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Por desmoralizador que tal comportamiento fuese para la frágil Aurora, yo lo consideraba como una purga necesaria, una señal de que Lucy peleaba enérgicamente por su vida. No era cuestión de cariño. Lucy sentía verdadero amor por su madre, pero una tarde tumultuosa y frenética su querida madre la había metido en un autobús con destino a Nueva York, y la niña pasó los seis meses siguientes sintiéndose abandonada. ¿Cómo puede asimilar una criatura tan confuso giro de los acontecimientos sin considerarse culpable al menos en parte? ¿Por qué se libraría una madre de su hija a menos que la niña fuese mala, indigna del afecto de su progenitora? Aunque no era culpa suya, la madre la había herido en el alma, ¿y cómo podía curarse esa herida si no gritaba a pleno pulmón y anunciaba al mundo: me duele, no lo soporto más, ayudadme? En la casa habría reinado más tranquilidad si Lucy hubiera permanecido en silencio, pero reprimir aquel grito le habría causado más problemas a la larga. Tenía que soltarlo. No había otro modo de detener la hemorragia.

Procuraba ver a Aurora lo más posible, sobre todo en aquellos primeros y difíciles meses en que seguía luchando por encontrar su camino. El horror de Carolina del Norte la había marcado para siempre, y ambos sabíamos que nunca se recuperaría plenamente, que por bien que le fuera en el futuro, el pasado siempre estaría con ella. Ofrecí pagarle unas sesiones con un psicólogo si pensaba que eso podía ayudarla, pero dijo que no, que prefería hablar conmigo. Conmigo. Con aquel hombre amargo y solitario que un año antes había llegado arrastrándose a Brooklyn, al sitio donde nació, el individuo acabado que se había convencido a sí mismo de que ya no había nada por lo que vivir…; Nathan el Estúpido, el cabeza de chorlito que no tenía nada mejor que hacer que esperar tranquilamente el momento de caerse muerto, convertido ahora en confidente y consejero, amante de viudas cachondas, caballero andante que rescataba damiselas en peligro. Aurora me prefería como interlocutor porque yo era quien había ido a Carolina del Norte a salvarla, y aun cuando antes de esa tarde habíamos estado muchos años sin tratamos, seguía siendo su tío a pesar de todo, el único hermano de su madre, y ella sabía que podía confiar en mí. Así que íbamos a comer juntos varias veces a la semana y charlábamos, los dos solos, sentados a una mesa del fondo en el restaurante Nueva Pureza de la Séptima Avenida, y poco a poco nos fuimos haciendo amigos, de la misma manera que su hermano y yo habíamos llegado a serlo, y ahora que los dos hijos de June estaban otra vez cerca de mí, era como si mi hermana pequeña hubiera revivido en mi interior, y como ella se había convertido en un fantasma que habitaba en mi interior, sus hijos habían pasado ya a ser mis hijos.

Lo único que Aurora no había dicho a su madre, ni a su hermano ni a nadie de la familia era el nombre del padre de Lucy. Llevaba guardando aquel secreto durante tantos años, que mencionar otra vez la cuestión no habría servido de nada, pero en uno de nuestros almuerzos de principios de abril, sin incitación alguna por mi parte, desveló casualmente el misterio.

Todo empezó cuando le pregunté si seguía teniendo el tatuaje. Rory dejó el tenedor sobre la mesa, esbozó una amplia sonrisa y dijo:

– ¿Y cómo sabes tú eso?

– Me lo dijo Tom. Un águila enorme en el hombro, ¿no? Nos preguntamos si te lo habrías quitado, pero Lucy no nos lo quiso decir.

– Ahí sigue. Tan grande y precioso como siempre.

– ¿Ya David le parecía bien?

– Pues no. Lo consideraba un símbolo de mi turbio pasado y quería que me lo quitara. Yo estaba dispuesta a seguirle la corriente, pero salía muy caro. Y cuando vio que no nos lo podíamos permitir, cambió radicalmente de opinión. Eso te da una idea de su manera de pensar, de por qué yo nunca podía sacar nada discutiendo con él. Quizá sea mejor así, me dijo. Dejaremos el tatuaje donde está, y cada vez que lo veamos nos acordaremos de hasta dónde llegaste en la oscura época de tu juventud. Ahí tienes un clásico de David: la oscura época de mi Juventud. Dijo que sería un amuleto que llevaría en mi propia piel, y que me protegería de nuevos perjuicios y sufrimientos. Un amuleto. Yo no tenía ni idea de qué era eso, así que lo miré en el diccionario. Un poder mágico para alejar la desgracia. Vale, eso me lo creo. No me sirvió de mucho cuando estuve con David, pero ahora a lo mejor sí.

– Me alegro de que lo sigas teniendo. No sé por qué, pero me alegro.

– Yo también. He cogido bastante cariño a esa tontería. Me lo hice en el East Village, hace once años. Para celebrar que estaba embarazada de Lucy. La misma mañana que la enfermera me dijo en la clínica que la prueba había dado positivo, salí corriendo y me hice el tatuaje.

– Extraña manera de celebrarlo, ¿no te parece?

– Soy una chica rara, tío Nat. Y aquélla quizá fue la época más extraña de mi vida. Vivía con dos tíos, Billy y Greg, en un cuchitril cerca de la Avenida C. Billy tocaba la guitarra; Greg, el violín; y yo cantaba. Considerando lo jóvenes que éramos, en realidad no se nos daba tan mal. La mayoría de las veces tocábamos en el parque de Washington Square. Y si no, en la estación de metro de Times Square. Me gustaba el eco de aquellas galerías subterráneas, cuando cantaba a grito pelado mis canciones y la gente echaba monedas y dólares en la funda del violín de Greg. Unas veces cantaba colocada, y Billy decía que era su fulanita grogui y borrachita. Otras, cantaba serena, y Grez me llamaba la Reina del Planeta Equis. Joder, tío Nat, qué buenos tiempos. Cuando no ganábamos lo suficiente tocando, robaba en las tiendas. Entonces me llamaban Fosdick la Intrépida, como en el tebeo del detective Fearless Fosdick. Recorría a toda prisa los pasillos del supermercado, metiéndome filetes y pollos bajo el abrigo, sin disimular. En aquella época no me tomaba nada en serio. Una semana estaba enamorada de Greg. Y a la siguiente, de Billy. Me acostaba con los dos, y de pronto me quedé embarazada. Nunca supe quién era el padre, y como ninguno quiso serlo, les di la patada a los dos.

– Así que por eso no se lo dijiste a June. Porque no lo sabías.

– Me cago en la leche. Es increíble lo estúpida que soy. Joder, joder, joder. Juré que nunca se lo diría a nadie, y ahora voy y lo digo.

– No importa, Rory. Greg y Billy sólo son nombres para mí. No digas una palabra más si no quieres.

– Greg murió de una sobredosis dos años después de que Lucy viniera al mundo. Y Billy, simplemente, desapareció. No sé qué fue de él. Una vez me dijeron que volvió a casa de sus padres, acabó la universidad y ahora es profesor de música en un instituto del Medio Oeste. Pero ¿quién sabe si es el mismo Billy Finch? A lo mejor es otro.

Ni siquiera en Brooklyn podía Aurora estar segura de haberse librado completamente de David Minor. Mi nombre y dirección venían en la guía de teléfonos, y a su marido no le habría sido difícil encontrarla a través de mí. Me estremecía ante la idea de otra confrontación con aquel cerdo farisaico, pero me reservé mis temores y no dije nada a Rory. Minor era un asunto tan penoso para ella que apenas se atrevía a hablar de él, y yo no quería remover inquietudes pasadas que se sumaran a los problemas que ahora tenía que afrontar. A medida que pasaban los meses, empecé a sentirme más esperanzado, pero no fue hasta finales de junio cuando finalmente pude dejar de preocuparme y olvidar el asunto. Una mañana apareció en mi buzón un abultado sobre blanco, y como no me di cuenta de que no iba dirigido a mí sino a Aurora Wood c/o Nathan Glass, lo abrí antes de que pudiera percatarme del error. Contenía una breve nota escrita a mano que decía lo siguiente: