– Es muy religioso.
– ¿Religioso? ¿De qué religión? -inquirió Tom, procurando que no se notara la alarma en su voz.
– Cristiana. Ya sabes, Jesucristo y todo ese rollo.
– ¿Qué significa eso? ¿Pertenece a una Iglesia reconocida, o es uno de esos integristas, un cristiano renacido?
– Lo último, me parece.
– ¿Y qué hay de ti, Rory? ¿Tú crees en esas cosas?
– Lo intento, pero me temo que no se me da muy bien. Dice David que he de tener paciencia, que un día se me abrirán los ojos y veré la luz.
– Pero tú eres medio judía. Según la ley judaica, eres completamente judía.
– Lo sé. Por parte de mamá.
– ¿Entonces?
– Dice David que no importa. Jesucristo también era judío, y no por eso dejaba de ser hijo de Dios.
– Parece que David dice muchas cosas. ¿Es él quien te ha dicho que te cortaras el pelo y cambiaras de manera de vestir?
– Nunca me obliga a nada. Lo hice porque quise.
– Y David te animó a hacerlo.
– La modestia conviene a la mujer. Dice David que mejora mi autoestima.
– Dice David.
– Por favor, Tommy, intenta ser bueno. Sé que no lo apruebas, pero por fin he encontrado la oportunidad de ser medianamente feliz, y no voy a dejar que se me escape entre los dedos. Si David quiere que me vista así, ¿qué más da? Antes iba como una fulana. Esto me sienta mejor. Ahora me encuentro más segura, más serena. Después de todas las gilipolleces que he hecho, tengo suerte de seguir viva.
Tom dio marcha atrás, cambió de tono y aquella tarde se despidieron con fuertes abrazos y fervientes besos, jurando que nunca más volverían a perderse de vista. Tom estaba seguro de que esta vez Aurora hablaba en serio, pero la fecha de la boda se aproximaba cada vez más y él seguía sin recibir la invitación: ni carta, ni llamada telefónica, ni aviso de ningún tipo. Cuando llamó al número con el prefijo de Filadelfia que ella le había garabateado en una servilleta de papel mientras comían, una voz mecánica le comunicó que aquel teléfono no pertenecía a ningún abonado. Intentó localizarla a través del servicio de información de la zona, pero ninguno de los tres David Minor con los que habló conocía a una mujer llamada Aurora Wood. Como siempre, Tom se culpó a sí mismo. Sus negativos comentarios sobre la religiosidad de Minor probablemente habían molestado a Rory, y si a ella le hubiera dado por hablar a su prometido de su hermano ateo de Nueva York, quizá él le habría prohibido invitarlo a la boda. Por lo poco que Tom sabía sobre Minor, parecía esa clase de individuo: uno de esos fanáticos prepotentes que imponían la ley a los demás, un gilipollas con pretensiones de superioridad moral.
– ¿Has vuelto a tener noticias de ella?
– Nada -contestó Tom-. Hace ya tres años que comimos juntos, y no tengo ni idea de dónde estará.
– ¿Y el número de teléfono que te dio? ¿Crees que era el suyo?
– Rory tendrá sus defectos, pero no es embustera.
– Entonces, si se han mudado de casa, podrás ponerte en contacto con ella a través de la madre.
– Lo he intentado, pero no he conseguido nada.
– Qué raro.
– No creas. ¿Y si la madre se llama de otra manera? Al fin y al cabo, los maridos se mueren. La gente se divorcia. A lo mejor se ha vuelto a casar y utiliza el apellido del segundo marido.
– Lo siento por ti, Tom.
– No lo sientas. No vale la pena. Si Rory quisiera verme, me llamaría. A estas alturas ya estoy más o menos resignado. La echo de menos, claro, pero ¿qué coño puedo hacer?
– ¿Y tu padre? ¿Cuándo lo has visto por última vez?
– Hace unos dos años. Vino a Nueva York, por algo de un artículo en que estaba trabajando, y me invitó a cenar.
– ¿Y qué pasó?
– Pues, bueno, ya sabes cómo es. No resulta muy fácil hablar con él.
– ¿Y qué me dices de los Zorn? ¿Los sigues viendo?
