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Eran más de las cuatro cuando llegué a casa. Seguía preocupado por Rachel, pero aún era pronto para llamarla (hasta las seis no volvía del trabajo). Y mientras me imaginaba cogiendo el teléfono y marcando el número de mi hija, comprendí que probablemente daba igual. Nuestras relaciones se habían vuelto tan frías que la consideré capaz de colgarme otra vez, y temía la perspectiva de que me hiciera un nuevo desprecio. En vez de llamarla, decidí escribirle una carta. Era un medio más seguro de abordar la cuestión, y si no ponía mi nombre y dirección en el remite, había posibilidades de que abriera el sobre y leyera la carta en vez de romperla y tirarla a la basura.

Creí que sería sencillo, pero tuve que intentarlo seis o siete veces antes de encontrar el tono adecuado. Pedir perdón a alguien es un asunto complejo, un ejercicio de delicado equilibrio entre el terco orgullo y el apesadumbrado cargo de conciencia, y a menos que uno sea realmente capaz de abrirse a la otra persona, toda disculpa adquiere un timbre falso y vacío. Mientras elaboraba los diversos borradores de la carta (con la moral cada vez más por los suelos, culpándome por todo lo que me había salido mal en la vida, flagelándome el alma atribulada y corrompida como un penitente medieval), me acordé de un libro que Tom me había enviado por mi cumpleaños ocho o nueve años atrás, en la época dorada en que June aún vivía y él seguía siendo el brillante y prometedor doctor Pulgarcito. Era una biografía de Ludwig Wittgenstein, filósofo del que había oído hablar pero al que nunca había leído: circunstancia nada inhabitual, teniendo en cuenta que mis lecturas se limitaban a la narrativa, sin la más mínima incursión en otros ámbitos. Me pareció un libro absorbente, bien escrito, en el que había una historia que destacaba sobre todas las demás y que no se me ha olvidado nunca. Según el autor, Ray Monk, después de haber escrito su Tractatus cuando era soldado en la Primera Guerra Mundial, Wittgenstein consideró que había resuelto todos los problemas de la filosofía y ya no podía ir más lejos en la materia. Se colocó de maestro de escuela en un pueblo perdido en las montañas de Austria, pero resultó que no tenía cualidades para el puesto. Severo, malhumorado, violento incluso, regañaba continuamente a los niños y les pegaba cuando no se sabían la lección. No los cachetes de rigor, sino puñetazos en la cabeza y en la cara, palizas impulsadas por la cólera, que acabaron causando graves traumas a una serie de chicos. Corrió la voz sobre aquella indignante conducta, y Wittgenstein se vio obligado a renunciar a su puesto. Pasaron los años, al menos veinte, si no me equivoco, y para entonces Wittgenstein vivía en Cambridge, dedicado de nuevo a la filosofía y convertido ya en un personaje famoso y respetado. Por motivos que ya he olvidado, atravesó una crisis espiritual y sufrió un desequilibrio nervioso. Cuando empezó a recuperarse, decidió que el único modo de recobrar la salud consistía en volver al pasado y pedir humildes disculpas a cada persona a la que hubiera ofendido o perjudicado. Quería purgar la culpa que le corroía las entrañas, limpiar su conciencia y empezar de nuevo. Como es lógico, ese camino lo condujo de nuevo al pequeño pueblo de montaña en Austria. Todos sus antiguos alumnos ya eran adultos, hombres y mujeres de veinticinco a treinta años, pero el tiempo no había atenuado el recuerdo del violento maestro. Uno por uno, Wittgenstein llamó a su puerta y les pidió perdón por su intolerable crueldad de dos décadas atrás. En ocasiones, llegó literalmente a hincarse de rodillas y suplicar, implorando la absolución de los pecados que había cometido. Cabría imaginar que una persona que se viera ante tales muestras de sincero arrepentimiento sentiría compasión por el doliente peregrino y acabaría transigiendo, pero de todos los antiguos alumnos de Wittgenstein, ni uno solo estuvo dispuesto a perdonarlo. El dolor que había causado era demasiado profundo, y su odio hacia el maestro trascendía toda posibilidad de gracia.

