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En la primavera de 1986, Valerie Smith vendió su casa de Oaxaca y volvió a Estados Unidos con sus tres hijos. Pese a su matrimonio tempestuoso y a veces violento con el mujeriego Smith, siempre había sido una defensora incondicional de su obra, y conocía hasta el último cuadro que su marido había pintado desde los veinte años hasta su muerte en 1984. A raíz de la primera exposición en Dunkel Freres, el matrimonio había hecho amistad con un cirujano plástico llamado Andrew Levitt, acaudalado coleccionista que había comprado a Harry dos cuadros en 1976 y reunido un total de catorce Smith cuando Valerie fue a cenar a su casa de Highland Park diez años después. ¿Cómo podría Harry haber adivinado que volvería a Chicago? ¿Cómo podría haber sabido que Levitt -el mismo Levitt a quien había vendido un magnífico Smith falso sólo tres meses antes- la iba a invitar a su casa? Huelga mencionar que el adinerado doctor mostró orgullosamente su nueva adquisición en la pared del salón, y ni que decir tiene que la perspicaz viuda comprendió al instante lo que aquella obra significaba en realidad. Nunca le había caído bien Harry, pero le había concedido el beneficio de la duda en atención a Alec, consciente de que el vuelco que había dado la carrera de su marido se debía en gran medida al director de Dunkel Freres. Pero ahora su marido estaba muerto, Harry no se traía nada bueno entre manos, y la enfurecida Valerie Denton Smith tenía el firme propósito de acabar con él.

Harry lo negó todo. Sin embargo, con siete obras falsas aún guardadas en el almacén de la galería, a la policía no le resultó difícil encontrar pruebas para acusarlo. El siguió declarando su inocencia, pero entonces Gordon se largó de la ciudad, y a raíz de esa traición Harry se acobardó. En un acceso de desesperación y lástima de sí mismo, se derrumbó y acabó contando a Bette toda la verdad. Otro error, otro paso en falso en una larga serie de traspiés y desaciertos. Por primera vez en todos los años que la conocía, Bette arremetió con furia contra éclass="underline" una violenta diatriba que incluía palabras tales como enfermo, codicioso, repugnante y pervertido. Se disculpó enseguida, pero el daño ya estaba hecho, y aunque sintió compasión por él y contrató a uno de los mejores abogados de la ciudad para defenderlo, Harry comprendió que su vida estaba deshecha. La investigación se prolongó durante diez meses, un lento proceso de acumulación de pruebas que fueron recogiéndose en lugares tan apartados como Nueva York y Exalte, Amsterdarn y Tokio, Londres y Buenos Aires, después de lo cual el fiscal del distrito del condado de Cook acusó a Harry de treinta y nueve delitos de fraude. La prensa publicó la noticia en grandes titulares en portada. Harry se enfrentaba a una condena de entre diez y quince años en caso de que perdiera el juicio. Siguiendo el consejo de su abogado, optó por declararse culpable, y entonces, para reducir aún más la sentencia, implicó a Gordon Dryer en la estafa, sosteniendo que la idea fue del pintor desde el principio, y que él mismo se vio obligado a ser cómplice de Dryer cuando éste amenazó con descubrir su relación. La recompensa por esa colaboración fue una condena máxima de cinco años, con la garantía de una considerable reducción de pena por buena conducta. La policía siguió la pista de Dryer hasta Nueva York y lo detuvo en una fiesta de fin de año en un bar de la calle Christopher, sólo unos minutos después de que comenzara 1988. Él también se declaró culpable, pero sin la posibilidad de proponer tratos ni denunciar a terceros, al ex amante de Harry le cayó una pena de siete años.

