Seis guerreros armados hasta los dientes la rodearon y juntos se encaminaron hacia los caballos.
– Podrías esperar un poco, Josleen.
Josleen se volvió ante el ruego y sonrió al sujeto. Se acercó para besarle en la mejilla. Se separó un poco y le miró con afecto.
– Quiero estar a medio camino antes de que caiga la noche, Wain.
Él asintió. La estrechó entre sus brazos y ella rió, gozosa, aunque su fuerza casi le fracturó una costilla.
– Mándame recado por un emisario tan pronto llegues. ¿De acuerdo? Y quiero tener buenas noticias.
– Ellos pueden regresar, hermano -señaló al grupo.
– Prefiero que se queden contigo y con nuestra madre.
– Ella tiene un buen contingente de guerreros.
– Aún así.
– De acuerdo. Pero luego no me eches en cara que les has necesitado.
Wain acompañó a su hermana hasta la montura, la agarró por la cintura y la colocó sobre la silla. Josleen le sonrió, aunque aquellas muestras de protección la irritaban a veces. Era una mujer hecha y derecha y no necesitaba continuos cuidados. Pero Wain seguía pensando que era poco menos que una criatura. Y sabía que él siempre estaría allí, procurando su bienestar, como procuraba la prosperidad a todo el clan. Era el jefe. Todos confiaban en él.
– Ten cuidado -pidió él.
– Deja de preocuparte. Tengo que ir, lo sabes.
Le costó convencerlo de que aquel viaje era necesario. Helen, la hija mayor del hombre que desposó a su madre en segundas nupcias, se lo pidió como un favor. Pasaría mejor los dos últimos meses que faltaban hasta el parto teniendo a su lado a alguien de su misma edad. Además, podría ayudar a su madre en el parto. Wain había accedido sólo por el amor que profesaba a Alien, su madre, ahora una McCallister.
Wain acarició el lomo del caballo.
– Espero que, en esta ocasión, no te encuentres con otro ladrón, hermanita.
El sonrojo cubrió sus mejillas. Instintivamente, se pasó los nudillos por la barbilla. Aún recordaba la parrafada de Wain cuando se enteró de lo acontecido, culpándola directamente a ella por haberse puesto en peligro durmiendo tan cerca del prisionero. El condenado Barry insistió en que, de no haber sido por eso, hubieran evitado que el McDuy escapara.
«Si yo no lo hubiera tocado» pensó Josleen. Recordaba tan vívidamente el tacto de sus músculos… Le recorrió un extraño cosquilleo. Había intentado olvidarlo durante aquellos meses, pero fue imposible. Su beso la marcó a fuego. Y la mantenía despierta muchas noches, hasta irritarla. Sin embargo, él había cumplido su promesa y ninguna aldea fue atacada, ni había llegado un ejército en son de guerra a las puertas de Durney Tower.
Aceptó la broma y se inclinó para tirar a su hermano de una oreja.
– Te traeré uno a mi regreso -bromeó.
– Y yo te calentaré el trasero.
Josleen le tiró un beso con los labios y se medio volvió en la montura al escuchar la llamada de una mujer.
Se acercó una joven muy bonita, a quien Wain enlazó de la cintura en cuanto la tuvo a su alcance.
– Te echaremos de menos.
– Y yo a vosotros, Sheena. Pero Helen me necesita ahora.
– Es mucho tiempo -se quejó la otra.
– Wain te mantendrá ocupada, no lo dudes. Ni siquiera te acordarás de mí.
Sheena se puso roja como la grana y agachó la cabeza para apoyarla en el pecho de su esposo.
– Eres terrible -se quejó a media voz.
Wain se unió a la risa divertida de su hermana y abrazó más fuerte a su mujer. Hacía tres años que se casaran y era el hombre más feliz del mundo. Sheena era sumisa, todo lo contrario a su hermana, que pecaba de terca, irritable y, la mayoría de las veces, sarcástica hasta lo desesperante. Sheena era dulce; Josleen, mandona. Una pelirroja y la otra rubia-rojiza. La primera vergonzosa, la segunda descarada. Sólo tenían en común unos hermosos ojos azules y profundos que quitaban el aliento a cualquier hombre.
– Os enviaré noticias apenas llegue -prometió de nuevo Josleen.
– Si necesitas algo, házmelo saber. Besa a mamá. Y dale un puñetazo a McCallister de mi parte -bromeó Wain, alzando la voz, cuando ya el grupo se alejaba a la salida de la fortificación.
Sheena se apretó contra él y alzó la cabeza para recibir un beso. Suspiró y le miró con los ojos velados.
– Te deseo -le confesó.
Wain McDurney estalló en carcajadas.
– Creo que Josleen te está mal enseñando, mujer.
– Me gustaría tener su carácter. Josleen no se amilana ante nada, hace lo que quiere y…
– Y se gana una zurra de cuando en cuando -cortó.
– Hablando de eso. No me gustó que la reprendieras cuando regresaron de Dorland. ¿Qué culpa tuvo ella de que ese sujeto escapara?
– Ya oíste a Barry.
– Barry es propenso a la cólera. A veces pienso que nació ya colérico.
Wain guardó silencio. ¡Al diablo con su medio primo! Tenía cosas más importantes de las que ocuparse, por ejemplo, hacerle el amor a su mujer de inmediato. Llevándola apretada contra su costado, se acercaron al palo adornado para la fiesta de May Day, que celebraba la llegada de la primavera.
Acodado en una de las murallas, la turbia mirada de Moretland les siguió.
– Algún día… -dijo entre dientes-. Algún día, Wain.
Capitulo 10
James agarró un muslo de ave de una de las fuentes que los sirvientes retiraban ya y le dio un mordisco mientras intentaba, a la vez, ponerse la capa.
– ¡Por los infiernos, James! -bramó una voz desde la entrada del salón.
– ¡Ya voy, maldita sea! -gruñó el muchacho- ¡Ya voy!
Salió a escape, refunfuñando sobre la estúpida necesidad de tener que ir justo ahora de batida. A su hermano, el jefe del clan, se le había metido entre ceja y ceja “tomar prestado” parte del ganado que los McDurney tenían cerca de la ciudad de Mawbry, unas veinte millas fuera del territorio McFersson. Dio otro mordisco y tiró el hueso a un lado. Poco faltó para que acertase a uno de los sirvientes que pasaba en esos momentos.
– ¡Lo siento! -se disculpó al tiempo que se escabullía.
Afuera, diez hombres montados a caballo aguardaban. Le importó un comino la mirada de reprobación de nueve de ellos. Pero la del último, le provocó desazón. Montó de un salto y miró a su hermano mayor.
Kyle dejó una imprecación a medias.
– Es la última vez que te espero, James.
– Ni siquiera me has dejado acabar la comida.
– Si hubieras llegado a la mesa cuando todos lo hicimos, en lugar de estar detrás o bajo las faldas de alguna muchacha, habrías tenido tiempo suficiente.
James se encogió de hombros. Y sonrió como un diablo al ver su ceño fruncido.
– ¿Por qué estás siempre de tan mal humor, Kyle? La vida es hermosa.
Unos ojos dorados relampaguearon, pero se aplacaron de inmediato. Era imposible luchar contra James. El chico apenas acababa de cumplir los veinte años y era tan revoltoso o más que el pequeño Duncan, quien aún no había cumplido los catorce. Le vencía siempre con sus sonrisas. De los tres, era sin duda el que tenía mejor talante. Por eso se ganaba a las mujeres.
– ¡Vámonos!
Casi a las puertas del castillo, tuvieron que detenerse. Montado en un caballo de color canela y fuertes patas, Duncan les cortaba el paso. Kyle suspiró, se acodó en el cuello de su montura y miró a su hermano pequeño.
– Y ahora ¿qué pasa?
– Voy con vosotros.
– Ya te dije que no, Duncan.
– Pues yo insisto.
Kyle bufó. ¡Por los cuernos de…! ¿Es que siempre habría de estar peleando con sus hermanos? A su espalda, las risitas de sus guerreros le irritaron aún más. Hizo avanzar al caballo y se irguió sobre la silla, acercándose al muchacho. Su voz sonó tranquila. Demasiado tranquila. No era buena señal para quienes le conocían de verdad.