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– No fue exactamente por un barranco, pequeña.

– Lo sé. El golpe no me ha afectado la cabeza -se volvió un poco para mirarle y dejó un taco a medias-. Me duele.

– Liria juró que si despertabas, los dolores no durarán más de dos días con sus brebajes.

– ¿Si despertaba?

Kyle tragó saliva y asintió y Josleen creyó ver miedo en sus ojos.

– Los cardenales desaparecerán. No tienes ningún hueso roto. Milagrosamente, debo decir. Podrías haberte matado.

– Tengo los huesos muy fuertes. Nunca me rompí uno. ¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?

– Dos días.

– ¡Condenación! ¿Acaso no se te ocurrió despertarme?

Kyle rio con ganas. Ella era terca como un jamelgo aún cuando había estado a punto de morir. Pero el recuerdo de que alguien había intentado asesinarla, le hizo encajar los dientes y una expresión demoníaca transformó su atractivo rostro. Josleen le acarició la mejilla.

– Estás hecho un asco -le dijo-. ¿Los McFersson no saben que el agua sirve para asearse?

Kyle se inclinó y la besó otra vez. A pesar del dolor, Josleen elevó el cuerpo hacia él, deseosa de más, notando que lava encendida recorría de nuevo sus venas. Dios, pensó, ¿siempre sería igual? ¿Perdería la cabeza cada vez que él la besara?

Dos dedos aparecieron delante de sus narices, haciéndola parpadear.

– ¿Cuantos hay?

– ¿Qué?

– ¿Cuántos dedos hay? -la voz de Kyle conllevaba cierta alarma cuando no le respondió de inmediato. Su madre y Liria habían dicho que si recuperaba la conciencia lo primero que habría de comprobar es que no veía doble o triple, porque eso podía significar que el golpe había producido algún coagulo de sangre en la cabeza y podía ser fatal-. ¿Cuántos jodidos dedos ves, Josleen?

Su desesperación la extrañaba y divertía a la vez. Desde que le conociera había deseado hacerle pagar cada uno de sus malos ratos, estar alejada de los suyos. Ahora podía tomarse una pequeña e infantil venganza.

– ¿Uno? -preguntó.

Su gemido de frustración la obligó a aguantar la risa, pero al ver que tenía el rostro demudado se asustó.

– Dos. Dos dedos, Kyle. ¡Kyle! ¿Me estás escuchando?

Kyle la miró sin estar convencido. Los ojos azules de Josleen reflejaban ahora cierto pánico. Puso cuatro dedos delante de su cara.

– ¿Y ahora?

– Cuatro -no quiso bromear más.

El pareció aliviado, pero volvió a insistir y dejó el índice alzado.

– ¿Cuántos?

Josleen atrapó su mano, se llevó el dedo a la boca y lo succionó eróticamente.

– ¿No podríamos jugar con otras cosas? -preguntó, melosa, arrimándose a él como una gatita- Te estás poniendo pesado.

Kyle estaba asombrado. Josleen parecía recuperarse más a cada segundo. Al final acabaría creyendo que era cierto lo que se decía de los McDurney, que habían sido tocados por los ángeles al principio de la Creación. Bebió la hermosura de aquel rostro magullado. A pesar de haber estado inconsciente dos días enteros, tener un cardenal en la frente y el cabello pegado al rostro, era preciosa. Kyle pensó que seguramente era la única mujer que conseguía estar deseable estando desaseada y golpeada.

– Me temo, señora, que van a pasar unos cuantos días antes de que usted y yo podamos jugar a otra cosa que no sea cuidarte -repuso, sarcástico.

– Oh, vamos.

– Sé una buena chica y duerme. Debes reponerte del todo. Mis hermanos y Malcom se han estado pegando por ver quién te cuidaba mientras estabas inconsciente, de modo que llamaré a alguno de ellos para que haga de guardián mientras voy a adecentarme un poco -la recostó en los almohadones, la besó en la frente y caminó hacia la salida-. Una pregunta, tesoro. ¿Viste a alguien en la torre?