– De vez en cuando. Philip me invita todos los años a Nueva Jersey para pasar el día de Acción de Gracias. No me caía muy simpático cuando estaba casado con mi madre, pero poco a poco he ido cambiando de opinión sobre él. A su muerte se quedó destrozado, y cuando comprendí cuánto la quería, ya no pude tenerle rencor. Así que ahora mantenemos una especie de amistad afable y respetuosa. Y con Pamela, lo mismo. Siempre la he tenido por una esnob sin cerebro alguno, una de esas personas que sólo se interesan por la universidad a la que has ido y por la cantidad de dinero que ganas, pero parece que ha mejorado con los años. Ya tiene treinta y cinco o treinta y seis años, y vive en Vermont con su marido, que es abogado, y sus dos hijos. Si quieres venir a Nueva Jersey conmigo este día de Acción de Gracias, seguro que estarán encantados de verte.
– Tengo que pensarlo, Tom. En este momento, Rachel y tú sois los únicos miembros de la familia que puedo tragar. Otro ex pariente más, y seguro que me asfixio.
– ¿Cómo está la prima Rachel? Ni siquiera te he preguntado por ella.
– Ah, ésa es la cuestión, muchacho. En cuanto a ella, parece que está estupendamente. Tiene un buen trabajo, un marido como es debido, un apartamento cómodo. Pero tuvimos un pequeño rifirrafe hace un par de meses, y aún estamos lejos de hacer las paces. Resumiendo, que a lo mejor no vuelve a dirigirme la palabra.
– Lo siento por ti, Nathan.
– No lo sientas. No vale la pena. Preferiría que me dejaras sentido por ti.
LA REINA DE BROOKLYN
Cuando Tom y yo volvimos a vernos al día siguiente a la hora de comer, ambos comprendimos que estábamos estableciendo un pequeño ritual. No lo decíamos explícitamente, pero salvo las veces en que surgían otros planes o compromisos, siempre procurábamos vernos a mediodía para almorzar juntos. No importaba el hecho de que yo tuviera el doble de años que él y que en otro tiempo fuese el tío Nat. Como Oscar Wilde dijo en cierta ocasión, después de los veinticinco todo el mundo tiene la misma edad, y a decir verdad nuestras circunstancias actuales eran casi idénticas. Los dos vivíamos solos, ni él ni yo salíamos con nadie, y no teníamos muchos amigos (en mi caso, ninguno en absoluto). ¿Qué mejor manera de romper la monotonía de la soledad que manducar con tu compadre, tu semblable, tu Tomassino, tanto tiempo perdido de vista, y darle un poco a la sin hueso mientras llenas el buche?
Marina trabajaba aquel día, y estaba tremenda con unos vaqueros ajustados y una blusa naranja. Era una combinación deliciosa, porque me brindaba algo que observar y admirar cuando se acercaba a nosotros (por delante, sus amplios y conmovedores pechos), y también cuando se alejaba (por detrás, su redondeado y generoso trasero). Tras mi reciente fantasía de nuestro encuentro a última hora de la noche, me mostraba hacia ella algo más reservado de lo normal, pero aún estaba la cuestión de la exorbitante propina que le había dado la última vez, y cuando vino a tomar nota de lo que íbamos a comer fue todo sonrisas con nosotros, sabedora (creo) de que había conquistado mi corazón para siempre. No recuerdo ni una palabra de lo que dijimos, pero debí de acabar sonriendo como un lelo, porque cuando ella se dirigió a la cocina, Tom me dijo que estaba muy raro y me preguntó si me encontraba bien. Le aseguré que estaba mejor que nunca, y entonces, a renglón seguido, empecé a confesarle mi chaladura por aquella chica, mi pasión no correspondida.
– Removería cielo y tierra por ella -le dije-. Aunque daría igual. Está casada, y por si fuera poco es católica por los cuatro costados. Pero al menos me hace soñar.
Me preparé para que Tom soltara una carcajada, pero no hizo nada parecido. Con una expresión de absoluta solemnidad, alargó el brazo por encima de la mesa y me dio unas palmaditas en la mano.
– Sé perfectamente cómo te sientes, Nathan -me dijo-. Es horroroso.
Ahora le tocaba confesarse a Tom. Ahora era yo quien oía a mi sobrino decir que él también estaba enamorado de una mujer inalcanzable.