Paul Auster
Brooklyn Follies
Título Originaclass="underline" Brooklyn Follies
Traducción: benito Gómez Ibáñez
A mi hija Sophie
OBERTURA
Estaba buscando un sitio tranquilo para morir. Alguien me recomendó Brooklyn, de manera que al día siguiente salí de Westchester y fui para allá a reconocer el terreno. No había vuelto en cincuenta y seis años, y no me acordaba de nada. Mis padres se habían ido de la ciudad cuando yo tenía tres años, pero el instinto me llevó al barrio donde habíamos vivido, arrastrándome como un perro herido al lugar donde nací. Un empleado de una agencia inmobiliaria de la zona me enseñó media docena de pisos en edificios de piedra rojiza, y a última hora de la tarde había alquilado un apartamento de dos habitaciones con jardín en la calle Uno, sólo a media manzana de Prospect Park. No tenía idea de quiénes eran mis vecinos, y no me importaba. Todos trabajaban de nueve a cinco, ninguno tenía hijos, así que en el edificio siempre habría un relativo silencio. Más que nada, eso era lo que buscaba. Un fin silencioso para mi triste y ridícula vida.
Ya se había firmado un contrato de compraventa para la casa de Bronxville, y una vez que se formalizaran las escrituras a finales de mes no habría problemas de dinero. Mi ex mujer y yo pensábamos repartimos lo que sacáramos de la venta, y con cuatrocientos mil dólares en el banco tendría más que suficiente para mantenerme hasta que exhalara el último aliento.
Al principio, no sabía cómo ocupar el tiempo. Me había pasado treinta y un años yendo y viniendo entre los barrios residenciales y Manhattan, donde estaba la oficina de la compañía de seguros de vida y accidente Mid-Atlantic, pero ahora que ya no trabajaba, al día le sobraban horas. Más o menos una semana después de mudarme al apartamento, mi hija Rachel, ya casada, vino de Nueva Jersey para hacerme una visita. Me dijo que lo que yo necesitaba era dedicarme a algo, buscarme una ocupación provechosa. Rachel no es ninguna tonta. Es doctora en bioquímica por la Universidad de Chicago y trabaja de investigadora en una gran empresa farmacéutica de las afueras de Princeton, pero, como digna hija de su madre, raro es el día en que dice algo que no sean lugares comunes: todas esas frases manidas e ideas trilladas que saturan los vertederos del saber contemporáneo.
Le expliqué que probablemente estaría muerto antes de que acabara el año, y eso de buscar ocupaciones me importaba un carajo. Por un momento, Rachel pareció a punto de echarse a llorar, pero contuvo las lágrimas y, parpadeando, me dijo que era una persona cruel y egoísta. No era de extrañar que «mamá» hubiera acabado divorciándose de mí, añadió, no le sorprendía que hubiera sido incapaz de aguantarlo más. Estar casada con un hombre como yo debía de ser una continua tortura, un verdadero infierno. Un verdadero infierno. Qué lástima, pobre Racheclass="underline" sencillamente no puede evitarlo. Mi única hija lleva veintinueve años habitando este mundo y ni una sola vez se le ha ocurrido una observación original, algo que sea genuina y enteramente suyo.
Sí, supongo que a veces me pongo desagradable. Pero no siempre; y no por principio. En mis días buenos, soy tan amable y simpático como el que más. No se puede ser tan buen agente de seguros como yo, al menos durante treinta largos años, sin ganarse la confianza de los clientes. Hay que ser agradable. Hay que saber escuchar. Hay que persuadir a la gente. Yo poseo todas esas cualidades y algunas más. No niego que también tenga mis malos momentos, pero todo el mundo sabe los peligros que acechan tras la puerta cerrada de la vida familiar. Eso puede ser un veneno para todos los interesados, especialmente cuando se descubre que, para empezar, probablemente no se está hecho para el matrimonio. Me encantaba acostarme con Edith, pero al cabo de cuatro o cinco años la pasión pareció haber agotado su curso, y a partir de ese momento estuve lejos de ser un marido perfecto. Por lo que dice Rachel, como padre tampoco he sido gran cosa. No quisiera contrariar sus recuerdos, pero lo cierto es que a mi manera las quería a las dos, y si a veces me encontraba en los brazos de otras mujeres, nunca me tomé en serio ninguna de aquellas aventuras. El divorcio no fue idea mía. A pesar de todo, tenía intención de quedarme con Edith hasta el final. Ella fue quien quiso separarse, y, dado el alcance de mis fechorías y transgresiones a lo largo de los años, verdaderamente no podía reprochárselo. Treinta y tres años viviendo bajo el mismo techo y, cuando nos fuimos cada uno por su lado, no habíamos llegado absolutamente a nada.
