen.
– Josleen prefirió una mazmorra a mi cama, Evelyna. Yo no la castigué. No ha hecho más que proporcionarme placer, de modo que ¿por qué iba a hacerlo? -miró al resto- ¿Estáis satisfechos?
Antes de que nadie respondiese, salió del comedor a largas zancadas.
– Va a coger una curda impresionante -dijo James.
– Yo en su lugar haría lo mismo -asintió Duncan.
– ¿Por qué los mayores lo arreglan todo con whisky? -quiso saber Malcom.
Elaine tomó al pequeño y lo puso sobre sus rodillas mientras Evelyna se marchaba hecha una fiera. La mujer regaló una mirada de pena a la joven. Realmente la tenía lástima, porque ella había adivinado desde hacía días que su hijo estaba enamorado como un becerro de Josleen y ni Evelyna, ni nadie, podría arrancarle ya de los brazos de aquella McDurney altiva pero encantadora.
– Cielo -le dijo al pequeño-, te falta mucho aún para entender todas las tonterías que hacen los adultos. Hasta yo, con lo vieja que soy, aún no lo comprendo.
– Tú no eres vieja, abuela. Eres la mujer más guapa de la tierra. Serman lo dice, se lo he escuchado.
Elaine se atragantó. Se puso roja como la grana.
James y Duncan, al ver su reacción, prorrumpieron en carcajadas.
Josleen había lamentado ya un millón de veces su terquedad. Perder los nervios la había llevado a pasar aquella larga noche en la celda. Aunque estaba medianamente limpia y había podido conversar a través de las rejas del ventanuco con Verter y los demás, la estancia allí se le hizo insoportable.
Aún así, soportaría cualquier cosa con tal de no caer de nuevo bajo el embrujo de Kyle. No podía rendirse, simplemente. Su orgullo valía más que cualquier comodidad.
Pero durante aquella noche no sólo echó en falta el calor de las mantas en la cama de Kyle, sino el calor de su cuerpo. Kyle solía dormirse abrazándola por la espalda, poniendo una de sus musculosas piernas sobre las de ella; en aquella postura se entregaban al sueño reparador, casi siempre después de una batalla de pasión.
Al recordar los labios de Kyle, sus caricias, su cuerpo cálido y dorado, los ojos se le llenaron de lágrimas.
– Josleen.
La voz de Verter la hizo volver a la realidad. A la realidad de su confinamiento, de su celda.
– Sigo aquí -contestó.
– ¿Has descansado algo?
– Como un bebé -mintió con descaro.
Verter guardó un profundo silencio.
– Voy a arrancar al maldito McFersson lo que tiene de hombre y lo quemaré como ofrenda a los dioses -gruñó el guerrero-. Encerrarte aquí no tiene…
– Verter, ya te dije que yo se lo exigí. No debes reprocharle nada a él.
– ¡Aunque así hubiese sido, cosa que dudo! ¿Qué hombre que se precie encierra a la hermana de Wain McDurney en una condenada mazmorra? Lo mataré por eso.
– No insistas, por favor -pidió ella con voz cansada-. ¿A qué hora traen el desayuno?
– ¿Tienes hambre?
– Anoche no cené.
– ¿No te dio de cenar el muy bastardo? -estalló Verter sacudiendo los barrotes de su puerta- ¡Lo mataré!
Josleen estalló en nerviosas carcajadas al escucharle barruntar de nuevo. Verter parecía inagotable en cuanto a maldecir o amenazar.
– Déjalo ya, amigo mío-. Lo vas a matar tantas veces que no podrás hacerlo con una sola existencia y tendrás que vivir varias veces para poder cumplir tus amenazas.
Verter se calló pero luego le escuchó reír.
La puerta que accedía a la primera galería de mazmorras se abrió y un par de hombres entraron empujando un carrito lleno de cuencos, hogazas de pan y odres de agua. Josleen se aupó hasta los barrotes al percibir el olor de la comida. Lo cierto era que estaba famélica.