Ella estuvo a punto de asentir y decir que había reconocido a Evelyna Megan, pero se guardó el secreto. Aquella mujer había tratado de matarla, sí, pero no sentía odio hacia ella, sino lástima. Si ella tuviera que lidiar con una rival por el amor de Kyle, no estaba muy segura de qué cosa terrible podría hacer. Negó con la cabeza, pero apartó los ojos hacia la ventana.

– ¿Fue Evelyna?

El nombre de la otra en los labios de Kyle la escoció.

– No vi a nadie -insistió.

– Josleen, acabaré sabiendo quién te tendió una trampa. Los tablones del suelo fueron serrados, no se rompieron por accidente, ya habían sido reparados.

– Deja las cosas como están, por favor.

– Ni lo sueñes.

– Hazlo por mí, Kyle.

La miró desde la puerta, largamente, recreándose en los contornos de su rostro y en la silueta de su cuerpo bajo las sábanas. Deseaba apretar el cuello de Evelyna entre sus manos hasta que aquella zorra sacara dos metros de lengua. Presentía que era ella. No, no lo presentía solamente. Lo sabía. Algo en el corazón se lo decía. Y a pesar de todo, Josleen, aquella maravillosa criatura, no deseaba culparla, sólo Dios entendía sus motivos. Acabó asintiendo de mala gana, pero desterraría a la Megan aunque le implorara de rodillas. No quería víboras en su casa.

– Todos celebrarán tu recuperación, mi amor.

El pecho de Josleen se paró.

Mi amor. ¡La había llamado su amor! ¡Y tesoro! ¡Y quería vengarla! No había sido una frase hecha. ¡No podía ser una frase hecha! Se abrazó y rio, nerviosa. La amaba. Estaba segura ya. Aunque aquel cabezota fuera incapaz de decírselo con palabras.

James la encontró riendo cuando entró un momento después.

Capitulo 40

Las pezuñas de los caballos hollaron terreno de los McFersson levantando nubes de polvo y terrones de hierba. La venganza estaba muy cerca. Tan cerca, que Wain ya saboreaba su victoria y olía el hedor de la sangre de Kyle pudriéndose al sol.

– ¡Se acercan jinetes!

McDurney se aupó sobre la montura. Si los que se acercaban eran aliados de los McFersson acabaría con ellos. Pero el color del estandarte le dejo perplejo, lo mismo que a Warren McCallister. Naranja y negro.

– ¡Por los cuernos de Satanás, son mis colores! -musitó Warren mirando a su hijastro.

– ¿Pediste más hombres, Warren? -se interesó Neil Gowan, el suegro del muchacho. El aludido negó en silencio-. Entonces me temo que son voluntarios. ¿O sería mejor decir voluntaria? Juraría que la que cabalga en primer lugar es una mujer.

Tanto Wain como Warren prestaron más atención a los que llegaban. Aún fiándose de la inmejorable vista de Neil -capaz de distinguir qué clase de rapaz volaba sobre un poblado estando en otro cercano-, no acabaron de creer lo que decía. Un momento después, cuando pudieron distinguir mejor a la tropa que se acercaba entre una nube de polvo, Wain lanzó un juramento, al que siguió una blasfemia por parte de McCallister.

Wain conocía a su madre. La conocía demasiado bien como para negar la evidencia. Warren, también sabía de los ataques repentinos de valor de aquella hembra con la que se casara. Ella era cabezota y emprendedora, pero unirse a un ejército que iba a entrar en batalla contra un clan enemigo, era demasiado.

– ¿Qué coño hace ella aquí, Wain?

El joven le miró alarmado.

– ¿Me lo preguntas a mí, Warren? Ella es tu mujer ahora. Y tu responsabilidad.

– Condenada sea.

Alien McCallister azuzó a su caballo hasta llegar junto a ellos. Tanto ella como su escolta, compuesta por varios jinetes, estaban llenos de sudor y polvo y los caballos se veían cansados. Parecía que no habían descansado hasta darles alcance.

Warren aproximó su montura a la de su esposa.

– ¿Me vas a explicar qué haces aquí, mujer? -elevó la voz de tal modo que debió escucharle todo el ejército.

Los ojos de Alien, tan azules como los de su hija, lanzaban chispas de indignación.