Pero lo peor aún estaba por llegar. Justo cuando Harry hacía los preparativos para ingresar en prisión, el viejo Dombrowski convenció a Bette para que presentara una demanda de divorcio. Empleó las mismas tácticas intimidatorias que había utilizado en el pasado -amenazando con excluirla de su testamento, con interrumpir su asignación-, pero esta vez lo decía en serio. Bette ya no estaba enamorada de Harry, pero tampoco se había planteado abandonarlo. A pesar del escándalo, pese a la deshonra que Harry había traído sobre sí, ni una sola vez se le había pasado por la cabeza poner fin a su matrimonio. El problema era Flora. Rondando los diecinueve, ya había estado ingresada en dos clínicas mentales privadas, y las perspectivas de una recuperación siquiera parcial eran nulas. Una atención médica de ese grado suponía unos gastos asombrosos, sumas que superaban los cien mil dólares por cada estancia, y si Bette perdía el cheque que su padre le enviaba todos los meses, la próxima vez que su hija sufriera una crisis no tendría más remedio que ingresarla en una institución pública: idea que simplemente se negaba a considerar. Harry comprendió su dilema, y como él no tenía solución alguna que proponer, aceptó de mala gana el divorcio, sin dejar de jurar que mataría al padre de Bette en cuanto saliera de la cárcel.

Se había convertido en un presidiario común, sin un céntimo, sin recursos ni planes de ninguna clase, y una vez que cumpliera su condena en Joliet, se vería tirado en la calle como un puñado de confeti. Por extraño que pareciese, fue su muy odiado suegro quien intervino para salvarlo; pero le salió caro, tan excesiva e implacablemente caro, que Harry nunca se recuperó de la vergüenza y repulsión que sintió al aceptar la propuesta del viejo. Sin embargo, no pudo resistirse. Se sentía demasiado vulnerable, demasiado atemorizado por el futuro para rechazarla, pero en cuanto estampó su firma en el contrato, supo que acababa de vender su alma al diablo y que se había condenado para siempre.

Por entonces ya llevaba casi dos años en la cárcel, y las condiciones de Dombrowski no podían haber sido más simples. Harry se mudaría a otra región del país, y a cambio de una cantidad de dinero suficiente para establecerse y montar un negocio, se comprometería a no volver nunca más a Chicago ni a ponerse de nuevo en contacto con Bette ni Flora. Dombrowski consideraba a Harry un degenerado, un ejemplar de alguna subespecie degradada que no podía calificarse plenamente de humana, y le hacía responsable directo de la enfermedad de Flora. Estaba loca porque Harry había fecundado a Bette con su esperma enfermizo y mutante, y ahora que había demostrado ser además un farsante y un delincuente, al salir de la cárcel se vería condenado a una vida de miseria y privaciones a menos que renunciara para siempre a reivindicar su paternidad. Harry renunció. Cedió a las monstruosas exigencias de Dombrowski, y a raíz de esa capitulación le fue posible iniciar una nueva vida. Se decidió por Brooklyn porque era Nueva York sin ser enteramente Nueva York, y las posibilidades de encontrarse allí con algún antiguo colega del mundo del arte parecían escasas. Había una librería en venta en Park Slope, en la Séptima Avenida, y aun cuando Harry no sabía nada del negocio de los libros, el establecimiento satisfacía su inclinación por las curiosidades y el desorden de almoneda. Dombrowski le compró el edificio entero, de cuatro pisos, y en junio de 1991 nació el Brightman's Attic.

Harry estaba llorando al llegar a ese punto, explicó Tom, y se pasó el resto de la cena hablando de su hija, recordando el último y angustioso día en que estuvo con ella antes de ir a la cárcel. Flora se encontraba en pleno ataque de nervios, cayendo en el delirio que la llevaría al hospital por tercera vez, pero aún mantenía la lucidez suficiente para reconocer a su padre y hablar con él en un lenguaje comprensible. En alguna parte había leído una serie de estadísticas por las que se calculaba la cantidad de gente en el mundo que nacía y moría cada segundo en un día cualquiera. Las magnitudes numéricas eran pasmosas, pero a Flora siempre se le habían dado bien las matemáticas, y enseguida extrapoló los datos de conjunto para formar grupos de diez: diez nacimientos cada cuarenta y un segundos, diez muertes cada cincuenta y ocho segundos (o lo que fuera). Ésa era la verdad de la vida, dijo a su padre mientras desayunaban aquella mañana, y con objeto de asimilar aquella verdad había decidido pasar el día sentada en la mecedora de su habitación, gritando regocijaos cada cuarenta y un segundos y afligíos cada cincuenta y ocho segundos para señalar la marcha de las diez personas que ya descansaban en paz y celebrar la llegada de los diez recién nacidos.