Dije a Rachel que tenía los días contados, pero eso no era más que una réplica acalorada a su inoportuno consejo, pura descarga hiperbólica. El cáncer de pulmón estaba remitiendo, y según lo que el oncólogo me había dicho a raíz del último examen, había motivos para un cauteloso optimismo. Eso no quería decir que le creyera, desde luego. El susto del cáncer había sido tan grande que seguía sin confiar en la posibilidad de superarlo. Estaba seguro de que iba a morirme, y una vez que me extirparon el tumor y pasé el extenuante suplicio de la radio y la quimioterapia, después de sufrir los largos periodos de náusea y mareos, la pérdida del pelo, la pérdida de la voluntad, la pérdida del trabajo, la pérdida de mi mujer, me resultaba difícil imaginar cómo iba a salir adelante. De ahí Brooklyn. De ahí el inconsciente regreso al lugar donde había empezado mi historia. Tenía casi sesenta años, y no sabía cuánto tiempo me quedaba. A lo mejor veinte años más; quizá sólo unos meses. Cualquiera que fuese el pronóstico médico de mi estado, lo fundamental era no dar nada por seguro. Mientras siguiera en este mundo, tenía que encontrar la manera de empezar a vivir otra vez, pero incluso si me moría pronto, debía hacer algo más que quedarme de brazos cruzados esperando el fin. Como de costumbre, mi científica hija tenía razón, aunque yo fuera demasiado terco para admitirlo. Debía buscar una ocupación. Debía ponerme las pilas y hacer algo.
Me mudé a principios de primavera, y durante las primeras mañanas me entretuve explorando el barrio, dando largos paseos por el parque y plantando flores en el jardín: una pequeña porción de terreno, llena de trastos y descuidada durante años. Iba a cortarme el renaciente pelo a la barbería Park Slope, en la Séptima Avenida, alquilaba vídeos en un sitio llamado Movie Heaven, y de paso paraba muchas veces en el Brightman's Attic, una librería de lance repleta y desordenada cuyo dueño era un extravagante homosexual llamado Harry Brightman (más sobre él dentro de poco). Casi todas las mañanas me preparaba el desayuno en el apartamento, pero como no me gustaba ni se me daba nada bien la cocina, solía ir a comer y a cenar al restaurante: siempre solo, siempre con un libro abierto delante, siempre masticando muy despacio para alargar la comida lo más posible. Tras probar las diversas posibilidades que me ofrecía el vecindario, me decidí por el Cosmic Diner para ir a almorzar. Allí la comida era mediocre por no decir otra cosa, pero una de las camareras era una adorable puertorriqueña llamada Marina, enseguida me quedé prendado de ella. Le doblaba la edad y además estaba casada, lo que hacía imposible cualquier idilio, pero era tan espléndidamente atractiva, tan amable conmigo, estaba siempre tan dispuesta a reírse de mis insípidas bromas, que cuando tenía el día libre suspiraba literalmente por ella. Desde un punto de vista estrictamente antropológico, descubrí que los habitantes de Brooklyn son menos reacios a hablar con desconocidos que cualquier tribu con que me haya tropezado antes. Se inmiscuyen en los asuntos ajenos cuando les viene en gana (señoras mayores regañando a jóvenes madres por no poner a sus hijos suficiente ropa de abrigo, transeúntes llamando la atención a quienes pasean al perro tirando demasiado fuerte de la correa); se disputan un aparcamiento con la rabia de niños de cuatro años; sueltan réplicas deslumbrantes como quien no quiere la cosa. Un domingo por la mañana, entré en una atestada delicatessen con el absurdo nombre de La Bagel Delight. Iba a pedir una rosquilla con canela y pasas, pero se me trabó la lengua y me salió una rosquilla con qué pasa. Sin inmutarse, el joven que estaba detrás del mostrador contestó: «Lo siento, de ésas no nos quedan. ¿Qué le parece una rosquilla con guasa?» Rápido. Con tan vertiginosa rapidez que casi me meo encima.