Pese a todo, yo tenía la casi total seguridad de que Rachel no me odiaba. Estaba decepcionada, molesta, cabreada conmigo, pero no creo que su animosidad fuera suficiente para crear una fisura permanente entre los dos. Sin embargo, no podía correr riesgos, y cuando me puse a redactar el borrador final de la carta, me hallaba en un estado de absoluto y total arrepentimiento. «Perdona al idiota de tu padre por hablar más de la cuenta», empecé, «y decir cosas que ahora lamenta muchísimo. Tú eres la persona que más me importa en el mundo. Eres sangre de mi sangre, te llevo en lo más hondo de mi corazón, y me atormenta pensar que un comentario estúpido pueda haber creado ese resentimiento entre nosotros. Sin ti, no soy nada. Sin ti, no soy nadie. Mi querida, mi amada Rachel, te ruego que des al necio de tu padre una ocasión de redimirse.»

Seguí en esa vena unos cuantos párrafos más, concluyendo la carta con la buena noticia de que su primo Tom había aparecido como por arte de magia en Brooklyn y estaba impaciente por volver a verla y conocer a Terrence (su marido, oriundo de Inglaterra y profesor de biología en Rutgers). A lo mejor podíamos cenar todos juntos una noche en la ciudad. Pronto, esperaba yo. Dentro de unos días o la semana próxima: en cuanto ella estuviera libre.

Tardé más de tres horas en concluir la tarea, y me quedé agotado, tanto física como mentalmente. Pero no me gustaba tener la carta rondando por el apartamento, así que salí inmediatamente a la calle y la eché en uno de los buzones de la entrada de la oficina de correos de la Séptima Avenida. Ya era hora de cenar, pero no tenía ni pizca de hambre. Así que recorrí varias manzanas más, entré en Shea's, la tienda de vinos y licores del barrio, y compré una botella de whisky escocés y dos de vino tinto. No suelo beber mucho, pero hay momentos en la vida en que el alcohol alimenta más que la comida. Aquél era uno de ellos. Recuperar el contacto con Tom me había levantado mucho la moral, pero ahora que me encontraba solo de nuevo, caí de pronto en la cuenta de que me había convertido en una persona desamparada y digna de lástima: un pedazo de carne desconectado y sin rumbo. No soy propenso a tener lástima de mí mismo, pero más o menos durante una hora me dejé llevar por la autocompasión con todo el abandono de un adolescente taciturno. Finalmente, al cabo de dos whiskies y media botella de vino, la melancolía empezó a esfumarse y me senté al escritorio para añadir otro capítulo al Libro del desvarío humano, una anécdota exquisita relacionada con la taza del retrete y una maqui nilla de afeitar eléctrica. Se remontaba a la época en que Rachel iba al instituto y aún vivía en casa, y ocurrió en la fría tarde de un jueves, día de Acción de Gracias, cuando faltaba media hora para la llegada de unos doce invitados, prevista para las cuatro. No con poco dispendio, Edith y yo habíamos reformado el baño de la planta de arriba, y todo estaba reluciente: baldosines, armarios, botiquín, lavabo, bañera y ducha, retrete, todo era nuevo. Yo me encontraba en el dormitorio, haciéndome el nudo de la corbata de pie frente al espejo; Edith estaba abajo, en la cocina, asando el pavo en el horno y cuidando de los detalles de última hora; y Rachel, con dieciséis o diecisiete años, que se había pasado la mañana y las primeras horas de la tarde redactando un trabajo para el laboratorio de física, estaba en el baño, arreglándose a toda prisa antes de que llegaran los invitados. Acababa de ducharse en la ducha nueva y ahora estaba frente al retrete, con el pie derecho apoyado en el borde de la taza, afeitándose la pierna con una maquinilla Schick que funcionaba con pilas. En un momento dado, la maquinilla se le escurrió y cayó al agua. Metió la mano e intentó sacada, pero el artilugio se había quedado atascado en el fondo, y no podía sacarlo. Entonces abrió la puerta y gritó: