Tras aquel involuntario lapsus, se me acabó ocurriendo un plan que habría merecido la aprobación de Rachel. No era una idea genial, desde luego, pero al menos era algo, y si me dedicaba a ello con todo el rigor y la constancia con que pretendía hacerlo, tendría mi ocupación, el pequeño caballo de batalla que andaba buscando para salir de mi rutinaria y soporífera indolencia. Pese a lo modesto de la empresa, y con objeto de hacerme la ilusión de que me dedicaba a algo importante, decidí darle un título llamativo, un tanto ampuloso: El libro del desvarío humano. En él pensaba escribir, en un lenguaje lo más claro y sencillo posible, un relato de cada equivocación, torpeza y batacazo, de cada insensatez, flaqueza y disparate que hubiera cometido durante mi larga y accidentada existencia. Cuando no se me ocurrieran anécdotas que contar sobre mí mismo, escribiría cosas que hubieran sucedido a conocidos míos, y cuando esa fuente se agotara a su vez, me inspiraría en hechos históricos, recordando las locuras de mis congéneres a lo largo de los siglos, empezando por las civilizaciones perdidas de la antigüedad y llegando hasta los primeros meses del siglo XXI. Aunque no consiguiera otra cosa, pensé que podría suscitar unas cuantas carcajadas. No tenía el menor deseo de desnudar mi alma ni dedicarme a sombrías introspecciones. Adoptaría un tono ligero y burlesco de principio a fin, con el único propósito de distraerme y tener el día ocupado durante el mayor número de horas posible.
Pensaba en el proyecto como si fuese un libro, pero en realidad no lo era. Utilizando cuadernos de papel amarillo, hojas sueltas, el reverso de sobres e impresos publicitarios de préstamos y tarjetas de crédito, me dediqué a compilar lo que venía a ser una desordenada serie de notas, una mezcolanza de anécdotas sin relación entre sí que iba guardando en una caja de cartón a medida que las terminaba. El plan era más absurdo de lo que parecía. Algunas historias no pasaban de unas cuantas líneas, y buen número de ellas, en especial las relativas a la transposición de sonidos o la confusión de vocablos que tanto me gustaban, se componían de una sola frase. Hamburguesa con queso graseada en lugar de hamburguesa con queso braseada, por ejemplo, que una vez se me escapó cuando estaba en primero de instituto, o la declaración involuntariamente profunda, casi mística, que solté a Edith durante una de nuestras amargas peleas conyugales: Si no lo creo no lo veo. Cada vez que me sentaba a escribir, cerraba los ojos y dejaba que mis pensamientos vagaran en la dirección que les apeteciese. Imponiéndome esa especie de relajación, logré desenterrar toda una serie de elementos del pasado remoto, cosas que hasta entonces había creído perdidas para siempre. Un fugaz momento en sexto de primaria (por citar alguno de esos recuerdos), cuando un chico de la clase llamado Dudley Franklin soltó un pedo largo y estridente, semejante a un toque de corneta, durante un breve silencio en plena clase de geografía. Todos nos reímos, claro (nada resulta más gracioso en un aula llena de chicos de once años que una súbita ventosidad), pero lo que hacía a ese incidente distinto de la categoría de bochornos menores y lo elevaba a la calificación de clásico, de perdurable obra maestra en los anales de la vergüenza y la humillación, residía en el hecho de que Dudley fue lo bastante ingenuo como para cometer el error fatal de ofrecer una disculpa. «Perdón», dijo, bajando la mirada al pupitre y enrojeciendo hasta que sus mejillas parecieron un coche de bomberos recién pintado. Jamás debe reconocerse un pedo en público. Ésa es la ley no escrita, la única norma protocolaria que debe seguirse estrictamente en la etiqueta norteamericana. Los pedos no salen de nadie ni de ningún sitio en concreto; son emanaciones anónimas que tienen su origen en el conjunto del grupo, y aunque hasta el último de los presentes pueda señalar al culpable, la única actitud sensata consiste en negarlo. Sin embargo, el bobalicón de Dudley Franklin era demasiado honrado para hacer eso, y no le permitieron olvidar el incidente. Aquel mismo día se le puso el mote de Perdón Franklin, y todo el mundo lo llamó así hasta que acabamos el instituto.
Como parecía que las historias podían clasificarse en apartados diferentes, después de trabajar aproximadamente un mes en el proyecto, cambié de sistema y empecé a utilizar varias cajas en vez de una, lo que me permitía organizar las historias terminadas de manera más coherente. Una caja para deslices verbales, otra para percances físicos, otra para ideas fallidas, otra para meteduras de pata, y así sucesivamente. Poco a poco, fueron interesándome cada vez más los momentos cómicos de la vida cotidiana. No sólo los innumerables golpes que me he dado en la cabeza o en el dedo gordo del pie a lo largo de los años, ni tampoco únicamente la frecuencia con que se me han caído las gafas del bolsillo de la camisa cuando me he agachado para atarme los cordones de los zapatos (con la ulterior humillación de tropezar y pisadas), sino también las increíbles calamidades que me han venido sucediendo desde mi más tierna infancia. Bostezar en una merienda campestre en el Día del Trabajo de 1952 y dejar que me entrara en la boca abierta una abeja, insecto que accidentalmente, entre el asco y el súbito pánico, acabé tragando en lugar de escupir; o aún más inverosímil, disponerme a abordar un avión en un viaje de trabajo hará sólo siete años con la matriz de la tarjeta de embarque descuidadamente cogida entre el dedo corazón y el pulgar, y al soltarla a consecuencia de un empujón que me dieron por detrás, verla revolotear hacia la abertura del final de la rampa y la puerta del avión -el espacio más pequeño que pueda imaginarse, como mucho un milímetro-, y luego, para mi absoluto asombro, deslizarse limpiamente por aquella imposible abertura para aterrizar en la pista a siete metros bajo mis pies.
Ésos sólo son algunos ejemplos. Escribí docenas de relatos parecidos en los dos primeros meses, pero aunque hice cuanto pude por mantener un tono frívolo y ligero, descubrí que no siempre era posible. Todo el mundo está expuesto a caer en la melancolía, y confieso que hubo ocasiones en que sucumbí al cerco de la soledad y el abatimiento. Había dedicado la mayor parte de mi vida laboral a una actividad relacionada con la muerte, y puede que hubiera oído demasiadas historias deprimentes para no recordarlas cuando estaba con la moral baja. Toda la gente que había visitado a lo largo de los años, todas las pólizas que había hecho, todo el horror y la desesperación de que había tenido conocimiento al hablar con los clientes. Finalmente, añadí otra caja a mi colección. Le puse la etiqueta de «Destinos crueles», y la primera historia que guardé en ella fue la de un hombre llamado Jonas Weinberg. Le había hecho en 1976 una póliza de seguro de vida a todo riesgo por valor de un millón de dólares, una suma bastante considerable para la época. Recuerdo que acababa de celebrar su sexagésimo aniversario, era médico, especialista en medicina interna, trabajaba en el Hospital Presbiteriano de Columbia y hablaba inglés con un leve acento alemán. Hacer seguros de vida no es una actividad carente de pasión, y un buen agente ha de saber defenderse en los frecuentes momentos en que las deliberaciones con los clientes se vuelven difíciles y tortuosas. La perspectiva de la muerte hace pensar en asuntos serios, y aunque en parte ese trabajo sólo sea cuestión de dinero, también toca los más graves interrogantes metafísicos. ¿Cuál es el sentido de la vida? ¿Cuánto tiempo más voy a vivir? ¿Cómo podría proteger a las personas que quiero cuando ya no esté en este mundo? Debido a su profesión, el doctor Weinberg poseía una aguda percepción de la fragilidad de la existencia humana, de lo poco que costaba borrar nuestro nombre del libro de los vivos. Nos encontramos en su apartamento de Central Park West, y una vez que le hube explicado todos los pros y los contras de las diversas pólizas a las que podía acogerse, se puso a rememorar su pasado. Había nacido en Berlín en 1916 y era hijo único, según me contó, y, tras la muerte de su padre en las trincheras de la Primera Guerra Mundial, se crió solo con su madre, actriz de personalidad sumamente independiente y a veces turbulenta que nunca mostró la menor inclinación a casarse de nuevo. Si no interpreto mal sus palabras, creo que el doctor Weinberg insinuó que su madre prefería las mujeres a los hombres, y en los años caóticos de la República de Weimar debió de hacer alarde de tal preferencia de manera descarada. A diferencia de la obstinada Frau Weinberg, el joven Jonas era un muchacho silencioso y amante de los libros que sobresalía en los estudios y soñaba con ser médico o científico. Tenía diecisiete años cuando Hitler se hizo con el poder, y al cabo de unos meses su madre empezó los preparativos para sacarlo de Alemania. Su padre tenía unos parientes en Nueva York, que aceptaron acogerlo. Salió en la primavera de 1934, pero su madre, que ya había demostrado su capacidad de percibir los inminentes peligros para los no arios en el Tercer Reich, rechazó tercamente la oportunidad de marcharse también. Su familia había sido alemana durante cientos de años, explicó a su hijo, y un tirano de tres al cuarto no iba a mandarla al exilio. Pasara lo que pasase, estaba resuelta a aguantar hasta el final.