Uno de los guardianes la ordenó que se alejase hasta el fondo de la celda antes de abrir y dejar su comida en el suelo. Justo cuando abría la puerta de la celda, una voz imperiosa ladró haciendo respingar al carcelero.
– ¡Aparta esa bazofia, Segmun! -ella identificó de inmediato la voz de James y se atrevió a llegar hasta la puerta.
– Buenos días, princesa -saludó el joven, sonriente-. Duncan y yo pensamos que no te agradaría el desayuno de los reclusos y hemos robado algo de las cocinas.
James le mostró un plato en el que llevaba un ave asada. Duncan, a su lado, adelantó una jarra de vino y un enorme trozo de pastel. Josleen se echó a reír, con los ojos enceguecidos por lágrimas de agradecimiento.
– Sois muy amables, pero ¿acaso vuestro hermano os ha dado permiso para traer esto a vuestra enemiga?
– ¡Ese mastuerzo! -gruñó Duncan, entrando en la celda como si estuviese en su propio cuarto- Vamos, ven a desayunar. Liria dijo que anoche retiró tu bandeja intacta. Te había preparado el pastel antes de enterarse de que ese gilipollas que tenemos por hermano te había encerrado aquí abajo. Nos lo dió ella. Ya sabes que te estima. ¿Y vosotros a qué esperáis? -les increpó a los dos carceleros que les miraban absortos. De inmediato comenzaron a pasar la comida a la celda de los hombres.
Duncan y James se acomodaron en el borde del camastro.
– Poneros cómodos, por favor -bromeó Josleen.
– No seas irónica, princesa. Siéntate y come -dijo James-. Estás flaca como una rama. Y el ave se enfría.
– ¿Compartiréis mi desayuno?
– Ya hemos desayunado.
– Pero si insistes -sonrió Duncan arrancando un muslo doradito.
– ¡Duncan, por Dios, sólo piensas en comer!
Josleen, divertida a pesar de todas sus penurias, se sentó en el único taburete que había en la celda, dispuesta a disfrutar del desayuno y de la compañía. Pensó que aquellos dos no eran tan necios como parecían y que tenían buen corazón. Pero no había engullido el primer bocado cuando la voz airada de Elaine les hizo volverse a los tres.
– Malcom, cariño, no corras; el suelo está resbaladizo y puedes hacerte daño.
Escucharon el saludo nervioso de los guardianes cuando la señora de Stone Tower irrumpió en las mazmorras precedida del hijo del jefe del clan. Un segundo después, Elaine asomaba por la puerta, con Malcom a la zaga. Se quedaron parados al ver a los otros.
– ¡James! ¡Duncan! ¿Qué hacéis aquí?
– Se nos han adelantado, abuela -gruño Malcom, haciendo un gesto de fastidio tan idéntico al de su padre que a Josleen se le encogió el corazón.
– Ya lo veo. Ave, vino y pastel -dijo mostrando la bandeja que ella traía en las manos y que contenía exactamente lo mismo-. Pero nosotros hemos traído leche en lugar de vino.
Algunas risas inundaron la celda de Verter y Josleen se aguantó la risa. Oh, Dios, nunca había conocido a gente igual. Allí no había control. Cada uno de ellos se saltaba las normas cómo y cuando les apetecía.
– Es mucho para mí sola -dijo, secándose las lágrimas-, de modo que… ¿qué os parece si hacemos algo así como un desayuno campestre?
– ¡Pero si no estamos en el campo!
– Calla, mocoso -rió fuerte James-, y busca algo donde sentarte. Este va a resultar el desayuno más entretenido de toda mi vida.
Entre risas y bromas, dieron buena cuenta de todo. Al acabar, todos parecían remisos a marcharse. Elaine puso su mano en el hombre de Josleen.
– ¿De veras no quieres salir de aquí, niña?
– Creo que no -mintió-. Estoy mejor lejos de él.